miércoles, 25 de septiembre de 2024

Procedimientos: Brisset, Roussel, Wolfson

 

  Michel Foucault 


 La fuga de las ideas


 Como Roussel, como Wolfson, Brisset practica sistemáticamente el poco-más-o-menos. Pero lo importante es enterarse de dónde y de qué manera juega este poco-más-o-menos.

 Roussel ha utilizado sucesivamente dos procedimientos. Uno consiste en tomar una frase, o un elemento de una frase cualquiera, repetirla después, idéntica excepto un ligero rasgón que establece entre las dos formulaciones una distancia en donde toda la historia debe precipitarse por completo. El otro consiste en tomar, según el azar en que se ofrece, un fragmento de texto y después, merced a una serie de repeticiones transformadoras, extraer de él una serie de motivos absolutamente diferentes, heterogéneos entre sí, y sin vínculo semántico ni sintáctico: el juego está entonces en trazar una historia que pase por todas las palabras obtenidas de ese modo como por otras tantas etapas obligadas.

 En Roussel, como en Brisset, hay anterioridad de un discurso hallado al azar o anónimamente repetido; en uno y en otro hay serie, en el intersticio de las cuasi identidades, apariciones de escenas maravillosas con las cuales las palabras se funden. Pero Roussel hace que surjan sus enanos, sus rieles de bofe de ternera, sus autómatas cadavéricos en un espacio extraña mente vacío, difícil no obstante de colmar, el cual, en el corazón de una frase arbitraria, está abierto por la herida de una distancia casi imperceptible. La falla de una diferencia fonológica (entre p y b, por ejemplo) no da lugar, para él, a una simple distinción de sentido, sino a un abismo casi infranqueable, siendo preciso todo un discurso para reducirlo; y cuando, desde un borde de la diferencia, uno se embarca hacia el otro, nadie está seguro, después de todo, de que la historia llegará efectivamente a esta ribera tan cercana, tan idéntica.

  El propio Brisset salta, durante un instante más breve que cualquier pensamiento, de una palabra a otra: salaud, sale eau, salle aux pix, salle aux pris(onniers), saloperie; y el menor de estos brincos minúsculos que apenas cambian el sonido hace que surja cada vez todo el abigarramiento de un nuevo escenario: una batalla, una ciénaga, prisioneros degollados, un mercado de antropófagos. En torno al sonido que permanece tan cercano como sea posible a su eje de identidad, las escenas giran como en la periferia de una gran rueda; y llamadas así cada una a su vez por gritos casi idénticos, que ellas mismas están encarga das de justificar y en cierto modo de llevar, forman, de una manera absolutamente equívoca, una historia de palabras (inducida en cada uno de sus episodios por el ligero, el inaudible deslizamiento de una palabra a otra) y la historia de esas palabras (la sucesión de escenas, de donde han nacido aquellos ruidos y se han ele vado, para después coagularse y formar palabras).

 Para Wolfson, el poco-más-o-menos es un medio de darle la vuelta a la propia lengua como se le da vuelta al dedo de un guante; de pasar al otro lado en el momento en que ella arriba a ti, cuando va a envolver te, invadirte, hacerse ingurgitar por la fuerza, llenarte el cuerpo de objetos malos y ruidosos, y resonar duran te mucho tiempo en tu cabeza. Es el medio de encontrarse de pronto en lo exterior, y de escuchar por fin fuera de la patria (fuera de la matria, se podría decir) un lenguaje neutralizado. El poco-más-o-menos asegura, según el furtivo punto de contacto sonoro, el emparejamiento semántico entre una lengua materna que a la vez es preciso no hablar y no escuchar (mientras que ella te asedia por todas partes) y lenguas extranjeras finalmente lisas, tranquilas y desarmadas.

 Gracias a estos puentes ligeros lanzados desde una lengua a otra y sabiamente calculados de antemano, la fuga puede ser instantánea, y el estudioso de lengua psicótica, apenas asaltado por el furioso idioma de su madre, se bate en retirada y no escucha finalmente sino palabras apaciguadas. La operación de Brisset es inversa: en torno a una palabra cualquiera de su lengua, tan gris como se pueda encontrar en el diccionario, convoca, con gran des gritos aliterativos, otras palabras de las cuales cada una remolca tras sí las viejas escenas inmemoriales del deseo, de la guerra, del salvajismo o de la devastación -o los pequeños chillidos de los demonios y de las ranas, que dan saltitos al borde de las ciénagas. Él se propone restituir las palabras a los ruidos que las han alumbrado, y volver a poner en escena los gestos, los asaltos, las violencias que forman algo así como su blasón ahora silencioso.

