viernes, 21 de junio de 2013

Manatí





 Pedro Marqués de Armas

  
 Todavía a comienzos del siglo XIX no era infrecuente encontrarlo en la desembocadura de ríos, e incluso en tierra (“en los esteros de agua salobre”), a donde subía mansamente. El manatí, esa mole de la que dejaron constancia, a partir de Colón, numerosos cronistas de Indias, fue indistintamente llamado Foca Monje, Cerdo de Agua, Vaca Marina, Lobo de Mar, Tonina y Ballenato, siendo confundido a menudo con sirenas un tanto pasadas de peso. Se mezclaban así, en la mente de los observadores, especies diversas reales e imaginarias apenas entrevistas y que causaran tal desconcierto que aún no ha sido aclarado sino muy parcialmente. En lo que sí coincidían casi todos los cronistas (a veces de oídas), como después los historiadores coloniales, es en la caza indiscriminada a que se le sometió desde siempre; y hasta hay descripciones que equiparan su liquidación con la de aquellos indios “que no salían de los lagunatos”, si bien no tienen más parecido que la de ser mamíferos de escasa capacidad defensiva.
 Su pesca lo hacía estimable por el exquisito tasajo sacado de su carne (cuya degustación, siempre se ha dicho, recuerda al puerco, la vaca y el pescado), el aceite extraído de sus glándulas, y los bastones (o chuchos) salidos de su piel y empleados para romperle el pellejo a los esclavos, con tan graves consecuencias que hacia mediados del siglo XIX llegó a prohibirse su uso. Pero en realidad el final del manatí –del látigo en cuestión, sustituido por otro de cuero que laceraba menos pero sonaba más– no vino sino a coincidir con la de los propios manatíes, de cuya acelerada extinción daba cuenta Gundlach hacia 1860.
 Sobre la mansedumbre de este mamífero acuático hablaron todos los cronistas, contando, cada uno a su modo, la historia de aquel que viviera años en cautividad en un pequeño lago de Santo Domingo. Llegó a ser tan manso como un perro, respondiendo al nombre de Matos y tomando el alimento de las manos de su dueño, como de cualquier niño o cristiano con el que se familiarizara.
 Mamífero marino completamente herbívoro, el manatí se alimenta exclusivamente de hojitas finas, verdes y blancas. Además de eso, tiene que sacar la cabeza del agua cada tres minutos, pues solo respira por la nariz. Se desplaza con lentitud espantosa, casi como la de una balsa sin motor, impulsado por una suerte de muñones delanteros y una cola que parece más bien un grillete.  
 Se suma a ello que tiene uno de los períodos de gestación más largos del reino animal, de trece meses, y solamente se reproduce cada tres o cinco años, lo que unido a la natural perversión ecológica del planeta en que vivimos, dicho esto con énfasis, explica que queden unos 5000 ejemplares, según cálculos científicos tal vez no menos imaginarios que los empleados por Las Casas para contar el número de aborígenes sobrevivientes. Eso sí, su color gris con intersticios rosados lo hace más vistoso que cualquier balsa, y aunque a menudo supera los 500 kg. y posee casi todos los atributos necesarios para hundirse, no le ocurre, salvo accidente.   
 Hoy se sabe que existen 130 especies de mamíferos marinos, 22 de las cuales han sido confirmadas en aguas cubanas, no siendo ninguna propiamente endémica. Sin embargo hay dos que residen casi de modo permanente en la plataforma insular: la tonina o delfín (Tursiops truncatus) y el llamado manatí antillano (Trichechus manatus manatus). En cuanto a la foca monje (Monachus tropicalis), a la que se la podía ver todavía a finales del XIX por todo el Caribe, se considera extinta, quedando como únicos vestigios restos en asentamientos aborígenes. Pero el manatí antillano no está adosado a la Isla como podría suponerse, y suele desplazarse con relativa frecuencia, si bien con esa lentitud que da ganas de llorar, en las direcciones más diversas. Por ejemplo, suele dirigirse desde la llamada Fosa de los Manatíes, al norte de Las Villas, hacia las costas de la Florida, siguiendo en este sentido, pero sin hundirse, la ruta de numerosos balseros. 


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