miércoles, 8 de agosto de 2012

La isla en peso con todas sus cucarachas





 Reinaldo Arenas



 Pero, con la misma irónica mordacidad con que nuestro hombre (o cucaracha) aterrorizado se acoge a "lo sagrado" de la oscuridad, aborrece el ambiente que lo rodea y las causas que lo han conminado a refugiarse en tan miserable retiro y, como una cucaracha que hinca su propio cuerpo para sobrevivir, maldice su condición y estado deplorables, y en esa maldición enfurecida está el principio de su redención. De esta manera, como todo veneno encierra su contraveneno, la cucaracha lleva en sí misma (como antídoto) su anticucaracha; que, al contemplarse y contemplar el panorama, se acrecienta y hasta se rebela. Del mundo de la temporalidad, del antihéroe marginal, surge una literatura, un discurso de emergencia que, arremetiendo contra nuestros propios caparazones o élitros (esa seguridad efímera y única), se subleva, inaugurando una sedición incesante.

 Esa sublevación contra todo aquello que nos reduce encuentra en "La isla en peso" (1943), de Virgilio Pinera, una culminación; culminación que es a la vez cimiento y justificación para toda su obra futura. Ya que este poema es la base de toda la obra piñeriana; él nutre y fundamenta lo mejor de su creación, dándonos las claves para su comprensión global. Él mismo es el drama de la intemperie y la persecución, la desesperación, el vado y la asfixia de todo un pueblo. Inspiración y documento, imagen y ritmo, furor y lucidez; se trata de una suerte de frenética espiral donde, entre vertiginosas dentelladas, se habla a la vez de nuestra tradición y de nuestra historia, se explica y se replica, se maldice e invoca. Obra totalizadora, resume a través de la indignada, amorosa y conmovida memoria del poeta, la historia de nuestro país. Comenzando por la fatalidad insular, "la maldita circunstancia del agua por todas partes", retoma nuestras calamidades y tradiciones más variadas: invasiones, esclavitud, explotaciones, catequizadores, hipocresías, concepto del pecado original, angustia existencial; la frustración de un pueblo sucesivamente castrado en sus esencias y siempre recuperándolas o, al menos, intentando hacerlo.

 Por todo el poema la claridad avanza a zarpazos, mientras que el cuerpo (nuestro único tesoro) maltratado, desesperado y acosado, trata de cubrirse "con pencas de palmas, con yaguas traídas distraídamente por el viento, con cotorras y pitahayas, con sombrías hojas de tabaco y restos de leyendas tenebrosas". El sentido de nuestra luz -esa obsesión que recorre toda la obra de Piñera- alcanza aquí su definición absoluta: "la claridad es una enorme ventosa que chupa la sangre". Absorbidos, somos ya su instrumento: "La claridad mueve las lenguas, la claridad mueve los brazos, la claridad se precipita sobre los negros, sobre los blancos, la claridad comienza a parir claridad".

 La claridad -ese resplandor, esa luz infernal- es la clave que nos ofrece y rige los cuatro tiempos ("caóticos") del poema, mañana, mediodía, tarde, noche. Una de las expresiones más auténticas de lo cubano se revela aquí a través de la luz. Más que una selva o una arquitectura, cosas que no poseemos. Cuba es un matiz y un ritmo; luminosos o tétricos espejismos siempre cambiantes. En medio de esa claridad, de eso ventosa que intenta absorbernos, iluminando hasta el bulto que somos en la estampida, ¿qué puede salvarnos o al menos servir de instrumento para dejar constancia de que hemos existido, si no es la invención? "La eterna miseria que es el acto de recordar". En ese recuerdo manifiesto y mitificado está la Isla recuperada, además de nuestro sentimiento de rebeldía y de triunfo. "En materia de soberanía -nos dice el propio Pinera- la única que me es dable poseer es la de la imaginación".

 "Noche insular, jardines invisibles", escribe José Lezama Lima, configurando, en pleno descampado insular, un jardín que no existe y él presiente, mitificando un resplandor desde el cual, al anochecer, nos llega a veces el perfume de ese jardín difuminado e intangible.

