sábado, 9 de octubre de 2021

El doctor Zapote

 

 Fray Candil 

 Atravesando un terreno baldío se llegaba al manicomio. Le componían cuatro cuevas inmundas y tenebrosas, separadas entre sí por barrotes de hierro. De las dos más grandes, una la ocupaban las mujeres, y otra los hombres. Una negra, en camisa, con las pasas en revolución, se acercó automáticamente a la reja del patio.

 —Dame un cigarro —le dijo al doctor.

 Luego se acercó otra, con andar de gato, y se le quedó mirando con la boca abierta, sin decir palabra. En un rincón, sentada en el suelo, la cabeza contra la pared, cotorreaba consigo misma una mulata vieja. 

  En el centro de la celda, una mestiza haraposa rezaba de rodillas, con las manos juntas y los ojos extáticos. Otra lloraba paseándose y dándole vueltas a un pañuelo hecho trizas. De súbito se apareció una blanca, color de aceituna, consumida por la fiebre, de perfil de parca y ojos fulgurantes. Apenas vio a los hombres se levantó las enaguas mostrando unas piernas cartilaginosas y un vientre de sapo. Luego se puso a frotarse contra la reja...      

 —Es una ninfomaníaca —dijo el doctor volviéndose a Petronio que la tiraba irónicos besos con la mano.

 En una celda aparte llamaba la atención un negro echado boca abajo, como su madre le parió, a lo largo de una tarima. Era un jamaiqueño curvilíneo y robusto, un discóbolo de antracita, de músculos de acero y piel lustrosa como el charol. Tenía la cabeza de perfil apoyada en un brazo que le servía de almohada y en el que resaltaba un tatuaje. Sus ojos duros, metálicos, ausentes del mundo exterior, parecían seguir el curso de una idea fija.

 —Ese es más malo que la quina —dijo el alcaide. Ha mandado más gente al otro barrio que el cólera. 

 —Nadie lo diría al verle tan inmóvil —observó Garibaldi.

 —¿Inmóvil? Cuando hace mal tiempo hay que ponerle la camisa de fuerza. Se tira contra las paredes y se muerde.

 —Un epiléptico —dijo Baranda.

 —¿En qué consiste la epilepsia, doctor? —pregunto Petronio. 

 —En una irritación de la corteza cerebral, acompañada de convulsiones y de amnesia. Según Lombroso, lo mismo produce el crimen que crea lo genial.

 —¿Cómo, doctor? —preguntó Garibaldi asombrado.

 —Que en todo genio, como en todo criminal, late un epiléptico.

 —¡Qué raro! 

 En otra celda, un austriaco, sentado en un taburete, en calzoncillos, de profética barba de oro y cinabrio, cara pomulosa, cejas selváticas, frente espaciosa y pensativa, mirada azul y puntiaguda —vivo retrato de Tolstoi—,amasaba picadura de tabaco con los dedos. De cuando en cuando gruñía y blasfemaba. Era un ingeniero que —según contaba el alcaide—, vuelto loco por el calor y el aguardiente, la pegó fuego a una iglesia. 

 Cuatro centinelas, que apenas podían con los fusiles, se paseaban a lo largo de la parte exterior de la penitenciaría.

 En lontananza el sol —inmenso erizo rubicundo- se hundía en el mar abriendo una estela de sangre en el agua. El río, también purpúreo, corría gargarizando en el silencio de la tarde. De la calma soñolienta de las llanuras distantes llegaban hasta la costa indefinidos susurros y piar de pájaros. En los charcos cantaban las ranas y un pollino rebuznaba a lo lejos. 

 Cuando los visitantes se disponían a regresar al pueblo, se encontraron de manos a boca con el doctor Zapote que había ido a la cárcel a ver a un preso, acusado de homicidio, y de cuya defensa se había encargado. Llevaba un panamá de anchas alas echado sobre los ojos. 

