Córtate, mono,
esas greñas,
tira presto esos anteojos,
con que tu rostro y tus ojos
parece ocultar te empeñas.
Si no hay falta
en tus orejas
si ves bien con tus ojuelos,
¿a qué son los espejuelos?
¿por qué esas mechas te dejas?
¿Es por preciar
de estudioso,
o romántico te llamen?
Acaso, mira, no exclamen:
¡qué pedante, y qué horroroso!
¿A qué ese andar
mesurado,
ese sentencioso hablar,
ese lánguido mirar
y ese rostro azafranado?
Por lo primero,
eres necio;
por lo segundo, pedante;
por lo tercero, chocante;
lo cuarto, causa desprecio.
Ten, mancebo, más
cordura,
anda y mira natural,
deja tu color real,
y habla con modestia pura.
Lo demás, es
necedad,
es ridícula manía,
no romántica, es porfía
de la incauta mocedad.
No habrá casa en
que visites,
no irás por calle o paseo,
toros, baile o coliseo,
donde la mofa no excites.
Tú, del crítico
serás,
mientras seas indiscreto,
de sus burlas el objeto,
y que sufrirlo tendrás.
¡Oh joven! sé más
juicioso
y en tu porte moderado,
y serás muy apreciado,
y no ridículo odioso.
El látigo del
Anfibio..., La Habana, Imprenta del
Comercio, 1839.
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