lunes, 29 de agosto de 2011

El Duque de los Abruzos





  Manuel Márquez Sterling


 De seguro el lector, que me tiene por republicano y anarquista, se figura que he despreciado, durante su visita a la Habana, al príncipe Luis Amadeo de Saboya, personaje interesante de la familia Real de Italia. Pues se ha equivocado el lector, como frecuentemente se equivoca al meterse en la vida privada de los obreros de tinta y pluma. Soy devoto de las hinchazones aristocráticas, me vuelvo loco por un duque y, si contara con fuerzas suficientes, dando un golpe de esos que llaman de Estado, me proclamaría Emperador de Cuba. Yo sería, desde luego, un Emperador muy digno de alabanzas; cubriría muy artísticamente las greñas de mi melena, con la corona siboneya, y procuraría, para mi gobierno, una docena de hombres de pro de los que no prosperan en la República. Mi Palacio Real seria la redacción de El Fígaro; el presidente de mi Consejo de Ministros uno de los redactores de este magnifico semanario; y proporcionaría al Conde Kostia, único individuo de sangre Real que vive en Cuba, los recursos necesarios para una expedición al Polo Norte.

 No era posible que quien piensa de esta suerte, despreciara al Duque de los Abruzos; su llegada, lejos de eso, me produjo una emoción que a poco me llevan a Mazorra; consumí largas horas contemplando, desde los muelles, la corbeta Liguria; y se apoderaba de todo mi ser la necesidad imperiosa de ir a darle un abrazo al hijo ilustre de don Amadeo, tímido rey, que fue, de España y Cuba, su colonia. Al fin, una tarde, El Fígaro me facilito los medios de situarme en la corbeta; fui saludado con una salva de cañonazos, y el Príncipe, sonriendo, me echó los abruzos, digo, los brazos al cuello: «Le esperaba, querido amigo, y le felicito por su Imperio. Es una verdadera fragua de oro y brillantes. Sus duquesas y marquesas no pueden ser más guapas. Veo con sorpresa que la civilización ha llegado hasta estas regiones en donde la humanidad hace el papel de leña.»

 El Duque de los Abruzos —y va en serio— es un apuesto y gallardo mozo. Sus ojos son vivos, sus rizos rubios, sus mejillas pálidas. Habla y ríe simultáneamente. Es benévolo con los humildes, cariñoso con los plebeyos: más demócrata, y dicho sea sin alusiones, que muchos empingorotados republicanos que se jactan de dominar, por el amor, a las masas populares. Puedo decir que es un príncipe que merecía no serlo: un personaje de novela fantástica de los que se imponen al corazón de las damas. «Mi querido señor —exclamó adivinando mi pensamiento— domino la leyenda, mi leyenda domina al mundo, mi mundo es el amor y la ciencia.» Con el sano deseo, por mi parte, de que le hagan buen provecho la leyenda, el mundo, el amor y la ciencia, le pregunto por mi buen amigo Víctor Manuel, y por mis ilustres corresponsales los osos del Polo.

 —Están todos buenos.

 —¿Y no piensa usted volver al mar Ártico?

 Su Alteza sonrió nerviosamente.

 —Mi sueño es establecer en el mismo Polo una oficina del cable, para ponerme desde allí en comunicación directa con mi grande y buen amigo Menelick. Un hombre que ha ido una vez al Polo, no puede decir que no volverá. Es un vicio como otros muchos... Mi primer viaje me costó dos dedos de la mano, el del corazón y el anular... ¿No cree usted que ese es un recuerdo que me hará volver al Polo tal vez a dejar toda la mano derecha?

 —Quisiera tener el gusto de acompañarle en su próxima excursión...

 —Tendré mucho placer en invitarle, aunque me servirá usted de estorbo. Para ir al Polo, no hay mejor compañía que la de unos cuantos perros de Groenlandia. Amo primero a los perros y después a los hombres. Yo soy el primer jefe de mi barco: mi perro es el segundo, aunque a veces me figuro que mi perro sabe más que yo. Un hombre, para ser grande, necesita tener el instinto y el corazón de un perro. Cuando yo leo a Goethe, que es mi poeta favorito, suelo exclamar: «¡Qué buen perro era este ilustre alemán!» y, no lo tome usted a broma! de las novelas de Julio Verne, he formulado el siguiente juicio: «Qué hermosas serían, si las hubiese corregido un perro de la Siberia Oriental!» 



 «A usted no le gustaría el Polo —prosiguió— porque el hielo no tiene poesía; los osos, no son nada artísticos; el terror de los témpanos le enmudecería; las noches prolongadas del invierno concluirían por volverle loco. El barco en que hice mi excursión, tenía la figura estrambótica de un gran zapato holandés, y tan feo, que los poetas más notables de Roma no han podido dedicarle unas simples quintillas. Un viaje al Polo es una conmoción demasiado fuerte: el que puede resistirla es capaz de luchar con los más poderosos ejércitos. Un oso, al mando de una tropa de témpanos, habría convertido en aguachirle la gloria inmortal de Napoleón. Todos los hombres no pueden resistir los dolores, las tristezas de tan extraordinario viaje. Salir del mundo que habla y ríe, a la superficie muda, a la soledad eterna; ir del arte y del pensamiento, a la nada congelada, al muelle del planeta que acaso no tiene fin aunque la ciencia diga otra cosa... ¡No podría resistirlo usted, de seguro! Se envejece, sobre la nieve; el corazón palpita con lentitud; un escepticismo absoluto se adueña del pensamiento; llega uno a figurarse que Dios no es otra cosa que un témpano inmenso que vemos, desde el planeta, azul y transparente...»

                        ***

 Créame el lector que he ido al Polo; que he escrito mi nombre sobre la piel de un oso blanco; que me he visto Emperador de los hielos; que he temblado entre montanas de nieve...

 ¿Soñé? ¡No! El dulce y ameno Príncipe con quien charlé una tarde, sudando la gota gorda, ha sido una persona real y no una visión fantástica de mi pobre cerebro: me llevó sobre los rayos de su brillante imaginación al fin del planeta, y al restituirme a la vida normal, me dijo amablemente:

 —No sirve usted para calaveradas árticas. Es usted, por desgracia, una humanidad tropical, sin pizca de instinto canino.

 (Noviembre, 1903)



 Psicología profana, La Habana, 1905, Imprenta El Avisador Comercial, pp. 119-204.



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