 —¿Usted por aquí, doctor? ¡Cuánto gusto! Triste opinión formará usted de nosotros... 

 —Tristísima. Precisamente hace un momento le manifestaba al alcaide mi indignación... Usted, que es abogado, ¿por qué no gestiona para hacer menos aflictiva la situación de esos infelices? 

 —¿Infelices? Aquí, el que más y el que menos merece la horca. Son una cáfila de bandidos.

 —Lo serán o... no lo serán. Eso no justifica el régimen medioeval a que viven sometidos. 

 —¿Cree usted entonces que se les debía soltar?

 —Soltar, no; pero sí ponerles a trabajar al aire libre. ¿Qué gana la sociedad con tener encerrados e inactivos a esos hombres que pueden ser útiles a la agricultura? Lejos de ganar, pierde, porque gasta en darles de comer. 

 —La pena es un castigo, doctor. No hay que ser piadoso con el que delinque. 

 —¿Y usted presume de cristiano?

 —¿No es usted partidario de la responsabilidad? 

 —Sí, pero no de la responsabilidad moral como la entiende la escuela clásica. El hombre geométrico de los idealistas, regido por una voluntad libre, ¿dónde está? 

 —¿Niega usted el libre albedrío? —preguntó entre irónico y sorprendido Zapote.

 —Le niego. El libre arbitrio es una ilusión. La conciencia —ha dicho Maudsley— puede revelar el acto psíquico del momento, pero no la complicada serie de antecedentes que le determinan. El hombre que se cree libre —ha dicho a su vez Espinosa— sueña despierto. Cada individuo reacciona a su modo, según su temperamento. Por otra parte, no hay principios morales y jurídicos absolutos. La moral, el derecho y la religión varían según los períodos históricos, la raza, el medio y los individuos. Entre los chinos, por ejemplo, es una señal de buena educación eructar después de comer, y entre los europeos, una grosería.

 —Que no le oiga don Olimpio —interrumpió Petronio.

 —Ustedes, los de la antigua escuela, no estudian al delincuente, sino el delito, y le estudian como una entidad abstracta. Y al estimar un delito urge estudiar desde luego antropológicamente al culpable, puesto que no todos obran del mismo modo, y después, los factores sociales y físicos. 

 —Si el hombre —argüyó Zapote esponjándose- es una máquina que obra, no por propia y espontánea deliberación, sino impulsado por causas ajenas a su voluntad, ¿en qué se funda usted entonces para exigirle responsabilidad de sus actos? 

 —A eso le contesto con los modernos criminalistas. La pena es una reacción social contra el delito. El organismo social se defiende, por un movimiento que equivale a la acción refleja de los seres vivos, del individuo que le daña; sin preocuparse de que el criminal sea consciente o no, cuerdo o loco. 

 —Eso es rebajar al hombre equiparándole a los brutos. Y si hay algo realmente grande sobre la tierra es el hombre; el hombre, que esclaviza el rayo, que surca los mares procelosos, que interroga a los astros, que arranca a la naturaleza sus más recónditos secretos; el hombre, con justicia llamado "el rey de la creación"... 

 —Y que está expuesto, como acabamos de verlo, a podrirse en un calabozo, o a reventar de una indigestión...

 —Esos no son hombres. Son fieras. 

 —Pues si son fieras ¿por qué no se les mata?

 —¡Y me tilda usted de anticristiano! 

 —Al criminal nato, al criminal incorregible, debe eliminársele por selección artificial, como creo que opina Haeckel.

 —Nosotros hemos abolido la pena de muerte —exclamó Zapote ahuecando la voz.

 —Sí, para los delitos comunes; pero no para los políticos. En épocas de guerra, ¡cuidado si fusilan ustedes!

 —Pues su escuela de usted es enemiga de la pena de muerte.

 —No hay tal cosa. Lombroso...

