André Breton
“...Pero yo me alzaré e invocaré la
infamia al testigo de cargo, ¡lo cubriré de vergüenza! ¿Es concebible un
testigo de cargo?... ¡Qué horror! ¡Sólo la humanidad puede dar tales ejemplos
de monstruosidad! ¿Hay barbarie más refinada, más civilizada, que testificar
para la acusación?
En París hay dos cuevas: una para los
ladrones, la otra para los asesinos; la cueva de los ladrones es la Bolsa, la de
los asesinos el Palacio de Justicia”. (Petrus Borel).
Diez periódicos -Les Nouvelles Littéraires, L'Œuvre, Paris-Midi, Le Soir, Le Canard enchaîné, Le Progrès médical, Vossische Zeitung, Le Rouge et le Noir, La Gazette de Bruxelles y Le Moniteur du Puy-de-Dome- se han hecho eco, que yo sepa, de la polémica suscitada por la “Société Mèdico-Psychologique” sobre un pasaje de mi libro Nadja: “Sé que si estuviera loco, y hubiera sido internado, aprovecharía una remisión que me dejara mi delirio para asesinar fríamente a cualquiera que cayera en mis manos, preferiblemente al médico. Como mínimo conseguiría que me encerrasen en una celda individual, como los furiosos. Tal vez hasta me dejarían en paz”.
La mayoría de estos periódicos, preocupados por
sacar lasca del incidente, se han limitado a comentar la ridícula réplica del señor Pierre Janet: “Las obras de los surrealistas son confesiones de obsesivos y
escépticos”, y a repetir los chistes que siempre vienen bien cada vez que el psiquiatra
pretende tener algo de qué quejarse del loco, el colonizador del colonizado, y el
policía de aquel que, por casualidad o no, ha detenido. Pero nadie ha sido
capaz de hacer justicia a la pasmosa reivindicación del Dr. de Clérambault que,
no contento con pedir de las “autoridades” protección frente a los
surrealistas, individuos que según él sólo piensan en “ahorrarse el
trabajo de pensar” (sic), no se inmuta en sostener que al psiquiatra debe protegérsele del riesgo de ser jubilado prematuramente... en caso de atreverse a matar
a un paciente fugado o en libertad pero que considere una amenaza para él. En
tales casos debería pagársele una sólida compensación económica. Está claro que
los psiquiatras, acostumbrados a tratar a los locos como a perros, se
sorprenden de que no se les permita abatirlos, incluso cuando no están de
servicio.
De sus declaraciones se desprende fácilmente que el señor de Clérambault no podía encontrar mejor lugar para ejercitar sus brillantes facultades que en las prisiones, y es fácil comprender por qué lleva el título de médico jefe de la enfermería especial adjunta a la prefectura de policía. Sería sorprendente que una conciencia de este calibre y una mente de esta calidad no hubieran encontrado la manera de ponerse por entero al servicio de la policía y la judicatura burguesas. Sin embargo, ¿se me permitiría decir que precisamente subyace ahí, según algunos, suficiente compromiso como para que no se pueda, sin insultar a la ciencia, considerar científicos a hombres que, como el escandaloso señor Amy del asunto Almazian, no son más que instrumentos al servicio de la represión social? Sí, yo diría que hay que haber perdido todo sentido de la dignidad (de la indignidad) humana para atreverse a desempeñar ante el Tribunal el papel de experto. ¿Quién no recuerda la edificante polémica entre expertos psiquiátricos durante el juicio de la suegra criminal, Mme Lefèvre, en Lille?
Durante la guerra comprobé cómo la justicia militar
trataba los informes forenses; quiero decir que los expertos psiquiátricos
toleraban que se utilizaran sus informes, ya que seguían dando su opinión a
pesar de que las peores condenas llegaban a veces a sancionar sus raras peticiones
de absolución, basadas en el reconocimiento de la "ausencia total” de
responsabilidad del acusado. ¿Podemos creer que la justicia civil es más clara
al respecto y que los expertos se encuentran en mejor posición moral, cuando: 1°,
que el artículo 64 del Código Penal sólo admite la inocencia del acusado en caso de "encontrarse en estado de demencia en el momento de
la acción, o bien obligado por una fuerza a la que no pudo resistir”
(texto filosóficamente incomprensible); 2° que la “objetividad” científica, que
se da como auxiliar de la ilusoria “imparcialidad” de la justicia en el ámbito
que nos ocupa, es en sí misma una utopía; 3°, que resulta bastante claro que -puesto
que la sociedad no busca de hecho castigar al culpable, sino al individuo socialmente peligroso- se trata ante todo de satisfacer a la opinión pública,
esa bestia fétida incapaz de aceptar que un delito no deba ser castigado, puesto que la persona que lo cometió sólo estaba enferma al momento de cometerlo,
de modo que el confinamiento médico, admitido como castigo, carece de valor...?
Digo que cualquier médico que, en tales condiciones, acepte dar una
opinión a los tribunales, cuando no concluir sistemáticamente que los acusados
son completamente irresponsables, es un imbécil o un sinvergüenza, que viene a
ser lo mismo.
Si tenemos en cuenta por otra parte la evolución reciente de la medicina
mental desde el punto de vista propiamente psicológico, vemos que su enfoque
principal es la denuncia cada vez más abusiva de lo que, siguiendo a Bleuler,
se ha llamado autismo (egocentrismo). Denuncia burguesamente
conveniente, ya que permite considerar como patológico todo lo que no sea pura
y simple adaptación a las condiciones de vida imperantes, ya que secretamente
pretende extinguir todos los casos de oposición, insubordinación y deserción
que hasta ahora podían o no parecer dignos de consideración (poesía, arte,
amor-pasión, acción revolucionaria, etc.). Los autistas son hoy los surrealistas (para los señores Janet y Claude, claro está). El autista de ayer
fue el joven licenciado en física sancionado en Val-de-Grâce porque, habiendo
sido reclutado en el enésimo regimiento de aviación, “pronto mostró su
desinterés por el ejército y contó a sus camaradas su horror ante la guerra,
que a sus ojos no era más que un asesinato organizado”. (Según el profesor
Fribourg-Blanc, que publicó los resultados de sus observaciones en los Annales
de Médecine Légale en febrero de 1930, este sujeto tenía “evidentes tendencias
esquizoides”). Y añade: “Búsqueda del aislamiento, interiorización, desinterés
por cualquier actividad práctica, individualismo mórbido, concepciones
idealistas de la fraternidad universal”. De acuerdo con el infame testimonio de
estos señores, poco confiables en el camino que les señala su sola conciencia,
es decir, confiscables a voluntad, autistas serán mañana todos aquellos
que se resistan a aplaudir las consignas tras las que se esconde esta sociedad
para hacernos partícipes sin excepción posible de sus fechorías.
Tenemos en esta ocasión el honor de ser los primeros en señalar este peligro y alzar la voz contra lo insoportable, contra el creciente abuso de poder por parte de gentes en las que estamos dispuestos a ver no tanto a médicos como carceleros, y sobre todo, proveedores de presidios y patíbulos. Por el hecho de ser médicos, les consideramos aún menos excusables que a otros por asumir indirectamente estas bajas tareas de ejecución. Por muy surrealistas o "procedimentalistas" que les parezcamos, no podemos más que recomendarles con insistencia que tengan la decencia de mantener la boca cerrada, aunque algunos de ellos caigan accidentalmente víctimas de los golpes de aquellos a quienes arbitrariamente pretenden reducir.
“La médecine mental devant le surréalisme”, Le surréalisme au service de la révolution, 2, octubre de 1930, pp. 30-32. Traducción: Eulogio Porta.
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