Pedro Marqués de Armas
En “Los Chinos”, de Alfonso Hernández Catá, se
aprehende a la masa en vías de singularizarse. Se trata de una de las ficciones
que mejor implica a la historia y, en este caso, a los vínculos de clase y raza,
en un contexto específico pero sumamente expresivo como fue el latifundio
azucarero. No se implica a la historia en el mero sentido realista, sino
nuclear. Y ello descansa, sobre todo, en un excelente punto de vista: el de un
narrador-protagonista que deja atrás su pasado (burgués) para incorporarse a
una cuadrilla de braceros que trabaja por salarios misérrimos.
Este corte implícito, nunca explicado, tiene
la fuerza de un mochazo: desbroza un espacio narrativo (y de vida) marcado por la crueldad y las relaciones más exasperantes entre
sujetos sociales heterogéneos: cubanos de todos los matices, gallegos,
alemanes, haitianos, jamaicanos y chinos, etc., a lo que se suma la extrañeza
del propio narrador, quien, arrastrado por circunstancias en principio ajenas, termina captando el carácter profundamente onírico de la
violencia.
Aprovechando el descontento general, un mulato
agitador (capaz de interpolar en su arenga “interjecciones de lenguas
distintas”) logra que los braceros se declaren en huelga. Y la llegada de una
cuadrilla de chinos decididos a trabajar por jornales más bajos y en
condiciones execrables, desata el horror. Al no resolverse el conflicto, el
ambiente se torna siniestro, una “pereza furiosa” se apodera de todos y los
chinos (“macacos amarillos”) resultan envenenados con auxilio de unas yerbas
preparadas por los jamaicanos. Ninguno sobrevive.
Entretanto, el narrador protagonista enferma de fiebres y cae en un estado de semiconsciencia que le hace asistir a los acontecimientos desde una suerte de pliegue que, al separarlo de la historia, lo reafirma en la ficción; es decir en el sueño, en la extrañeza más absoluta.
Entretanto, el narrador protagonista enferma de fiebres y cae en un estado de semiconsciencia que le hace asistir a los acontecimientos desde una suerte de pliegue que, al separarlo de la historia, lo reafirma en la ficción; es decir en el sueño, en la extrañeza más absoluta.
(Incluso el desliz de unos cuervos –no auras
tiñosas, como pudiera ser, por el contexto- espantados a tiros cuando comienzan
a recoger los cadáveres, se aviene a la historia, cada vez más poblada por lo
masivo de las alucinaciones y el talante –digamos así- de presagio que
adquiere la narración).
El arribo de un nuevo contingente de chinos
para sustituir a los muertos (“absurdamente iguales, como si los hubieran
llevado a la ciudad para recomponerlos”), supone una repetición que no es ya de
orden secuencial, pues pertenece a una temporalidad alegórica. Series soñadas,
piezas de un relato que se repite como mismo se repite una estructura social,
se trata de un tiempo abierto a la Historia.
El cuento apareció originalmente en octubre de 1923, en Social, elegante revista del publicista y dibujante Conrado W Massaguer, quien se ocupó de ilustrarlo. Quitándose su habitual smoking esta vez fue más allá de ciertos tipos sociales y concibió una cadeneta de chinos descamisados cuyas expresiones no tiene precio. Se ve que el veneno hace su efecto en ellos, con gestos y muecas que recuerdan cierta serie de Goya, la de los monomaniacos. Pero estos ni chillan ni van de cabeza. Estos chinos agonizan loma abajo soltándolo jícaras y pócimas, en tanto la noche -un manchón negro- se les adelanta.
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