 Hacer el Thesaurus linguete gallicae con el alboroto primitivo; volver a transformar las palabras en teatro; recolocar los sonidos en aquellas gargantas croantes; mezclarlos de nuevo con todos esos jirones de carne arrancados y devorados; erigirlos como un sueño terrible, y conminar una vez más a los hombres a arrodillarse: “Todas las palabras estaban en la boca, han debido ser puestas ahí con una forma sensible, antes de tomar una forma espiritual. Sabemos que el antepasado no pensaba primero en ofrecer algo de comer, sino algo que adorar, un objeto santo, una piadosa reliquia que era su sexo atormentándolo.”

 No sé si los psiquiatras, en los vertiginosos remolinos de Brisset, reconocerían lo que llaman tradicional mente la “fuga de las ideas”. No pienso, en cualquier caso, que se pueda analizar a Brisset tal como analizan ese síntoma: el pensamiento, dicen, cautivado por el exclusivo material sonoro del lenguaje, olvidando el sentido y perdiendo la continuidad retórica del discurso, salta, por mediación de una sílaba repetida, de una palabra a otra, dejando que se hile todo ese traqueteo sonoro como una mecánica loca.

 Brisset -y sin duda más de uno a quien se le atribuye este síntoma- hacen lo contrario: la repetición fonética no marca, en ellos, la liberación total del lenguaje en relación con las cosas, con los pensamientos y con los cuerpos; ella no revela en el discurso un estado de ingravidez absoluta; por el contrario, hunde las sílabas en el cuerpo, les vuelve a dar funciones de gritos y de gestos; encuentra de nuevo el gran poder plástico que vocifera y gesticula; recoloca las palabras en la boca y alrededor del sexo; hace que nazca y que se borre en un tiempo más rápido que cualquier pensamiento un torbellino de escenas frenéticas, salvajes o jubilosas, de donde las palabras surgen y que las palabras reclaman. Son el «Evohé» múltiple de estas Bacanales. Más bien que de una fuga de las ideas a partir de una iteración verbal, se trata de una escenografía fonética indefinidamente acelerada.


 Los tres procedimientos


 Deleuze ha dicho admirablemente: “La psicosis y su lenguaje son inseparables del ‘procedimiento lingüístico’, de un procedimiento lingüístico. El problema del procedimiento, en la psicosis, ha reemplazado al problema de la significación y de la represión (refoulement)” (prefacio a Louis Wolfson: Le Schizo et les Langues, Gallimard, 1970, p. 23). Este se pone en funcionamiento cuando de las palabras a las cosas la relación ya no es de designación, cuando de una proposición a otra la relación ya no es de significación, cuando de una lengua a otra (de un estado de lengua a otro) la relación ya no es de traducción. El procedimiento es en primer lugar aquello que manipula las cosas cuando éstas se han solapado a las palabras, no para separarlas de ellas y restituir al lenguaje su puro poder de designación, sino para purificar las cosas, esterilizarlas, para poner aparte todas aquellas que están cargadas con un poder nocivo y conjurar “la mala materia enferma”, como dice Wolfson. El procedimiento es también aquello que, de una proposición a otra, por próximas que estén, más que descubrir una equivalencia significativa, construye todo un espesor del discurso, de aventuras, de escenas, de personajes y de mecánicas, que efectúan su propia traslación material: espacio rousseliano del entre-dos-frases. Finalmente, el procedimiento -y esto en el extremo opuesto de cualquier traducción- descompone un estado de lengua por medio de otro, y con esas ruinas, con esos fragmentos, con esos tizones aún rojos, edifica un decorado para volver a representar las escenas de violencia, de asesinato y de antropofagia. Henos ahí de regreso a la impura absorción. Pero se trata de una espiral -no de un círculo; porque no estamos ya en el mismo nivel; Wolfson temía que, por mediación de las palabras, el mal objeto materno entrara en su cuerpo; Brisset pone en marcha la devoración de los hombres bajo la zarpa de las palabras que se han convertido de nuevo en salvajes.