 Repasando las diversas y sucesivas calamidades, averiguándolas y enumerándolas, padeciéndolas e interpretándolas, cruza el poeta por el paisaje de su isla, usurpado siempre por el europeo "que nos deja su cagada ilustre". Componer es retomar "las eternas historias negras, amarillas, rojas". Nunca estuvo Piñera más cerca de ese resplandor insular (esa luz que "ilumina y mata") que en este poema; por eso todo el paisaje, con su hedor y su fragancia, revienta encima de su cabeza en llamas, mientras realiza obligatoriamente (pues una Isla habita) "el horroroso paseo circular. El tenebroso juego de /os pies sobre la arena circular, donde el nadie puede salir termina espantosamente el choque de las claves".

 La Isla, configurada en su fatídico esplendor, es también la imagen de la bestia. Bestia que es "perezosa como un bello macho y terca como una hembra primitiva". Sincretización perfecta del empecinamiento y la tozudez ibérica, con la dejadez tropical. Creada ya la isla-bestia, la misma se puebla con sus andariveles característicos, desde la esclavitud hasta el carnaval, desde el perfume de una piña hasta el panicum maximum. Y sobre la bestia, es decir sobre la isla que se debate en medio de la claridad, un pueblo que intenta evadir o burlar esa luz fulminante y huye o busca en el platanal el cuerpo que lo identifique, sacie o consuele.

 Las alternativas parecen ser la estampida o el platanal. Porque también en la fresca penumbra del platanal, desnudos y abrazados a otro cuerpo perseguido y maldito puede concluir la diáspora que marcó la separación, la expulsión, es decir, la maldición bíblica con sus incesantes combinaciones. Eva y Adán, ("la odiosa pareja" que iniciara el desequilibrio) son destruidos, y los nuevos amantes -cuyos sexos no se definen- se encuentran, libres de culpa, en la plantación. Esa herejía bajo la mata de plátanos (la musa paradisíaca) parece marcar el fin del mundo infernal otorgándonos, al menos momentáneamente, el paraíso. Una vez más la bestia y también el cielo han sido burlados por el encuentro prohibido de la pareja. Ya "no hay que ganar el cielo para gozar el cielo", nos dice el poeta, "dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja, la odiosa pareja que ha servido para marcar una separación". "Musa paradisíaca, ampara a los amantes". 

 Salvados, pues, por la herejía, por la ruptura con la tradición y el dogma judeo-cristiano, el poema, como un perfecto cosmos resuelto, cuya tensión y esplendor en ningún momento decaen, casi llega a su fin; sólo resta asumir la otra alternativa (o condición) insular -la estampida- y su tradición terrible, patética o efímera ("un velorio, un, guateque, una mano, un crimen"). Y "haciendo leves saludos", como para no ser descubiertos por la bestia que dormita, "golpeándonos los riñones, resueltos en enormes postas de abono" -pero ya con la Isla en peso dentro del corazón o bajo los élitros- partir. Así, como un perfecto golpe orquestal, estampida y poema culminan junto al mar. El último sonido que se emite es un aullido.

 No sé de otro poema más perfecto y totalizador; más magistralmente resuelto en toda la literatura cubana, tan rica en buenos poemas. Si el mismo es básico para la comprensión de la obra de Virgilio Piñera, lo es también para la interpretación cabal de nuestra Isla... Críticos superficiales han visto en él influencias dañinas de Retorno al país natal de Aimé Césaire. Basta leer cuidadosamente ambos poemas para comprender que cada poeta (ambos antillanos y contemporáneos) tenían pretensiones diferentes. Césaire marcha hacia una desmesura épica por la vía del paisaje, del surrealismo y de la explícita denuncia social; Piñera, sin ser ajeno a un ambiente antillano y colonial (¿cómo ser ajeno al mismo si se es antillano?), es más profundo y existencial, más angustioso, más abierto y a la vez más dramático. Y, en general, menos europeo.
 El mundo de Virgilio Pinera es el mundo de la intemperie, del acoso y de la maldición. Sobre ese mundo, "La isla en peso" es un exorcismo implacable y luminoso.
 Gracias a ese exorcismo, la Isla, con su bestia y su variada infamia, con sus cucarachas y su ojo atroz -pero con la indefinible llamarada del flamboyant y la musa paradisíaca, ese insulto perfumado que la bestia no admite, pero no puede abolir- queda para siempre definida.

 Fragmento de "La isla en peso con todas sus cucarachas", 1983.

 

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