viernes, 20 de enero de 2017

Al pasar su cadáver




 Juan Clemente Zenea

 El otro día encontré en la calle a uno de esos jóvenes que uno suele tratar de tiempo en tiempo cuando lo permite la casualidad, y con quien se tiene placer en cambiar algunas palabras. Era una de esas figuras hermosas que recuerdan el tipo sajón en su más completa virilidad: alto, robusto, fuerte, gallardo, blanco como el mármol, sonrosado como un caracol y además era modesto, bueno, bien educado, rico y feliz. ¿Qué os parece ese hombre?, dije al separarme de él a otro con quien me reuní más adelante. He ahí un ejemplo consolador de que la fortuna conserva sus escogidos en este mundo: ese es uno de los pocos que tienen en su mano la copa llena de todas las abundancias de la vida.
 Y me fui: transcurrieron escasamente dos semanas, y hoy por la mañana me llamó la atención un carro fúnebre que pasaba por una de las calzadas de la capital. ¿A quién conducían en aquel carro? Al vigoroso, al atleta, al joven, al hermoso, al rico, al feliz. ¡Oh instabilidad de las cosas de la tierra! ¡Oh miseria de los destinos humanos! Limitado es el término de los años del hombre, exclamé repitiendo una de las quejas de Job; contados están ¡oh Dios! sus meses en vuestra presencia, señalados tenéis los términos de su vida y de ellos no podrá pasar…
 Después me dejé arrastrar por el curso común de mis ideas y reflexioné sobre aquel suceso y sus relaciones. Un mortal que desparece es un rayo de luz que se apaga, una gota de agua que se evapora, una cosa que se va porque no hace falta en el gran mecanismo de la totalidad de los mundos. Pero ¿qué? y ¿no queda un vacío en el lugar que ocupaba? ¿No podrá extrañarse porque sea necesaria una ausencia tan inesperada? Ay! eso se examina y se comprende en las casas y a las familias toca saberlo. Yo puedo decir de mí que cuando veo estas cosas tiemblo, y que no se puede ser madre, ni padre, ni hermano, ni amigo, ni hombre sensible, sin tener suspendida sobre el alma una espada; porque la experiencia me enseña que no hay nada durable en el polvo terrestre, porque ahí tenéis que todo vigor es una debilidad, toda grandeza es una miseria, toda dicha es una mentira, todo ser que se mueve y que piensa es un condenado que marcha a su fin, y todos nosotros y los que vendrán después de nosotros seguimos la misma suerte, y a todos nos espera lo desconocido, y todos seremos enclavados en una cruz.
 ¿Me preguntáis acaso cuál es el motivo que me ha hecho sufrir este estremecimiento espontáneo? No lo sé. O más bien dicho, sí, lo sé; lo conozco, lo siento: toda hoja que cae y toda juventud que se postra, todo lo que declina, todo lo que perece me grita al oído: "Renunciad toda esperanza los que aquí entráis" —y después ¿qué queréis que pase en estas horas aciagas por la mente de un mortal sino una sombra, cuando vienen a repetir en ella mil veces todos los ecos de la memoria el horriblemente doloroso monólogo de Hamlet? ¡Qué! esa belleza, y esa potencia intelectual, y ese corazón y todo eso que se va a poner para siempre debajo de la tierra, podía ser encerrado en un ataúd y conducirse en un carro y pasar por delante de mí, y no inspirarme una meditación ni dejarme una pena?
 Nacido en el regalo, creció en el contento y no vio de cerca más que un lado de las cosas: tuvo un deseo y lo satisfizo; no tropezó en el camino con obstáculos; nada tenía que pedir y tenía mucho que dar: estaba corriendo el instante bueno y un porvenir apacible se transparentaba para el tras un velo color de rosa, pero ¡ay! el sol adelanta un paso más y se marca en el cuadrante otra hora. Antes sobraba mucho y ahora falta todo: ya no hay abrigo para hacer cesar el frio, ya no hay fresco en la atmósfera para moderar el calor; no hay aguas para templar la sed, no hay lechos cómodos en que extender el cuerpo, ni almohadas suaves para reclinar la cabeza atormentada; hay un aire de que todos toman parte y él no puede respirar, todos ven la luz, y él está en la oscuridad, todos oyen y él ensordece; helo ahí enfermo, yerto, pálido, cadáver. ¡Oh contraste doloroso! ¡Oh desenlace común de los dramas que se representan aquí abajo! El que atraía por su belleza empieza a causar horror, el que hace poco agradaba por su aseo, repugnará en breve por su corrupción, el que estaba tan acompañado se ha quedado solo, enteramente solo, solo para siempre!
 ¿Qué decíais vosotros sobre la felicidad, y la riqueza y todos los accidentes favorables de la existencia? ¿Qué era lo que hablabais como envidiando la posición ajena? La muerte ha entrado en ese palacio, y la multitud generosa que transita por allí alza la vista y tiene lástima de sus moradores: el último hombre del pueblo que sabe que al entrar en su modesta casa ha de encontrar al fruto de su amor, no trocaría por nada ese gran placer por ese gran dolor que debe haber sufrido el que se acostó llorando en una noche sin sueño, y se levantó sin reposo echando de menos á su primogénito. Preguntad a ese mortal qué es lo que desea; preguntadle si está conforme con su suerte y os repetirá las tristes palabras del desterrado de Jersey: —"Yo hubiera querido ir feliz por un estrecho camino y no ser más que un hombre que pasaba llevando a su hijo de la mano." Y si tal es la queja del varón fuerte, cuál será el ruego de la mujer débil. ¡Ay de las madres! bienaventurados los vientres que no concibieron, bienaventurados los que no sembraron para dar alimento a los gusanos del sepulcro.
 He aquí una historia de todos los días. Se sabe con anticipación que todo esto va a suceder, que sucederá inevitablemente y ¡cómo se olvida uno de un porvenir que está tan próximo!—Tenéis una salud magnífica, decía yo hace unos quince días a ese mismo que ahora poco llevaban en ese ataúd; si este bien, este tesoro, este inestimable beneficio que poseéis se pudiera vender en el mercado de la sociedad en que se comercia con todo, yo me daría por muy bien servido de poder entrar con vos en un cambio. Y él se sonreía satisfecho de la armonía de los elementos de su fuerza y de la aparente prolongación de su enérgica vitalidad; se sonreía, y ya iba herido, ya estaba sentenciado, ya tenía puesto el pie en el primer escalón de la eternidad. Si en lugar de jugar así con lo desconocido, si en lugar de poner mi confianza en lo que no presenta seguridad alguna, le hubiera yo dicho: todo eso no vale nada: tú me estás hablando por la última vez; tú estarás de aquí a quince días debajo de la tierra; despídete de lo que te rodea, dile adiós a la juventud, a los estudios, a la alegría, al baile, a la música, al amor ¿qué hubiera respondido este desgraciado? Habría desdeñado mis palabras imaginando que yo jugaba con la mentira, y sin embargo esa hubiera sido la más positiva de las verdades que él hubiera oído en este mundo. 


