Yendo de
París a Petersburgo, habrá cosa de 20 años, me detuve en Varsovia
con ánimo de ejecutar mi 38vo viaje aerostático; pero los vanos esfuerzos que
había hecho un italiano en la expresada ciudad me
hicieron desistir del intento. Con efecto me enseñaron varios descalabros de un
globo de papel con que repetidas veces hizo por elevarse.
La viciosa construcción de máquina tan floja y poco
subsistente, los riesgos a que se expuso aquel hombre temerario, y el temor que había inspirado, me decidieron desde
entonces a escribir sobre el peligro de los globos de fuego; pero los
inconvenientes de mis viajes y
mis ocupaciones no me permitieron poner en planta
aquel útil pensamiento sino dos años después con motivo de la muerte del
italiano Olivari, cuya
desgracia fue lo que más me determinó a publicar mis ideas.
Sentí mucho en aquella ocasión no haber hecho
imprimir antes la citada instrucción, que ilustrando en esta
parte al magistrado que dio sin reflexión licencia para que arriesgase su vida
un infeliz, también le hubiera prevenido a este de los riesgos a que le exponía
su ignorancia; y acaso hubiera salvado una víctima
que podría haber seguido una carrera más proporcionada a sus conocimientos, y ms útil a su familia.
Un francés, que se llamaba
Mr. Mongolfier, inventó
el primer globo de papel, y por eso se les dio el
nombre de mongolfieras. Es fácil
de inferir la imperfección de un primer pensamiento; y así el tiempo y la
instrucción, que todo lo adelantan, hicieron abandonar esta clase de globos
frágiles y peligrosos, sustituyendo la física el
invento de los globos de seda barnizados con goma elástica, ayudada de la
química que ha descubierto un gas ocho veces más ligero que el aire
atmosférico; cuyas dos circunstancias constituyen la grande diferencia que hay
entre una mongolfiera y el aerosta. La
mongolfiera sube por la dilatación del aire
interior con el fuego, y solo se consigue sostenerla
algún tiempo en el aire, dándole siempre fuego,
pues baja al instante que se enfría, y por lo
regular se quema al tiempo de descender. El aerosta por el
contrarío, está lleno de gas hidrógeno por medio
del hierro, el agua y ácido-sulfúrico. Cuando
contiene ya este gas tan ligero, propende a elevarse majestuosamente; pero
cautivo en una redecilla de seda con que se sostiene
el carro de su conductor, no puede desviarse sin su orden. El físico dirige la
marcha del aerosta, sosteniéndole en la elevación
que juzga conveniente: y semejante al piloto puede
prolongar su viaje por 10, 20 o más días sin tocar
tierra. Cuando quiere terminar su viaje, si descubre a sus pies un soto,
árboles o un río, para evitar el peligro el aeronauta instruido, disminuye el
contrapeso, arrojando parte de la materia que lo forma (que por lo regular es arena); y elevándose
de nuevo, dilata su viaje hasta donde quiere abordar.
Toda la experiencia en general
de un globo con el gas hidrógeno presenta interés desde el principio hasta el
fin. La descomposición del agua y los demás
aparatos son tanto más atractivos cuanto el desprendimiento y la marcha tienen de majestuoso y extraordinario.
La descensión de un aeronauta ofrece un espectáculo en algún tanto augusto y religioso! la imaginación se complace en asimilar a un espíritu celeste y sobrenatural
el hombre privilegiado que viaja de este modo en alas
del mismo viento. ¡Cuán diferente sería la disposición de una mongolfiera
preparada para elevar a un ser animado!
Durante mi
permanencia en Berlín por el
año de 1819, un alemán llamado Bitorf,
anunció una ascensión en la ciudad de Dresde
con un globo de papel. Yo sin poderme persuadir de que expusiese un hombre su
vida con tantos y tan conocidos peligros, fui sin
embargo a dicha ciudad para el día señalado; y la
experiencia no pudo tener efecto hasta ocho días después, porque el globo no
tenía más que 31 pies, cuya dimensión no era proporcionada para elevar a un
hombre. Se aumentó mucho la máquina, y se dispuso entre dos maderones. El
empresario hizo también disponer una especie de bóveda para comunicar con el
globo por debajo de tierra, acaso con el objeto de ocultar los triviales
procedimientos que empleaba. Con todo se llenó perfectamente el globo con el
auxilio de una fogata de paja; pero el Sr. Bitorf, que pesaba 148 libras, aun
no pudo elevarse, y arrimando segunda vez la mongolfiera al fogón, aumentaron
en tanto grado el fuego, que resecándose el papel estuvo a pique de
desgraciarse enteramente. Sin embargo el fuego prendió en una parte; pero un
hombre pudo apagarlo en su principio con el auxilio de una esponja humedecida.
Entre tanto la infeliz joven, esposa del miserable aeronauta, toda deshecha en
llanto, ajustaba y pegaba pedazos de papel sobre los agujeros que el fuego había
hecho. Llegó por fin el instante de romper la marcha: figúrese cualquiera al
Señor Bitorf, lleno de hollín y sudoriento, más negro que un carbonero,
metiéndose en un saco prendido en la boca del globo con una hornilla sostenida
encima de su cabeza, derritiéndose sobre su cuerpo. Esta es la verdadera y rara
imagen de la ascensión de un hombre en globo de papel. Sin embargo de todo, el
globo se elevó, pero el papel resecado, siendo demasiado endeble para llevar
unas 190 libras de peso, se rasgó en la parte superior. El aeronauta lo advirtió
con tiempo, y se precipitó a tierra sin matarse por una feliz casualidad. La
mongolfiera abandonada a sí misma continuó elevándose algún tanto; pero se
incendió muy luego, y vino a caer a pocas varas de la ciudad hacia el lado de
las casas de los arrabales.
