domingo, 7 de agosto de 2011

Hernández Catá: Los ojos

PRLOGO


 Ahora que ya está todo concluido –decía la carta–; ahora que el fallo injusto del jurado ha puesto entre la sociedad y yo una barrera de treinta años, que mi escasa salud no me consentirá saltar, quiero darte a ti, que aun en los días envenenadas inmediatos al crimen tuviste palabras de piedad y me exhortaste a decir algo en mi defensa, la razón de aquel obstinado mutismo. Si me has visto seguir los debates con resignación, si oíste al defensor rogarme en vano que le diera un apoyo, siquiera débil, para añadirlo a mis buenos antecedentes y sustentar su alegato, no lo tomes por desvío o embrutecimiento. Precisamente cuando él insinuaba la posibilidad de algún disturbio cerebral, yo sentía encenderse mi cordura como una luz y, después de alumbrar todas las posibilidades, decirme cuán estériles serían mi disculpa, mis motivos, que sólo podrían ofrecer sin mancharse de mentira, casas fugitivas e incorpóreas a quienes para disponer contra mí tenían el argumento irrecusable de los hechos. ¿No asesiné? Sí. ¿No está manifiesta la alevosía del asesinato? Sí. Bajo el móvil oscuro del crimen, ¿no aparece claro que no recibí de ella ofensa ni siquiera excitación alguna? También. Por eso, cuando habló el fiscal de sadismo y de otras sandeces, viste en mis labios aquella sonrisa de impotencia interpretada por todos como una confesión. Y sin embargo...
 Hoy que después de un año de presidio, vencido por las privaciones, domado por las labores manuales, siento la indiferencia pública cerrarse como la puerta de otra cárcel espiritual sobre el recuerdo de «mi caso», me obsesiona la necesidad do explicar este «sin embargo». Y para no decirlo a ninguno de estos seres desventurados o perversos que conviven conmigo, pongo tu nombre al principio de este papel y escribo esta carta, que acaso no me decida a enviarte nunca.
 ¡Cuán absurda debe parecer esta historia a infinidad de hombres vulgares y felices a quienes el misterio no ha elegido para ahincar en ellos su garra! Para no añadir obstáculos a la casi imposibilidad de explicación, he de proceder con método y re–montar el curso de mi vida hasta la niñez. Tú, que te sentaste conmigo en los bancos del instituto, creerás conocerla tan bien como yo; mas siempre hay en las vidas rincones ocultos no revelados ni aun a los más próximos. Así te extrañará saber que el día de nuestro examen de Retórica te acuerdas, cuando me dio aquel desmayo que muchos compañeros juzgaron marrullería o gana de apiadar a los profesores, vi por primera vez los ojos que habían de perderme.
 Los vi claramente, no sé si dentro o fuera de mí, destacar del fondo de una cara de facciones indeterminadas las pupilas grises, los iris muy negros y la esclerótica de color pajizo. Aquello duró sólo un segundo: pero la mirada fue tan intensa, que durante muchos días quedó grabada en mi sensibilidad. Y las dos o tres veces que quise decir a mis padres o a algunos amigos, a ti misma, algo de la alucinación, una voluntad más fuerte que mi ansia paralizó mi boca.
 El examen fue el 4 de junio del 82 a mediodía: me acordaré siempre. Y mi emoción, al resolverse en congoja, hizo diferir el último ejercicio para dos días después. Obtuve notas brillantes, y mi pobre padre me compró en premio el reloj tan deseado desde hacía tiempo. Pero ni el regalo ni las felicitaciones lograron adormecer la inquietud de volver a ver aquellos ojos. Y esa inquietud fue poco a poco transformándose en terror.
