Aurora Villar Buceta
Como mujer, hubiera defendido su amor igual
que la gente sucia que vivía al lado de su casa. Igual, exactamente que
Justina, la mujer del zapatero, que arrojó una chaveta a «Chea», al
sorprenderla riendo con su marido.
¡Aquel día! Llevaron a «Chea» al centro de
socorros más próximo. Justina fue conducida a declarar al precinto, donde pagó
la multa por escándalo. Aquella tarde el zapatero cogió una borrachera
tremenda. Y parecía que el solar estaba de fiesta. Las mujeres en pantuflas, se
miraban entre sí y sonreían malévolas al paso de las rivales. Los hombres
miraban con envidia al zapatero que caminaba silenciosamente, los ojos clavados
en el suelo un poco borracho aún.
Una tarde, «Chea» se fue del pasaje, no sin
antes escupir en la puerta del cuarto de Justina, que por poco «le desgracia la
cara», bastante fea... Y de nuevo el silencio, y los días del otoño melancólico
y dulce...
Como mujer hubiera defendido su amor a Máximo.
Su amor brutal, porque brutal era Juliana, que cuando iba por las calles reía
complacida con las groserías de los hombres de todas clases, colores y
posiciones en la Vida. El carretonero de torso vigoroso —el hombre del pueblo
lo mismo que el rico—, todos le prendían sus elogios sobre el cabello magnífico,
recogido con peinetas de colores, rebrillante de aceite y de lujuria.
¡Juliana! Nadie como ella para clavar el
alfiler de la burla sobre la mujer que pasaba. Nadie como ella para tratar de
apagar la chispa de admiración grosera que el paso de otra mujer encendía en
los ojos de Máximo. Nadie como Juliana para decir, rápida: —Esa es muy
ridícula: el azul y el rosado no pegan. Aquella joroba los tacones. «¡Qué fea
esa rubia con los ojos negros!» Y mirándole ardorosamente parecía decir al
marido: «Fíjate en mis ojos verdes y en mi pelo negro... Fíjate, y verás cómo
me miran los hombres; tus amigos y los que no conocemos. Fíjate» —decíale,
envolviendo en una larga mirada de pasión a Máximo.
Junto al mar empezaba la paz de ellos. Estaban
solos, y Máximo, lleno de romanticismo y de cursilería, señalaba al mar
diciéndole a ella: «Como tus ojos.»
Miraban felices los ojos verdes de Juliana,
cuando Máximo empezaba a caer en el abismo de unos ojos oscuros: los de Lola
Méndez, estrella de un cielo falso: la galantería. Lola, que había herido de
amor a tanto hombre ya, sin más cuchillo que su gracia llena de misterio, su
coquetería y su risa como de niña muy mujer. Que había puesto en fuga la
audacia de muchos hombres, que huían para olvidar sus ojos intensos, negrísimos.
Que enredaba la ilusión de todos en su risa y después les prendía la amargura,
el hastío de sí mismos. Lola, que se vengó de un amor desdichado, martirizando
a las novias y a las mujeres casadas. Que castigaba —¡látigo de delicias!— con
su risa. Y Máximo, cogido como un pez en la red de Lola...
Juliana, como mujer, hubiera defendido a
Máximo para ella. Le hubiera afeado el rostro a Lola, como hizo Justina a
«Chea». Como mujer —pensaba— ¡qué no defendería! Y daba a la palabra «mujer» un
sentido que en vano tratarían de descifrar las mujeres espirituales. Pero el
hijo le estaba doliendo en la carne, purificándole la entraña y el alma.
Sentíase —acaso por primera vez— un poco débil, tierna como una varilla de
nardos. Y cuando Máximo llegaba, mordiendo entre los dientes el nombre de Lola,
encontraba a Juliana anegada en llanto y excusándose: —«El hijo, Máximo. Tu
hijo...» Y Máximo comía en silencio mirando con ojos distraídos a su mujer
ajeno a aquella vida estremecida junto a la indiferencia de la suya.
Como mujer, defendería su amor en fuga. Se
encendían en un brillo malo sus ojos verdes. Sin la gracia del hijo fuera toda
mujer, una mujer...
Como una criatura, bajo el peso del hijo,
fuese a casa de Lola.
Con el impudor de una niña, pura esta vez, le
dijo a Lola de Máximo. Le habló, convulsa, del hijo. Toda su audacia fue
entonces temblor de maternidad.
Lola no mordió con su risa. Tornóse dulcísima,
de una dulzura trágica, conmovida. Comprendía, ¡Oh sí!... Años atrás ella había
sido también una muchacha buena y confiada, y en el escándalo de su risa se
escondía una fe fracasada...
Apenas si Juliana la oyó —tan quebrantada era
su voz—, sincera como cuando estaba atada a la cruz de su amor:
—Váyase. Máximo no volverá. Él nunca sabrá...
—y al recuerdo echóse a llorar. Hacía años ella había hecho el mismo ruego y le
habían contestado unos labios sonreídos cruelmente:
—Es tarde. Ya estoy haciendo la canastilla de
nuestro hijo...
La noche era un árbol con alegría de
estrellas. La tierra resplandecía con una luz nueva.
Esa noche nació el hijo de Máximo.
Aurora Villar Buceta (Matanzas
1907, Ciudad de La Habana 1981). Obtuvo el primer premio y un accésit en un concurso de
cuentos organizado por El País-Excelsior en 1928, y el segundo en otro certamen
auspiciado por el Liceo de La Habana en 1930. Sus cuentos, dispersos en publicaciones periódicas,
fueron agrupados por Susana Montero en el volumen La estrella
y otros cuentos, publicado por la Editorial Letras Cubanas en 1988.
No hay comentarios:
Publicar un comentario