lunes, 23 de diciembre de 2024

Un cigarro novelesco

 

  Guillaume Apollinaire


  Hace de esto unos años —me dijo el barón d'Ormesan—, uno de mis amigos me obsequió una caja de habanos, asegurándome que eran de la misma calidad que aquellos sin los cuales no podía pasarse el difunto rey de Inglaterra.

 Esa noche, levantando la tapa de la caja, me complací en respirar el aroma de esos maravillosos cigarros. Los comparé a los torpedos bien alineados de un arsenal. ¡Pacífico arsenal! ¡Torpedos que el sueño ha inventado para combatir el hastío! Luego, tomando delicadamente uno de los cigarros, comprendí que la comparación con los torpedos era desacertada. Se parecía, más bien, a un dedo de un negro, y el anillo de papel dorado contribuía a aumentar la ilusión que el hermoso color obscuro me había sugerido. Lo perforé cuidadosamente, lo encendí y comencé a aspirar, beatíficamente, aromáticas bocanadas. Al cabo de unos instantes, comencé a sentir en la boca un sabor desagradable, y el humo del cigarro me pareció que olía a papel quemado.

 El rey de Inglaterra —me dije— debe de tener, en materia de tabacos, gustos menos refinados de lo que podría creerse. Es posible, también, que el fraude, tan generalizado en nuestros días, no haya respetado siquiera el paladar ni la garganta de Eduardo VII. Todo se pierde; ya no hay manera de fumar un buen cigarro. Y con una mueca de disgusto dejé de fumar ese cigarro que, decididamente, olía a cartón quemado. Lo examiné un momento y pensé:

 Desde que los norteamericanos han puesto sus manos sobre Cuba, puede ser que la prosperidad de la isla haya aumentado, pero los habanos ya no son fumables. Estos yanquis habrán seguramente aplicado procedimientos modernos a los cultivos de tabaco; las cigarreras han sido reemplazadas por máquinas. Todo eso puede resultar económico y rápido, pero el cigarro pierde mucho. En todo caso, el que traté de fumar hace un instante me autoriza a creer que los falsificadores intervienen en esto y que los diarios viejos empapados en nicotina ocupan ahora el lugar de las hojas de tabaco en las manufacturas habaneras.

 Reflexionaba de esta manera mientras deshacía mi cigarro con el objeto de analizar los elementos que lo componían. No me sorprendió demasiado descubrir, dispuesto de manera que no impedía el tiraje, un rollito de papel que me apresuré a desenrollar. Estaba formado por una hoja de papel que protegía a un sobrecito cerrado con la siguiente dirección:

Sen.  Don José Hurtado y Barral

Calle de los Ángeles

Habana

  En la hoja de papel, cuyo borde superior estaba un poco quemado, leí con estupefacción algunas líneas en español trazadas por una mano femenina:

 “Encerrada contra mi voluntad en el convento de la Merced, ruego al buen cristiano a quien se le ocurra la idea de averiguar la composición de este cigarro desagradable, quiera enviar a su destino la carta adjunta.”

 Asombrado y muy conmovido, tomé mi sombrero y luego de escribir mis señas como remitente en el dorso del sobre, para que en caso de no llegar a su destinatario me fuese devuelto, fui a echarla al correo. Volví a casa y encendí un segundo cigarro. Era excelente, al igual que los restantes. Mi amigo no se había engañado. El rey de Inglaterra era un buen conocedor de tabacos de La Habana.

 ***

 Cinco o seis meses después, cuando ya había olvidado este novelesco incidente, un día me anunciaron la visita de un negro y una negra muy atildados, que me rogaban insistentemente los recibiera, agregando que yo no los conocía y que, sin duda, sus nombres no me dirían nada.

 Muy intrigado, entré en el salón donde me esperaba la exótica pareja. El caballero negro se presentó con soltura, expresándose en un francés bastante inteligible:

  —Soy —me dijo— don José Hurtado y Barral...

  —¡Cómo! ¡Usted! —exclamé asombrado al recordar de pronto la historia del cigarro. Aunque, debo confesado, no se me había pasado por la mente que el Romeo habanero y su Julieta pudieran ser negros.

 Don José Hurtado y Barral prosiguió con cortesía:

  —Soy yo. Esta es mi esposa —y presentándome a su mujer, agregó—: lo es gracias a la gentileza de usted, pues sus padres, despiadados, la habían encerrado en un convento en el que las monjas fabrican cigarros destinados exclusivamente a la corte pontificia y a la de Inglaterra.

  Yo no salía de mi asombro, Hurtado y Barral continuó:

  —Los dos pertenecemos a ricas familias de color, de las que hay un cierto número en Cuba. Pero, ¿lo creerá usted?, el prejuicio racial existe tanto entre los negros como entre los blancos. Los padres de mi Dolores querían, a todo precio, que ella se casara con un blanco. Sobre todo, deseaban a un yanqui por yerno, y, afectados por la firme decisión adoptada por la hija de casarse conmigo, la encerraron, dentro del mayor secreto, en el convento de la Merced.

  No sabiendo cómo volver a encontrar a Dolores, estaba desesperado y dispuesto a matarme, cuando la carta que usted tuvo la bondad de echar al correo me devolvió el ánimo. Rapté a mi novia y luego la hice mi mujer...

 Hubiésemos sido ciertamente muy ingratos, señor, de no haber elegido como meta de nuestro viaje de bodas a París, adonde teníamos el deber de venir para darle las gracias.

  En la actualidad dirijo una de las más importantes manufacturas de cigarros de La Habana, y queriendo indemnizarle por el mal cigarro que usted fumó por culpa nuestra, le enviaré, dos veces al año, una provisión de habanos de primera selección, y sólo espero conocer su gusto de usted para ordenar el primer envío.

  Don José había aprendido el francés en Nueva Orleans, y su mujer lo hablaba sin acento extranjero, pues había sido educada en Francia... 

  ***

  Poco tiempo después, los jóvenes héroes de esta aventura novelesca regresaron a La Habana. Debo agregar que, ingrato o descontento de su matrimonio, no lo sé, don José Hurtado y Barral jamás me hizo llegar los cigarros que me había prometido.

   

 El Heresiarca y Cia: Traducción de Juan Esteban Fassio y estudio preliminar de Rodolfo Alonso, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982. 


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