lunes, 19 de junio de 2017

Mariano Brull en el zoco


  
 Eduardo Avilés Ramírez

 Uno de estos días, pues –un poco así como en los cuentos- el poeta Mariano Brull se paseaba por los zocos de Fez, todo él perfumado de poesía árabe, como si hubiera hecho su entrada material en el reino de las Mil y una Noche del África 
 Había recorrido toda la mañana la Ciudad Santa, desde Karaouine hasta el cementerio de los Mermidas, desde la mezquita de Mulay Idriss hasta la Meliáh judaica. A la izquierda había contemplado los picos del Atlas, hacia la derecha las serranías del Rif. Estaba un poco fatigado pero el río humano del gran zoco lo había tentado y se había aventurado en él, apresando visiones, pescando rostros, túnicas, barbas, bonetes judíos, turbantes fezarinos, sonrisas del levante y cataduras duras del Atlas.
 No sabe él cómo de pronto cayó sobre un maravilloso tapiz oriental, todo él tejido con hilos rojos, con hilos verdes, con hilos negros, que se matrimoniaban con ingenio sutil para dibujar jardines de plata y oro, siluetas de sultanas y personajes de leyenda, inmenso, sedoso, tentador. A su lado pasaban los árabes barbados, los negros venidos de las montañas atlánticas o del Rif, los judíos finos como escapados de un poema de Isak Ben-Jacob Alfasi. El poeta se quedó viendo el poema suntuoso del tapiz con ojos soñadores y melancólicos ¡ay¡ porque cuando preguntó su precio, le dijeron: “5. 000 francos”, y porque los poetas, aunque sean diplomáticos, nunca tienen cinco milo francos para un tapiz.
 Detrás del tapiz, sentado con las piernas cruzadas, la barba y los cabellos ensortijados saliéndoles bajo la albura del turbante, el propietario del zoco, un árabe fino y lleno de majestad, como si estuviera posando para Delacroix, enhebró la charla con el poeta "que venía de lejos, de muy lejos, ... de las Antillas..."
 -No -le decía Brull- imposible, yo no tengo esa suma. Pero para no hacerle perder el tiempo voy a comprarle este vaso...
 Y a propósito del vaso, cuyos dibujos le recordaban un poco el encaje de la Alhambra, hablaron sobre arte. "¿El señor sabe español? ¡Ah...!" Sí, el poeta antillano sabía, no sólo español, sino español antiguo, había leído a los poetas árabes, sabía estancias de la morería, recordaba pasajes de los profetas, conocía algunos Textos, y cometió la dulce imprudencia de agregar:
 -Yo admiro el arte moro, la poesía mora, la filosofía oriental, Córdova y Granada me encantan...
   

 Los ojos negros del árabe brillaban en la penumbra del zoco, tenían reflejos singulares. Poco a poco comenzó a hablar, a hablar, a tejer palabras dulces. Sus palabras revelaban en él un erudito literario, un historiógrafo, un artista. Entre él y el poeta antillano se estableció pronto un instrumento de afinidades y coincidencias interiores. La coraza acerada del comerciante había desaparecido -¡milagros que hace la poesía!- y las recitaciones del uno sucedían a las recitaciones del otro. Ambos citaban el nombre o el texto de un filósofo o de un poeta conocido de ambos. Aquello tenía ya todas las características de la amistad letrada. Pasaban no sólo el río humano del zoco, sino las horas, sin que ni uno ni otro se percataran. En las mezquitas coronadas por la bandera verde del Profeta, comenzaron a cantar los muezines, entre los últimos oros de la tarde..
 Sin que Mariano Brull se apercibiera, el árabe había envuelto con manos discretas y finas -manos árabes que esconden la precipitación, o que la sustituyen con movimientos precisos- el tapiz maravilloso que había servido de pretexto a la charla… Cuando el poeta se dio cuenta, protestó:
 -Ah, sí, el tapiz! Pero no, si yo no tengo dinero con qué comprarlo! No, no, deme usted solamente el vaso...
 Y con la autoridad suave, que emplean siempre los árabes, con esa violencia dulce que derrota la brusquedad de los occidentales, el nuevo amigo de Brull loe deslizó al oído, en una reverencia de todo el busto:
 -Lléveselo usted como un recuerdo... Usted me ha hecho feliz... Le rindo las gracias con toda humildad.
 Y antes de que Brull tuviera siquiera tiempo de protestar, el turbante blanco había caído por tierra, el busto del hombre doblado en dos: era el minuto de la oración. Arriba, en lo más alto de las mezquitas, los meuzines continuaban su salmodia lenta, monorrítmica y dramática, y un rumor de rezos llenaba el aire de la Ciudad Santa, de Fez, la Dolorosa, de Fez la Maravillosa.



 Diario de la Marina, 1 julio de 1938.

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