 Toda puerta, toda ventana, todo sitio por donde pudiera entrar, me causaba zozobra. Y a veces, en medio de una conversación, mi interés se apartaba de las palabras para seguir en el aire algo invisible, algo deseoso de plasmarse y de tender hacia mí las curvas flechas de las pestañas, el círculo gris, el puntito negro chispeante y la pajiza almendra con su brillo de concha marina…
 Esta tortura duró muchos días, casi hasta el otoño. Mi vida era entonces de ejercicios al aire libre, de nutrición sana; y a pesar de eso languidecía. Los médicos, después de auscultarme y de hacerme preguntas difíciles, diagnosticaron un poco de anemia, sin sospechar que todo aquello era obra de los ojos malditos. Yo tomaba los reconstituyentes para no contrariar a mamá, y procuraba aturdirme con los juegos, interesarme por todas las cosas, esperando hallar en cada sueño la medicina única: el olvido.
 Y casi olvidé... ¿Qué no puede olvidarse a los catorce años? Pasaron diez, cursé en la Escuela de Arquitectura, y los estudios, las ilusiones y la pubertad fueron retoños tan fragantes que más de una vez pensé en la antigua alucinación y un mohín de mofa separó mis labios.
 A pesar de eso, un día me sorprendí al recordar tan bien aquellos ojos, y otro hube de realizar dolorosos esfuerzos para no pintarlos en un dibujo cuyo modelo me parecía mucho menos vivo que mi visión interna. Entonces comprendí que debajo de las floraciones primaverales guardaba el tronco la carcoma: que los ojos terribles no estaban muertos, sino ausentes, y que un día u otro se me volverían a aparecer.
 Esta sensación de terror se agudizó y duró varios días, durante los cuales, con alternativas, tuve la impresión de que los ojos estaban como indecisos entre mirarme o no… Luego comenzaron a alejarse.
 No es que desaparecieran de mi memoria, sino que al pensar en elles los veía muy lejanos, igual que durante los diez últimos años, como al través de unos gemelos poderosos usados al revés. Esta anormalidad no modificaba ni mi vida de reacción, ni mis estudios. Salí de la escuela con el número cinco, me independicé, conocí a mi mujer, nos casamos...
 Mi existencia era activa y fructífera, sano de cuerpo y de espíritu, triunfaba de las envidias profesionales, y a cada esfuerzo sucedía la recompensa. Hasta el no tener hijos, el carácter frívolo de mi mujer y la holgura económica, contribuían a procurarme la paz propicia a mis Labores. Tú has conocido mi casa, mis obras, y comprenderás cuán poco quejoso debía estar yo de eso que llaman suerte. Sin tener nada de ogro, al contrario, gustábame ponerme a cubierto, siquiera un rato cada día, de la turbamulta social; y ahora te confieso que no era por empaque de hombre de estudio, sino por la necesidad del recogimiento preciso para pensar en los ojos terribles...
 Porque desde el temor de la segunda aparición, ni un solo día pude pasar sin dedicarles un rato; rato tan desagradable, tan imperativo e imprescindible a mi espíritu como algunas funciones fisiológicas al cuerpo. No recuerdas haberme visto muchas veces, al sonar las cuatro, despedirme con celeridad, pretextando una ocupación que jamás especificaba ni retrasaba? Acaso también tú me atribuiste alguna aventura. Confiésalo.
 Era que mi espíritu, habituado al método riguroso de las matemáticas, llegó a regular la irregularidad que lo minaba... A las cuatro, estuviera donde estuviera, recogía los puentes levadizos que me unían a la realidad, me aislaba en mí mismo, y me ponía a pensar en los ojos con toda mi alma. Este doloroso tributo, oculto para todos, no entorpecía en lo más mínimo mi inteligencia, ni quebrantaba mi salud. Ya sabes que hasta la misma mañana del crimen hice mi gimnasia y trabajé con perfecta lucidez, y que he combatido victoriosamente las insinuaciones piadosas del defensor obstinado, igual que tantos, en atribuir a falta de razón los actos cuya razón desconoce. Una existencia perfecta de equilibrio, en cada día de la cual hubiera un instante de vesania y de horror, esa era la mía.