 —¡No me cite usted a Lombroso! Lombroso ¿no es ese italiano lunático que sostiene que todo el mundo es loco?

 —El crimen, salvo los casos en que concurren las circunstancias eximentes y atenuantes previstas por el Código, es un producto deliberado de la voluntad del agente, y no hay que darle vueltas.

 —Pero, usted ¿ha leído a Lombroso?

 —Yo, no, ni quiero.

 —Entonces ¿cómo se atreve usted a juzgarle?

 —Es decir, he leído algo suyo o sobre su doctrina, y eso me basta. ¿Cómo voy yo a creer que se nace criminal como se nace chato o narigudo? ¿Qué tiene que ver la forma del cráneo con el acto delictuoso? ¡Eso es absurdo! ¡Eso sólo se le ocurre a un cerebro delirante!

 —¡Oh, qué taravilla!

 Petronio y Garibaldi que, durante el trayecto, se iban atizando copas y copas de ginebra en los diversos tabernuchos que salpicaban el camino, aplaudían con el gesto a Zapote cuyos ojos se iluminaban de regocijo.

 —Es lástima —pensaba para sí— que esta discusión no fuera en el Círculo del Comercio, delante de un público numeroso. ¡Qué revolcones se está llevando!

 —Vamos, doctor, continúe —añadió Zapote en voz alta.

 —¡Pero si usted no me deja hablar!

 —¡Vamos, doctor, no sea pendejo! —intervino Garibaldi ya a medios pelos —Siga, siga. 

 —Entre usted y yo —dijo Baranda á Zapote— no hay discusión posible. Usted no ha saludado un solo libro de antropología criminal. 

 —¡Si en París sólo se lee! —exclamó Zapote con ironía.

 —Estoy seguro de que ignora usted hasta lo que significa la palabra antropología. 

 Zapote sacudía la cabeza arqueando las cejas y sonriendo con fingido desdén.

 —Usted es uno de tantos abogadillos tropicales...

 —Eso no es discutir —le interrumpió Petronio.

 —Eso es insultar —agregó Zapote.

 —Tómelo usted como quiera —continuó Baranda clavándole a este último los ojos.

 —Ea, doctor, no se caliente —repuso Zapote echándolo a broma.

 —Usted sabe que se le aprecia.

 —No necesito su protección. Y se equivocan ustedes si creen que me pueden tomar el pelo —añadió en tono seco y agresivo.

 La luna brillaba como el día, diafanizando los más lejanos términos. Las ranas seguían cantando y de tarde en tarde resonaba el ladrido de los perros.

 —De suerte, doctor —rompió el silencio Zapote— que, según usted, la responsabilidad moral...

 —No existe. Y como yo opinan los más calificados antropólogos. 

 —¿Usted cree lo que dicen los libros? Se miente mucho. Créame, doctor. Mire usted: yo, pobre abogadillo tropical, sin haber leído esos autores, que serán probablemente unos farsantes (usted sabe que en Europa se escribe por lucro, por llamar la atención...), sé más que todos ellos juntos y tengo práctica. Me basta ver a un hombre una vez para saber de lo que es capaz.

 —Eso es instinto —dijo tambaleándose Petronio. 

 —No, práctica.

 Baranda no respondió. ¿A qué seguir discutiendo —se decía— con semejante bodoque? 

 A medida que entraban en el pueblo, Zapote iba alzando la voz. 

 —¡Qué teorías las de usted, doctor! ¡Usted es un ateo, un hombre sin creencias! 

 Baranda comprendió la intención aviesa de Zapote, de echarle encima a aquel pueblo de supersticiosos y fanáticos. 

 Por fortuna no había un bicho en la calle. Todos comían o estaban ya durmiendo. En eso una lechuza atravesó el aire graznando. Petronio y Garibaldi, estremecidos, exclamaron a una:

 —¡Sola vayas!



  Fragmento de A fuego lento, Madrid, Renacimiento, 1913. 

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