Pedro Marqués de Armas
Siempre me
sorprende esta fotografía. Se titula El Gordo y fue realizada por Luis M.
Fernández, alias Pirole. Debería puntuar como la menos épica y, sin duda, como una
de las mejores de aquellos años.
Cuando la vi por
primera vez me produjo algo así como un dèjá
vu. Pero lo cierto es que me ocurre, con frecuencia, este tipo de ilusión,
sobre todo cuando una imagen me resulta próxima; entonces, y como si no bastara
con el error, tiendo a insistir en los parecidos, entregándome vanamente a
tales menesteres. La pregunta deja de ser ¿dónde lo vi antes? para convertirse
en ¿a quién se me parece?
Con el Gordo caigo
en esa trampa.
Ahora me ha
dado por pensar en ciertas ramificaciones suyas que, si bien se le asemejan, no
hay dudas, pertenecen a otro código.
Uno puede
preguntarse qué lleva en esa jaba cuando es obvio que está vacía, o que carece,
por lo menos, de peso específico. Y ese vaciamiento contribuye a la extrañeza.
También Kimbo y el Bolo reían así…
indescifrables.
A Kimbo, glandular y siempre en camisa de
cuadros (en guapita), había que verlo
los domingos, pues pasaba la semana en la escuela de diferenciados del Cotorro,
irónicamente, Forjadores del Porvenir.
Cada tarde de sábado una guagua escolar lo depositaba en el umbral de La Milagrosa,
antigua casa de huéspedes donde vivía con su padre, ya anciano.
También Bolo,
como casi todos, usaba camisas de cuadros; pero no todos, como Bolo y Kimbo, llevaban
botas ortopédicas, se echaban talco hasta el cuello y destacaban en el orden de
la inteligencia. Esquizoide, disjunto e incapaz de dejar de reír, Bolo era un superdotado
que ya a los 13 años traducía a John Donne, al tiempo que servía de monaguillo
en la Iglesia de Cristo.
El Gordo de
la fotografía no está lejos de este clan.
Pero ahora
que me fijo mejor, y más allá de estereotipos, caigo en la cuenta de que podría
tratarse de un negativo de Lezama.
El negativo
de todos, acaso.
Porque si hay
una genética del lenguaje –del lenguaje entendido como balbuceo- es la de este
Gordo.
Comienza a
hablar, pero todavía.
Me asombra
esa sonrisa suya, donde lo cubano se
entrevé, aunque eso sí, sin enigma alguno. Casi grado cero. O mejor, por
debajo.
Como la masa:
inarmónica, feminoide y de una domesticidad rayana en la anormalidad.
Que no dice
nada.
Que solo
tiene que reír y mover el dedito.
Pues,
pensándolo bien, qué había en las cabezas sino pájaros, o paja.
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