 Los meses pasaban sin aportarme ningún consuelo. A veces preocupábame la idea de sufrir una manía pueril o el comienzo de la locura; mas la regularidad de mis trabajos, mi bienestar físico, y la imposibilidad de hablar o insinuar siquiera algo de aquello, me convencieron de que los ojos eran reales y de que estaban ligados a mi vida por un hilo invisible, elástico, fortísimo, que sólo la muerte podría cortar con su seguir...
 Una tarde, de vuelta de reconocer un edificio ruinoso, volví a tener la impresión tremenda de que los ojos se acercaban. Habían pasado siete años desde la última sensación semejante, y. sin embargo. reconocí enseguida la misma clase de inquietud, de dolor. Los ojos se acercaron lentamente durante muchos días, basta que un domingo tuve la certeza de tenerlos ya próximos y de poder, de un momento a otro, encontrármelos, verlos objetivamente fuera de mí como los había visto tantas veces dentro de mí desde el día del examen de Retórica.
 ¡Y, al fin, los vi no sólo un instante y en el aislamiento excitado favorable a las quimeras, sino largo rato y en medio de la calle!
 Era de tarde, poco después de «su hora», cuando se me aparecieron. Y, como la primera vez, no percibí ni el cuerpo, ni las facciones de la cara a que pertenecían. Súbitamente sentí algo punzarme hasta el fondo de los huesos, y volví la cabeza seguro de ver los iris tenebrosos, las aceradas pupilas, los óvalos vítreos de blancura terrible... Lleno de valor, y para acabar de una vez, fui a su encuentro en lugar de huirles; y durante un rato anduvimos así por entre la gente, hasta que los vi meterse en una travesía solitaria y después en el tercer portal de la derecha. Yo estaba solo, y todo mi valor se volatilizó. Incapaz de volverme atrás, seguí andando, y al pasar frente al zaguán los vi fulgir en la sombra y hube de realizar un esfuerzo enorme para no entrar tras ellos...
 El mismo miedo multiplicó mis energías: eché a correr, me mezclé jadeante a la muchedumbre, regresé a casa, y tuve la heroicidad de hablar de cosas pueriles para ocultar mejor mi secreto. Encontré a mi mujer en la cocina, pues acababa de despedir a la criada, y dos veces tuve intención de confesarle todo, o, al menos, de decirle que me encontraba enfermo; mas tampoco pude, y devoré en silencio mi fiebre fría y lúcida. Y en el largo insomnio asaeteando las tinieblas con la mirada, el mismo temor me hizo desear en vano que se me volvieran a mostrar... ¡Ah, qué larga noche! ¿Cómo iba a figurarme yo que los tenía tan cerca?... ¡Tan cerca!
 A la mañana siguiente, fui a la oficina y estuve trabajando en unos proyectos, aunque sin lograr sacudir el malestar. Al mediodía llegué a casa, entré con mi llave, y ya en el comedor me senté a leer los periódicos, según costumbre, Mi mujer no tardó en Llegar, me dio el beso habitual y se sentó frente a mí. Yo leía algo de teatros y luego la fuga de un banquero. Leía tan prodigioso y fantásticamente interesado, que no sentí cuando sirvieron la sopa y mi mujer hubo de llamarme la atención: Vaya, vamos a comer... Aquí tienes a la criada nueva.
 Alcé la cabeza y debí ponerme muy pálido, porque la vi sobresaltarse y acudir en mi ayuda.
 –¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
 Denegaba con el ademán, y de mis labios no podía salir ni una frase... ¿Has comprendido lo que era? Los ojos terribles estaban allí, vivos, claros, más claros que nunca; pero en la penumbra de un rostro como otras veces, sino en la cara de la nueva criada.