 De cierto, ninguna de las tres formas de procedimiento está del todo ausente en Wolfson, Roussel y en Brisset. Pero cada uno de ellos concede el privilegio a una de ellas según la dimensión del lenguaje que su sufrimiento, su precaución o su alegría han excluido en primera instancia. Wolfson sufre con la intrusión de todas las palabras inglesas que se entrecruzan con el hostil alimento materno: a este lenguaje desprovisto de la distancia que permite designar, el procedimiento le responde a la vez mediante el cierre (del cuerpo, los oídos, los orificios; en pocas palabras, la constitución de una interioridad cerrada) y el pasadizo al exterior (a las lenguas extranjeras en dirección a las cuales han sido acondicionados mil pequeños canales subterráneos); y de esta pequeña mónada bien cerrada, en quien acaban simbolizadas todas las lenguas extranjeras, Wolfson ya sólo puede decir él. Una vez que la boca ha sido muy severamente tapada, los ojos ávidos absorben en los libros todos los elementos que servirán según un proceder bien establecido para transformar, a partir de su entrada en los oídos, las palabras maternas en términos extranjeros. Se tiene la serie: boca, ojo, oído.

 Inclinado sobre todos los rasgones del lenguaje como sobre la lente de un portaplumas de recuerdo, Roussel reconoce entre dos expresiones casi idénticas tal ruptura de significación que, para reunirías, tendrá que hacerlas pasar por el filtro de las sonoridades elementales, tendrá que hacerlas rebotar muchas veces para componer, a partir de esos fragmentos fonéticos, escenas cuya sustancia más de una vez será extraída de su propia boca -miga (mié) de pan, bofe (mou) de ternera, o dientes. Serie: ojo, oído, boca.

 En cuanto a Brisset, el oído es quien en primer lugar dirige el juego, desde el momento en que el armazón del código se ha derrumbado, haciendo imposible cualquier traducción de la lengua; sur gen entonces los ruidos repetitivos como núcleos elementales; a su alrededor aparece y se borra todo un entorbellinamiento de escenas que, en menos de un instante, se ofrecen a la mirada; incansablemente, nuestros ancestros se entredevoran en él.

 Cuando la designación desaparece, es decir, cuan do las cosas se solapan a las palabras, es entonces la boca la que se cierra. Cuando la comunicación de las frases por el sentido se interrumpe, entonces el ojo se dilata ante el infinito de las diferencias. Finalmente, cuando el código es abolido, entonces el oído retumba con ruidos repetitivos. No quiero decir que el código entre por el oído, el sentido por el ojo, ni que la designación pase por la boca (que era tal vez la opinión de Zenón); sino que a la borra dura de una de las dimensiones del lenguaje le corresponde un órgano que se erige, un orificio que empieza a excitarse, un elemento que se erotiza. Desde este órgano en erección a los otros dos se arma una maquinaria -a la vez principio de dominación y procedimiento de transformación. Entonces, los lugares del lenguaje -boca, ojo, oído- se ponen ruidosamente a funcionar dentro de su materialidad primera, gracias a los tres vértices del aparato que gira dentro del cráneo.

 Boca cosida, yo descentrado, traducción universal, simbolización general de las lenguas (con exclusión de la inmediata, de la materna), éste es el vértice de Wolfson, es el punto de formación del saber. Ojo dilatado, espectáculo que se multiplica a partir de sí mismo, que se enrosca hasta el infinito y no se cierra sino al regreso de lo casi idéntico, éste es el vértice de Roussel, el del sueño y del teatro, de la contemplación inmóvil y de la muerte remedada. Oído susurrante, repeticiones inestables, violencias y apetitos desencadenados, éste es el vértice de Brisset, el de la embriaguez y de la danza, el de la gesticulación orgiástica: punto de irrupción de la poesía y del tiempo abolido, repetido.


 Siete sentencias sobre el séptimo ángel; traducción Isidro Herrera, Madrid, Arena Libros, 1999, pp. 35-45.


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