miércoles, 18 de mayo de 2022

Una estaca de guayabo. Melancolía y tumbas marcadas


  Pedro Marqués de Armas

 

 En 1808, Ambrosio Hernández, negro de nación carabalí y de oficio cocinero, se suicidó en una finca próxima a Tapaste colgándose en un cobertizo. No hubo franca oposición a su entierro en sagrado por parte de las autoridades eclesiásticas, como había sido habitual hasta la fecha. En este sentido, lo determinante no fue el hecho de estar bautizado, sino el criterio del médico, que certificó que Ambrosio padecía de una “inveterada pasión hipocondríaca”, al tiempo que peritos y testigos no alegaron otro elemento causal.

 Sin embargo, concluidas las diligencias, el cura local de San José de la Lajas impuso una exigencia: que la sepultura llevase “una estaca de Guayabo” en señal de que se trataba de un suicida. 

 Al contrario de lo que ocurría en las plantaciones (y siguió produciéndose hasta bien entrada la esclavitud), y de lo contemplado por la ley civil y penal, no se produce en este caso ultraje sobre el cuerpo. El juez se limitó a declarar la confiscación de los escasos bienes del cocinero: dos bueyes y una yegua vieja.

 La tumba es señalada de un modo más bien bizarro, pero el entierro en Camposanto no resulta interferido. Es importante puntualizar que en el Cementerio de San José de Las Lajas existía, por fuera del muro, un espacio para suicidas y otros que morían fuera de la religión cristiana.

 Por tanto, la noción de delito retrocede frente al cada vez más frecuente “recurso a la locura”, dictaminado por un médico que convoca la Audiencia Pretorial. Cierto que se trata de un liberto, por más señas bautizado, y no de un esclavo; pero la cuestión resulta subsidiaria de una serie de procedimientos médico-civiles que, aunque todavía de débil alcance, se venían abriendo paso desde finales del XVIII.

 En Instrucción general para capitanes y tenientes de partido (1786), ya se exige una indagación legal sobre las causas de muerte. El artículo 12 expresaba: “Siempre que muera algún individuo en el vecindario o partido, el juez territorial debe indagar por sí mismo, bajo de qué disposición ha fallecido; si es casado, si tiene hijos, y en defecto herederos: inmediatamente ha de recoger las llaves y tomar noticia exacta de sus bienes, inventariándolos por escrito”.

 En pocos años, pues, comienzan a imponerse los eximentes de “melancolía”, “pasión hipocondríaca” o “vicio de la bebida”. Estos se despliegan hasta convertirse en formalismos.

 Del mismo modo, la curiosa “individuación” de la sepultura habla de transformaciones en los territorios sagrados, que empiezan a alterar los límites de admisibilidad. Contra el llamado “falso altar” en la tradición del tratamiento al cuerpo de criminales, suicidas y pobres no bautizados, se establece una nueva organización. Esta ya no será del tipo dentro/fuera, sino que incluye sepulturas próximas y lejanas. Estas últimas pasarán de ocupar la periferia exterior a situarse en el extremo interno; esto es, en aquellas zonas más sombrías o apartadas.

 Desde luego, no todos los curas interpretaron de igual modo leyes y regulaciones, como tampoco experimentaron igual presión por parte de las autoridades civiles y sanitarias. 

 Muy diferentes fueron estos condicionamientos, además, según se tratase de esclavos urbanos o rurales, o de acuerdo con el grado de subordinación de la iglesia a los intereses de los hacendados. En el relato de Anselmo Suárez y Romero “El Cementerio del Ingenio”, por ejemplo, los esclavos suicidas reposaban junto a sus iguales bendecidos por “capellanes asalariados”.

 Hacia 1840, mientras los procedimientos en materia de identificación, especialmente en casos de muerte violenta, cobran fuerza desde la Audiencia de La Habana y la Junta de Sanidad, también las autoridades religiosas reformulan las llamadas “bases” en materia de entierros, prestando particular atención a la admisión de suicidas, criminales e individuos sin identificar.

 Ambas posiciones entran en tensión en 1842 con el Bando de Gobierno y Policía de la Isla de Cuba, autorizado por el Capitán General Jerónimo Valdés. Este nuevo cuerpo legal, especialmente orientado a las condiciones de una sociedad heterogénea y, más que nada, fracturada por muy diversas cuotas de poder, intentará regular “el tratamiento” que se da a los esclavos en las haciendas. Esto suponía ejercer un cierto control sobre un dominio hasta entonces cerrado, que algún jurista calificó de “jurisdicción familiar”, pero tratando de mantenerse próximo tanto a la posición de la Iglesia como a los dispositivos de salud y orden público.

 De ahí la enorme brecha en el manejo –es decir, en la administración- de las muertes por causas violentas y, en particular, por suicidios, como puede apreciarse en el siguiente párrafo:

Si la causa se formase por suicidio, procurarán acreditar en ella si se notó en los momentos o días anteriores a la muerte algún síntoma de enajenación mental en el individuo. Si resultare que sí, oficiarán en su caso al párroco con expresión de dicha circunstancia a fin de que se sirva acordar las disposiciones convenientes para que se dé sepultura eclesiástica al cadáver, y si no apareciere el menor dato que haga creer que el suicidado no estaba en su cabal juicio cuando cometió el exceso, dispondrán se le dé sepultura en el cementerio de los protestantes si le hubiere en la población o partido donde se forme la causa, y sino en cualquier otro lugar profano: pero haciendo constar siempre en ambos casos, donde y como se verificó.

 Son, pues, varias las cuestiones no resueltas más allá del frecuente recurso a la locura: el propio código civil admite que se nieguen las inhumaciones cuando “constara plena y convincentemente el carácter voluntario y deliberado” del acto; un buen número de médicos no se pronuncia cuando no existen testigos o se desconocen los móviles; no siempre jueces y médicos cumplen a tiempo y del modo indicado con las formulaciones establecidas; y la iglesia se reserva el derecho a decidir “en todo lo concerniente al gobierno espiritual de las islas", retomando sus consideraciones sobre suicidas y aquellos que mueren en duelo. 

 Manifiestamente planteado, el conflicto conducirá, entre 1855 y 1869, a un largo altercado entre el Gobierno Civil y las autoridades religiosas, sobre el que volveremos. 


 "Exclusiones post mortem. Esclavitud, suicidio y derecho de sepultura" (fragmento), 2015. 


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