 Eso de dormir en la tumba es terrible. ¡Qué silencio! ¡qué oscuridad! ¡qué frio! Estar allí acostado inmóvil, entre una caja, bien cubierto, sin acción, sin ideas, sin pasiones, y haber sido dos o tres días antes un ser que andaba por todas partes, que tenía una casa, una familia, amigos; que hablaba, que reía, que abarcaba tantas cosas bajo el ángulo visual, que soñaba, que sentía, que era, en fin, uno como nosotros y estar así. ¡Ah! y cuando luego se piensa en lo que es un cadáver! ¡Qué asqueroso cambio! ¡Qué repugnante hinchazón de la carne! ¡Qué marcas azules y verdes y negruzcas sobre la pálida piel! ¡Qué portentosa multitud de gusanos entrando y saliendo en el cuerpo!  Pasar así de repente los tejidos a nuevas combinaciones químicas y ser en último resultado un poco de agua, de ácido carbónico y qué sé yo que otra cosa. Y desaparecer y andando los tiempos perderse para siempre en la memoria de los que nos sobreviven. ¡Oh vanidades inútiles! ¡Oh trabajos sin recompensa! ¡Oh miserias de la vida!
 Los que te acompañaron al Cementerio, volvieron, hicieron unas cuantas ceremonias, pronunciaron unas cuantas palabras de uso constante, y se separaron. Enciende la naturaleza sus lámparas del cielo y los hombres iluminan sus moradas y sus ciudades; se conversa, se baila, se canta, se ama, y pronto los intereses mundanos echan a un lado tu recuerdo. Unos cuantos arrojaron fuera de la vida unos despojos que iban a servir de estorbo y nada más; han transcurrido algunos instantes, y ya es tiempo de restablecer las cosas a su nivel: cada cual va a su lecho y reposa; y tú, infeliz! que ayer dormiste besado y acariciado en tus aposentos llenos de luz, ahora estás envuelto en la más densa de las sombras, entregado a los misteriosos habitadores de lo desconocido y empiezas a pasar tu primera noche debajo de la tierra!

 *Con motivo de la sentida muerte del excelente joven cubano, Domingo Aldama y Fonts, a quien la naturaleza había prodigado a manos llenas muchos de sus valiosos dones.—Nota de su maestro L. F. M.


 Luis F. Mantilla: Libro de lectura no. 2, N.York, 1866, pp. 169-72. 

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