Guillaume Apollinaire
Hace de esto unos años —me dijo el barón d'Ormesan—, uno de mis amigos me obsequió una caja de habanos, asegurándome que eran de la misma calidad que aquellos sin los cuales no podía pasarse el difunto rey de Inglaterra.
Esa noche, levantando la tapa de la caja, me complací en respirar el aroma de esos maravillosos cigarros. Los comparé a los torpedos bien alineados de un arsenal. ¡Pacífico arsenal! ¡Torpedos que el sueño ha inventado para combatir el hastío! Luego, tomando delicadamente uno de los cigarros, comprendí que la comparación con los torpedos era desacertada. Se parecía, más bien, a un dedo de un negro, y el anillo de papel dorado contribuía a aumentar la ilusión que el hermoso color obscuro me había sugerido. Lo perforé cuidadosamente, lo encendí y comencé a aspirar, beatíficamente, aromáticas bocanadas. Al cabo de unos instantes, comencé a sentir en la boca un sabor desagradable, y el humo del cigarro me pareció que olía a papel quemado.
El rey de Inglaterra —me dije— debe de tener, en materia de tabacos, gustos menos refinados de lo que podría creerse. Es posible, también, que el fraude, tan generalizado en nuestros días, no haya respetado siquiera el paladar ni la garganta de Eduardo VII. Todo se pierde; ya no hay manera de fumar un buen cigarro. Y con una mueca de disgusto dejé de fumar ese cigarro que, decididamente, olía a cartón quemado. Lo examiné un momento y pensé:
Desde que los norteamericanos han puesto sus manos sobre Cuba, puede ser que la prosperidad de la isla haya aumentado, pero los habanos ya no son fumables. Estos yanquis habrán seguramente aplicado procedimientos modernos a los cultivos de tabaco; las cigarreras han sido reemplazadas por máquinas. Todo eso puede resultar económico y rápido, pero el cigarro pierde mucho. En todo caso, el que traté de fumar hace un instante me autoriza a creer que los falsificadores intervienen en esto y que los diarios viejos empapados en nicotina ocupan ahora el lugar de las hojas de tabaco en las manufacturas habaneras.
Reflexionaba de esta manera mientras deshacía mi cigarro con el objeto de analizar los elementos que lo componían. No me sorprendió demasiado descubrir, dispuesto de manera que no impedía el tiraje, un rollito de papel que me apresuré a desenrollar. Estaba formado por una hoja de papel que protegía a un sobrecito cerrado con la siguiente dirección:
Sen. Don José
Hurtado y Barral
Calle de los Ángeles
Habana
“Encerrada contra mi voluntad en el convento de la Merced, ruego al buen cristiano a quien se le ocurra la idea de averiguar la composición de este cigarro desagradable, quiera enviar a su destino la carta adjunta.”
Asombrado y muy conmovido, tomé mi sombrero y luego de escribir mis señas
como remitente en el dorso del sobre, para que en caso de no llegar a su
destinatario me fuese devuelto, fui a echarla al correo. Volví a casa y encendí
un segundo cigarro. Era excelente, al igual que los restantes. Mi amigo no se
había engañado. El rey de Inglaterra era un buen conocedor de tabacos de La
Habana.
Cinco o seis meses después, cuando ya había olvidado este novelesco incidente, un día me anunciaron la visita de un negro y una negra muy atildados, que me rogaban insistentemente los recibiera, agregando que yo no los conocía y que, sin duda, sus nombres no me dirían nada.
Muy intrigado, entré en el salón donde me esperaba la exótica pareja. El caballero negro se presentó con soltura, expresándose en un francés bastante inteligible:
—Soy —me dijo— don José Hurtado y
Barral...
Don José Hurtado y Barral prosiguió
con cortesía:
Hubiésemos sido ciertamente muy
ingratos, señor, de no haber elegido como meta de nuestro viaje de bodas a París,
adonde teníamos el deber de venir para darle las gracias.
***
El Heresiarca y Cia: Traducción de Juan Esteban Fassio y estudio preliminar de Rodolfo Alonso, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982.
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