sábado, 1 de junio de 2013

Chinos que se repiten





 Pedro Marqués de Armas


 En “Los Chinos”, de Alfonso Hernández Catá, se aprehende a la masa en vías de singularizarse. Se trata de una de las ficciones que mejor implica a la historia y, en este caso, a los vínculos de clase y raza, en un contexto específico pero sumamente expresivo como fue el latifundio azucarero. No se implica a la historia en el mero sentido realista, sino nuclear. Y ello descansa, sobre todo, en un excelente punto de vista: el de un narrador-protagonista que deja atrás su pasado (burgués) para incorporarse a una cuadrilla de braceros que trabaja por salarios misérrimos.
 Este corte implícito, nunca explicado, tiene la fuerza de un mochazo: desbroza un espacio narrativo (y de vida) marcado por la crueldad y las relaciones más exasperantes entre sujetos sociales heterogéneos: cubanos de todos los matices, gallegos, alemanes, haitianos, jamaicanos y chinos, etc., a lo que se suma la extrañeza del propio narrador, quien, arrastrado por circunstancias en principio ajenas, termina captando el carácter profundamente onírico de la violencia.
 Aprovechando el descontento general, un mulato agitador (capaz de interpolar en su arenga “interjecciones de lenguas distintas”) logra que los braceros se declaren en huelga. Y la llegada de una cuadrilla de chinos decididos a trabajar por jornales más bajos y en condiciones execrables, desata el horror. Al no resolverse el conflicto, el ambiente se torna siniestro, una “pereza furiosa” se apodera de todos y los chinos (“macacos amarillos”) resultan envenenados con auxilio de unas yerbas preparadas por los jamaicanos. Ninguno sobrevive. 
 Entretanto, el narrador protagonista enferma de fiebres y cae en un estado de semiconsciencia que le hace asistir a los acontecimientos desde una suerte de pliegue que, al separarlo de la historia, lo reafirma en la ficción; es decir en el sueño, en la extrañeza más absoluta.
 (Incluso el desliz de unos cuervos –no auras tiñosas, como pudiera ser, por el contexto- espantados a tiros cuando comienzan a recoger los cadáveres, se aviene a la historia, cada vez más poblada por lo masivo de las alucinaciones y el talante –digamos así- de presagio que adquiere la narración).     
 El arribo de un nuevo contingente de chinos para sustituir a los muertos (“absurdamente iguales, como si los hubieran llevado a la ciudad para recomponerlos”), supone una repetición que no es ya de orden secuencial, pues pertenece a una temporalidad alegórica. Series soñadas, piezas de un relato que se repite como mismo se repite una estructura social, se trata de un tiempo abierto a la Historia.


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