lunes, 13 de enero de 2014

Layka Froyka




 Emilia Bernal


 Exposiciones anuales en el Casino Campestre

 La actividad de mi padre se ejercitaba en todas formas, y no había invento o aplicación de la industria que se le ocurriera, a la que no aplicara sus energías inmediatamente. Pensó que siendo el mangle colorado de nuestras costas tan astringente y tintóreo como el palo de Campeche, era desidia cubana no usarlo para la tintorería. Entonces vino al gabinete una caja de caparrosa y sacos de briznas de mangle enviadas por los costeños, y empezó a fabricar tinta y a teñir lienzos. Se aumentaron los recipientes de las mesas químicas y tomó el estudio un nuevo  aspecto, pues los paños tendidos a secar de ángulo a ángulo trastornaban por completo su habitual apariencia.
 Se celebraban anualmente en Camagüey, en los terrenos del Casino Campestre, unas exposiciones destinadas a favorecer y premiar la industria y el desenvolvimiento pecuario de la  provincia. Para entonces, preparaba sidra de marañón, y allá, a la caballeriza de mi casa, venían a dar los toneles donde el jugo fermentaba, y el laboratorio expandía su esfera. A la sidra de marañón se sumaba la mantequilla criolla, la salsa de tomates en conserva, el aguardiente de  caña, el vinagre de naranja… Pero lo más pintoresco era la sarta de plátanos hembra, a manera de interminables rosarios, por el día colgando para secarse al sol del patio, por la noche decorando su tendido, el célebre gabinete. Quería producir, y produjo, los sabrosísimos plátanos pasa, que le premiaron en una de las Exposiciones referidas, y que dieron lugar a una industria  nueva en nuestros campos, la cual no perduró por la proverbial apatía de los naturales.
 Cuando llegaba el tiempo de la Exposición, presentaba mi padre una serie de productos originales, sólo por el placer de trabajar en bien de su país, exponer su riqueza y mostrar con el ejemplo, que bien aplicadas las energías sociales producen la prosperidad en una tierra  privilegiada como la nuestra, a la que, fatalmente la desidia de sus hijos reduce a una posición secundaria en el orden industrial, que es una de las bases más firmes de la prosperidad de un  país. Así, obtuvo mi padre diversos premios, y el Muy Ilustre Ayuntamiento de Camagüey le  ofreció diploma de «Buen Amigo del País», pero él, lejos de toda vanidad, desdeñaba los triunfos personales y no se rendía a la seducción de los cartones dorados. Fui yo, siendo pequeña, quien recogió del basurero de casa, su diploma todo roto e ilegible. ¡Y lo conservo!

  Altares de cruz 

  Llegó el mes de mayo. El mes de mayo es una maravilla en el campo. Enloquecedor de  vida, de calidez, de color, de perfume y de armonía. Luz de los cielos; verde de los campos; policromía de las flores y de las frutas; lluvias torrenciales; noches de negrura insondable, alta y  serena, donde parpadean con más brillo que nunca: azules, rojas, violetas las luces del firmamento. ¡Y para festejar esta orgía de la naturaleza, los Altares de Cruz! Eran los Altares de  Cruz algo simbólico. Acaso, porque en el cielo la cruz que los campesinos llaman de mayor, en este mes se endereza, en su honor se celebran los altares..., en cuyo vértice una cruz se ostenta. ¿Cuál es su ornamento? ¡Flores y frutas! ¡¿Cuántos altares vi!? ¡Muchos! No me acuerdo del número, pero sí recuerdo cuál fue el primer altar que contemplaron mis ojos.
 Apenas fue de noche, un tambor, un guayo, un acordeón, y el repiqueteo de las varillitas de palo de marfil, armonizados, daban al aire sus sones. De rato en rato, se añadía a su sonido el tierno y sencillo canto criollo, ora de voz de mujer, ora de voz de hombre. Nuestro bohío daba, lateralmente, a una gran plaza de la cual salía el bullicioso guateque. Para oírlo mejor, me senté a una de las puertas de ese lado. Pasaba así el tiempo, mientras que yo, en la soledad, escuchaba  las endechas. No sé cómo fue. Lenta, pausadamente, paso a paso, me fui acercando al lugar de donde procedía el sonido, deteniéndome a cada movimiento de avance largo iempo, temerosa de lo que estaba haciendo, y temerosa de que se notara mi ausencia en la casa. Medio acobardada, pero alejándome de ella, sin embargo, cada vez más, seguía hacia delante. Y al cabo, fui a parar a la puerta misma del festín. ¡Lo que vi entonces! Frente a la puerta, blanco —blanquísimo— y con una cruz de remate blanca también, hecha de azucenas, el altar! Todo sembrado de luces.  Las velas de cera virgen en botellas vestidas de papeles de colores, cortados en forma de finos  flecos. En botellas, también enflecadas, los ramilletes de flores. Flores de todas clases, tamaños, perfumes y colores, amén de las otras, que dispersas y alternando con las frutas, se esparcían  por todos los peldaños. ¡Qué lujo de color y de fragancia! El rojo de las ciruelas; el amarillo de los marañones; el verde de las guayabas; el morado de los caimitos; el rojizo de las naranjas; el indefinido tinte de los mangos… 

 Fragmentos de Layka Froyka; el romance de cuando yo era niña (novela autobiográfica), 1925. 

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