 Y, sin concordar con las facciones, con los ademanes, con la sonrisa, humilde, me miraban con aquel mirar sólo visible para mí, y reducían, aniquilaban mi voluntad de estar sereno, lo mismo que la llama del soplete vence la resistencia del metal.
 Yo habría gritado, huido; me fue imposible: dócil al consejo de mi mujer, obstinada en atribuir a debilidad y exceso de trabajo el accidente, empecé a comer clavada la vista en el plato. Y ellos dos se pusieron a hablar, a hablar... Y yo no oí con el oído, sino con el corazón, aquellas palabras a la vez sencillas y pavorosas.
 –Usted debe ser muy joven, ¿verdad?
 –Sí, señorito. Nací el 4 de junio del 82.
 –¿A qué hora, a qué hora? –le pregunté sin contenerme ya.
 –¿Qué cosas tienes! ¿Cómo va a saber eso?
 –A mediodía, señorito... Lo sé porque mi madre me lo ha dicho muchas veces... Enseguida de nacer me sacaron de aquí, y estuve entre la vida y la muerte. Luego nos fuimos a la Argentina, y hace diez años volvimos y casi estuvimos decididos a vivir aquí, pero a mi padrastro le salió otra buena colocación allá, y nos fuimos otra vez.
 –Allí han estado siete años. ¿No es eso?
 –¿Cómo lo sabe usted?
 –Pero, ¿Tú conoces a esta chica? ¿Por qué estás así?
 Y una energía independiente de mi voluntad me hizo reponerme, tomar un aspecto tranquilo y decir con acento sincero:
 –Tengo idea de haber conocido a su padrastro... ¿Y hace mucho tiempo que llegaron ustedes?
 –Ayer. Como estamos solas mamá y yo, y los parientes no tienen habitaciones bastantes y no nos recibieron como pensábamos, pues yo le dije: «lo que ha de ser después, que se sea enseguida.» Y busqué casa.
 ¿Y mientras ella citaba hechos y fechas, yo los cotejaba con rapidez terrible, comprobando el porqué de aquellas alternativas de proximidad y alejamiento, de amenaza y de engañosas esperanzas de liberación, que habían marcado mi vida hasta entonces!
 ¿Cómo describirte ahora los hechos que se amontonan, que se atropellan? Sin duda, salvo los ojos, todo era bondadoso en la pobre muchacha. Mi mujer le tomó gran apego, y a cada uno de mis pretextos para despedirla supo argumentar, cual si recelase que yo no podía decirle el verdadero motivo. Desde entonces llevé en mi propia casa una vida de persecución, de tortura. Al abrirme la puerta, al entrar en una habitación, al trasponer un pasillo, las ojos se fijaban en mí y sus iris de ébano parecían decirme: «¿Creías que no vendríamos a buscarte? Ya estamos aquí, ya no nos iremos nunca más.» Al principio inventé ocupaciones, invitaciones, para escapar; pero, al mismo tiempo, la fuerza magnética de los ojos me atraía y concluí, para no separarme de ellos, por hacer en casa hasta, muchos trabajos que antes realizaba fuera. Te juro que en esa atracción para nada entraba su cuerpo apenas recuerdo que era menuda, desgarbada y que su rostro –como han notado los periódicos con su indelicadeza de siempre– nada debió tener de seductor. Acaso hubiera en su sonrisa algo de bondad, pera bondad ajena a todo incentivo sensual. «Yo bien quisiera libertarte y libertarme yo... ¡Tú no sabes cómo son estos ojos!», parecían repetir: sin palabras los finos labios que luego vi gruesos y cárdenos... Y si al decir el fiscal las petulantes insulseces que dijo acerca de las degeneraciones, yo hubiera podido explicar a los jurados la verdad o ponerles ante la vista los ojos funestos, y hacer hablar a los propios labios de la muerta, que de seguro me darían las gracias par haberlos librado de la terrible vecindad, ahora estaría libre... ¿Comprendes ya? ¿Debo aun contarte del resto? ¿Cómo describirte aquella vida, aquel huir constante en la estrechez de la casa, de los ajos que era imposible dejar de mirar? Lo que pasó habría sucedido mucho antes si en cien ocasiones mi mujer no me hubiera prestado, con sólo su presencia, ayuda inconsciente. Más, al cabo, un día nos encontramos solos en la casa y...
