lunes, 30 de mayo de 2022

La viuda de Ainciart

 


 Pronto hará un año. La justicia popular buscaba a Ainciart. Desde el día 12 de agosto huía como una liebre acosada. Escapó de la Jefatura de Policía, desde el mismo despacho en que, días antes, ordenara el aniquilamiento del pueblo de la Habana, desde el mismo lugar en que ordenara a sus sicarios que asesinaran, en aquel lúgubre día de abril, a los hermanos Valdés Daussá. Escapó con una maleta cargada de dinero. La justicia popular lo olfateaba y cada vez que alguien señalaba su paradero, hacia allí convergían las escopetas recortadas, sobre las cuales, se crispaban los puños cargados de cólera.

 Fue un sábado a fines de agosto. Una vieja, renqueante, lívida, cubierta por velos negros, llegó a una casucha de Marianao. Al descender del auto, alguien vio que por debajo del traje, de hechura adusta y monástica, asomaban unos pantalones. Dos hombres seguían a aquella extraña silueta, que se soslayaba en las tinieblas y se metía en la noche, como un maleficio sangriento. Alguien sintió la duda, aguda y perforante. Era Ainciart. Los acompañantes del Trepoff de la Habana, huyeron llevándose la maleta. Engañaron a su jefe, afirmándole que iban a la bodega de la esquina a comprar alguna cosa. No volvieron y cuando el pueblo rodeó la casucha en que se refugiara Ainciart, este, bajo la campana de la cocina, yacía hecho un ovillo, en un charco de sangre. Lo demás lo sabéis.  

 Cuando Ainciart murió, su esposa, una dama digna, que, en realidad fue una pobre mártir junto a aquel hombre salaz y sanguinario, viajaba por el extranjero. En compañía de la señora de Zubizarreta, había acudido al Año Santo, a la peregrinación católica que en esos días se postraba, en homenaje a Cristo, a los pies del Santo Padre. Ella, la infeliz, porque ninguna culpa tuvo de hallarse unida a aquel hombre siniestro, supo vagamente de los sucesos de Cuba. Apartada de todo, porque su vida fue siempre una escala tendida hacia la oración, tuvo la visión de los acontecimientos de Cuba. El régimen caído. Machado huyendo hacia Nassau. Los porristas cazados como fieras en La Habana. Las casas saqueadas. Ainciart, su esposo, encontrado muerto en una casita de Marianao. Pero, ¿dónde estaría enterrado?

 Llegó en días pasados a La Habana. Una dama enlutada, la señora Elisa del Valle, viuda de Ainciart, tomó un auto de alquiler en la esquina de Galiano y Trocadero. Era una silueta descarnada y dolorosa. Una palidez de cera en el rostro afilado donde se hundían los ojos en que se coagulaba el estupor. Una cartera en la mano. Un devocionario negro entre los dedos. Ah, el chofer que la condujo al Cementerio, no pudo presumir un sólo momento, que aquella dama enlutada era la viuda del hombre que, hace un año, un día como hoy, en su máquina blindada, entre Sampol y Peñate, dirigía el ametrallamiento de los habaneros.

 La viuda de Ainciart -era ella- avanzó por la calle central del Cementerio. Indagó. Preguntó. Alguien le dijo que Ainciart no estaba enterrado en el Cementerio de Colón, sino que había sido arrojado en un hoyo, abierto a toda prisa, en el cementerio de Marianao. Fue el primer choque. Empezaba a captar la verdad. Abandonó el camposanto, aturdida, vacilante y bajo su toca de viuda. Atrás quedaban tumbas sagradas que ella desconocía: la de Mariano González Gutiérrez, que Ainciart asesinara en la nave de Leonor y Carvajal; la de Pío Álvarez, atormentado con saña, antes de morir; la de Rubierita, cuya sentencia de muerte confió Ainciart a sus asesinos; las de los hermanos Freyre, caídos en la tarde del 27 de septiembre de 1932, en su propia casa, bajo la gavilla de Ainciart.

 Salió. Todo le parecía extraño, incoherente. Y no vio los puestos de flores con rosas frescas, ni escuchó el pregón obstinado de los vendedores de crisantemos, ni sintió que entre los cipreses del Cementerio parecía cruzar, por el recuerdo sagrado de tantos muertos, una queja eterna y dolorosa.

 Se detuvo como hipnotizada. Allí cerca estaba un hombre que perteneciera a la Policía, en la época de Ainciart. Lo reconoció.

 -Busco la tumba de mi marido. ¿Dónde está? Me han dicho que en Marianao.

 El hombre, así interrogado, fue expansivo.

  -¿Pero no sabe usted nada?

 -Sí. Se que murió. Nada más. Y quiero orar junto a sus restos.

 -Ah, señora. Sí, está en Marianao. ¡Pero no sabe nada!

 -Hable, hable, por Dios.

 -Después de muerto lo tiraron en un hoyo, a flor de tierra.

 No lo cosieron y las vísceras le brotaban como un licor sangriento. Luego, vinieron unos hombres. Reabrieron el hoyo. Lo desenterraron. Y en la tarde del domingo, ya lo izaban en un poste del alumbrado, para quemar los despojos, cuando…

 Fue un largo grito de espanto y desolación. El relato, entrando súbito y fulgurante, en el alma de la viuda de Ainciart, le había arrancado la razón. Y su grito de loca parecía aplastarse contra los árboles…

 

 “Se volvió loca la viuda de Ainciart”, Bohemia, 5 de agosto 1934, p. 26.


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