lunes, 20 de mayo de 2024

Dos poemas de Dylan Thomas



 Apostilla del traductor


 Traducir, ya resulta pueril y ocioso recordarlo, es un arte difícil. Traducir a Dylan Thomas es doblemente difícil, porque en una poesía como la suya, en la que cada vocablo puede encerrar tantas tan misteriosas sugerencias, y decir mucho más de lo que expresa, hay que traducir primero el alcance esotérico que es fuerza descubrir en la concatenación de las palabras; y después traducir de un idioma a otro el significado de las palabras mismas, que no siempre es el más usual y vulgar.

  Me he entretenido, a título de mero ensayo, en trasladar al idioma español dos breves poemas de Dylan Thomas. He querido ajustarme con estricta fidelidad al original, sin olvidar en un tanteo de equivalencias, el ritmo interior que da categoría de versos a los renglones de Dylan Thomas. Que la fidelidad rigurosa de los vocablos no conspire, al hacinarlos en otra lengua, contra la interna armazón rítmica: tal ha sido mi mayor empeño.

                                                                                                Max Henríquez Ureña 

    

   Amor en el asilo

 

   Alguien, extraño, ha venido

a compartir mi alcoba en la casa que no está precisamente 

en la cabeza,

una muchacha loca como los pájaros

echando el cerrojo a la noche de la puerta con su brazo, 

su plumaje,

rígida en el envuelto lecho

mistifica con nubes fugaces la casa hecha 

a prueba de cielo,

y también mistifica con sus paseos la alcoba de pesadilla,

sin límite como el vacío,

o cabalga los imaginados océanos de hacinamientos 

masculinos.

Llegó aquí posesa,

como que recibe la ilusoria luz a través del fuerte muro,

poseída por los cielos

duerme en la estrecha artesa, aunque también pasea 

el polvo

delira con su voluntad

sobre los tablados del manicomio desgastados 

por mis lágrimas ambulantes.

Y elevado a plena luz en sus brazos por tiempo 

duradero y grato,

podré sufrir infaliblemente

la primera visión que incendió las estrellas.

 

  Y yo me siento mudo

 

  La fuerza que armada de verde cuchilla se lleva la flor

se lleva mi verde edad;

la que hace volar en trozos las raíces de los árboles,

me aniquila y destruye.

Y yo me siento mudo para decir a la rosa hecha trizas

que mi juventud se quiebra con la misma helada fiebre.

 

 La fuerza que hace pasar agua al través de las rocas

se lleva mi sangre roja;

la que agota y deja secos los estruendosos torrentes,

convierte el mío en cera.

Y yo me siento mudo para gritar dentro de mis venas

cómo en aquel arroyuelo de la montaña se sacia la misma

sedienta sed.

 

 La mano que remueve las aguas en la alberca,

agita la arena movediza;

la que echa su amarra al viento tempestuoso

se lleva mi vela desplegada, mi mortaja.

Y yo me siento mudo para decir al hombre que está 

frente a la horca

cómo de mi propia arcilla se hizo el barro del verdugo.

 

 Los labios del tiempo van en busca del manantial;

el amor destila y recoge, pero en la sangre vertida

calmará ella sus desgarraduras.

Y yo me siento mudo para decir al viento

cómo el tiempo ha marcado con un tic-tac un cielo 

en torno a las estrellas.

 

  Y yo me siento mudo para decir a la tumba del amante

cómo en mis propias sábanas se retuerce el mismo 

abyecto gusano.

 

   Orígenes, 38, pp. 30-31.


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