 Yo la sentía rebullir en la cocina, y estaba alerta sobre mis planos, pidiendo en una oración de todo mí ser que se quedara allá, y, al mismo tiempo, con la convicción de que esa plegaria no sería atendida. La espera debió durar mucho rato, no sé... Fue una de esas horas en que se siente el elemento de eternidad de cada minuto... ¿Por qué extremaban los funestos ojos su crueldad, martirizándome con aquella interminable espera? ¿Ellos mismos no habían dicho, sirviéndose de la boca bondadosa, que lo que había de suceder después era mejor precipitarlo? Al fin sentí pasos, me levanté de un golpe y en la oscuridad del pasillo mis manos avanzaron con furor homicida hacia los puntos enemigos que fosforecían en la sombra y avanzaban hacia mi armados también con las armas invencibles de su mirada. ¿Por qué había de ocurrir el encuentro en las tinieblas, donde yo no podía ver su cara, su cuerpo menudo, su cuello fino como un tallo todo cuanto podía templar mi encono; donde sólo los podía ver a ellos? Hubo en esto algo misterioso y fatal... Todavía hoy siento el terrible equívoco de la escena... Yo no sentía nada contra ella, te lo juro, sino solamente contra sus ojos; si mis dedos atenazaron su garganta fue por un ademán torpe, instintivo. Si en vez de abrir los párpados desmesuradamente y mostrarme las pupilas y el iris estático y el blanco mucho más grande y viscoso, los hubiera cerrado, te juro que me habría conformado con esa victoria y mis manos habrían aflojado generosamente... Pero estaba escrito que los ojos habían de ensañarse en ella y en mí. Ya el cuerpo se desmadejaba inerte, ya en la piel había rigidez y frialdad, y los ojos permanecían dilatados, retándome. Y no se cerraron hasta mucho después, cuando todo era inútil. ¡Ah, si en vez, de cegarme la cólera yo hubiera envarado los dos dedos índices, como dos lanzas, y los hubiera clavado en ellos sólo en ellos!... ¡Qué gratitud me hubiera guardado para siempre la cieguecita!
 Y eso es todo, amigo... No lo digas a nadie. ¿Para qué ya? Mi mujer ha muerto, dicen que de dolor. ¡La pobre! A su existencia vulgar alcanzó también el maleficio de los ojos diabólicos. Todo se me aparece ya remoto en este aislamiento, y la ruda labor, el aire confinado, la media muerte con que la sociedad castiga, las sobrellevo. Cada semana traza una rayita en mi celda, y ya hay muchas..., aunque bien veo que la pared imagen de mi vida es pequeña para contener las que faltan. Detrás de uno de los patios, un naranjo asoma un poco de ramaje que ya ha verdecido dos veces y cuyas nuevas flores estoy aguardando con impaciencia, como si floreciera sólo para mí... Alguna vez la nostalgia de mi vida rota me sube en marejada del corazón, y lloro, y me desespero, y me mustio; pero enseguida lo inevitable de mi culpa me consuela., y a manera de bálsamo viene la certidumbre de que ya los ojos no podrán aparecérseme nunca más, de que ya no están ausentes, sino muertos. Para apagarlos fueron precisas dos vidas y una libertad; tres vidas, en fin; pero se apagaron... Te escribo de noche, viendo al través de mi ventanuco un pedazo de cielo salpicado de plata... Aún me faltan veintiocho años, seis meses, dos días y –casi medio, porque deben ser cerca de las doce... ¡Ah, si al menos mañana empezara el naranjo a florecer!

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