Señora dilectísima
que por tu sentido recto de la vida
y tu soberanía sobre las letras eternas,
y tu maravillosa visión de las cosas,
y tu larga intimidad con el amor y la belleza,
has sido para mí Diótima de Mantinea:
¡Que mi carta te encuentre entre tus libros,
rodeada de inmortalidad,
o en medio de los álamos de tu jardín, en Sussex,
recordando el Lilium Regis de Francis Thompson!
La biblia de la sangre, oh maestra,
en edición estupenda,
única, incunable, costosísima,
te regalo para
tu biblioteca.
Lee en ella el futuro inminente,
y piensa en mí que no negué la tinta
imperecedera de mis venas.
Dile a los inmortales de tu círculo,
que del hilo fluyente de la vida,
la tierra se ha tejido mantos púrpuras
y se ha vestido, emperatriz, de aurora
gracias a que en el mundo casi no hay sangre inédita.
¡Rojo está el mundo, rojo
de tanta sangre publicada!
¡Ay de quien no sepa leer!
¡Peor de quien no quiera!
¡Peor aún de quien intente borrar aunque sea una línea!
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