Es un hecho
incontestable que todas las ascensiones que se han verificado con globos de
seda barnizados y llenos de gas hidrógeno, hasta ahora no han ocasionado la
menor desgracia. La sola acaecida á madama Blanchard, quien habia ejecutado en
Paris felizmente 67 ascensiones, es constante que se la buscó ella misma,
puesto que llevó fuego, y era desobedecer la ley terminante de la indispensable
precaución; y con efecto ¡cuán extravagante debia ser la muger que á las 11 de
la noche quiso subir en un globo rodeado de un fuego artificial!
En mis dilatados y numerosos
viajes por Alemania, Suecia, Rusia, en medio de las largas noches y nieves
inaccesibles, y en los que igualmente hice por los mares Báltico y el Océano en
medio de horribles tempestades, muchas veces me he hallado en un inminente
peligro de perder la vida; mas jamás he corrido este riesgo viajando por los
aires. Mis cabellos, que la edad y el color deben dentro de poco hacer
respetables, pueden testificar que no he perdido uno solo de los que tenía, en
todos mis viajes aerostáticos. Sentado tranquilamente en mi barquilla, mi nave
aérea caminaba en una bonanza y sosiego, que ofrecía la imagen de la
inmovilidad. La más fuerte tempestad no puede perjudicarla, porque el aerosta
es un cuerpo que nada. Si el viento es fuerte, el globo camina con la misma
celeridad; por manera que el más impetuoso no apagaría en la barquilla la llama
de una bugía, porque aquel en su marcha es tan veloz como éste.
En comprobación de que jamás
ha acaecido desgracia alguna con los globos por gas hidrógeno,
quiero recordar hechos que certifican, que si en el arte aerostático puede citarse algún accidente, son la causa
de él las mongolfieras. Las primeras víctimas fueron Pilatre de Rossier y Romain, que quisieron pasar desde Francia a
Inglaterra en una mongolfiera de lienzo; y habiéndose incendiado, perecieron.
En Italia subió el conde de Zambecari
en otra de seda; y el espíritu de vino de que se servía, incendió sus
vestidos, y perecieron él y su invención. En el año de 1802 Olivari en Orleans, y en 1810 Bitorf en Nuremberg, hicieron una
ascensión en globos de papel, y también fueron víctimas.
Debo igualmente hablar de
los acaecimientos de menos entidad que todo el mundo conoce; de la caída de Mr.
Bouche, de nación francés,
que se rompió una pierna, cayendo de una mongolfiera de lienzo, la primera que
quiso hacer subir en Madrid. En el año de 1806 se elevó en Vilna un tal Koparenko, y el globo cayó
incendiado a muy corta distancia de un almacén de pólvora. En el de 1788 el Sr.
de la casa de Seitendorf, cerca
de Neutitschein (en la Moravia) en un regocijo público que ofreció a sus
vasallos, quiso hacer subir una mongolfiera de papel: luego que esta se elevó
algunas toesas, el viento la volteó, e hizo cayese toda incendiada sobre una
casa; y extendiéndose el fuego casi por toda la aldea, redujo a cenizas la
mitad del palacio. Este desgraciado acontecimiento ha sido anunciado en los
diarios de varias capitales, y Mr. Times, que al presente se
halla en Madrid, fue testigo de este suceso.
Todavía, sin
embargo, no eran bastante notorios estos incidentes, puesto que en una capital
que habitan tantas personas de ilustración y conocimientos, un hombre sin
instrucción, sin nociones algunas de física ni de química, y sin saber las
reglas geométricas que aseguran la forma y solidez de un globo, se atreve a
formar el loco proyecto de ascender por medio de fuego. Sin duda para inspirar
confianza el citado individuo, proclama su ignorante nulidad, rechazando todo
lo odioso con que quiere disfamar a un físico instruido, cuyos conocimientos
han merecido algún honor, y que adquirió ya cierta nombradla en los 55 viajes
aerostáticos que tiene hechos. Además, si en arte alguno se requiere
instrucción, ciertamente será en aquel en que se pone la vida, pues nada es
más precioso para el hombre. Llega ya al colmo de lo extravagante la
necedad de hacer alarde de la ignorancia en esta carrera, y a los magistrados
distinguidos toca la providencia que deben tomar con los insensatos.
Diré, para
acabar esta carta, que en la Francia, que es, por
decirlo así, la cuna del arte aerostático, ha
prohibido el Gobierno los globos por el fuego desde que la física y la química
han descubierto los procedimientos mucho más seguros de los aerostas de seda
barnizada, que se hinchan con el gas hidrógeno. Tampoco se tardó en tomar esta
medida en Rusia, Prusia y Alemania; y a la verdad, una prohibición dictada por
la prudencia, la sabiduría y la humanidad, debe por consiguiente adoptarse en
todos los Gobiernos ilustrados, que siempre consideran la vida de un hombre
como un bien perteneciente a la sociedad y al Estado.
Eugene Robertson, ex-profesor de física,
miembro de la sociedad galvánica de París.
Diario de
la Habana (reproducido en Gaceta de Madrid, no
88 y 89, 22 y 24 de julio de 1828).
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