domingo, 8 de septiembre de 2024

El arte de los locos, la llave de los campos


  André Breton


 En ese verdadero manifiesto del Art Brut que constituye el anuncio fechado en octubre de 1948, nuestro amigo Jean Dubuffet insiste con toda razón en el interés y la simpatía especial que nos inspiran las obras “de personas consideradas enfermas mentales e internadas en establecimientos psiquiátricos”. No hace falta decir que estoy totalmente de acuerdo con sus afirmaciones: “Las razones por las que un hombre es considerado no apto para la vida social nos parecen de una índole que no tenemos que tomar en consideración. Me declaro no menos en perfecto acuerdo con Lo Duca, autor de un notable artículo titulado “El arte y los locos”, que me han enviado sin que desgraciadamente puedar dar la referencia y del que me limitaré a citar este fragmento: “En un mundo aplastado por la megalomanía y el orgullo, por la mitomanía y la mala fe, la noción de locura es bastante imprecisa. Se ha observado, además, que un número excesivamente reducido de megalómanos está bajo el cuidado de los psiquiatras. En efecto, en cuanto la locura se hace colectiva -o se manifiesta a través de la colectividad- se convierte en tabú... En nuestra opinión, la auténtica locura se manifiesta en expresiones admirables, pero nunca se ve constreñida o sofocada por una finalidad “razonable”. Esta libertad absoluta confiere al arte de estos pacientes una grandeza que sólo encontramos con certeza en los Primitivos... Estas notas quisieran convencer al público de gustar antes de haber comprendido una obra de arte. Un día intentarán hacerles dudar del valor de su “comprensión”: bastará con sugerir que ni siquiera estamos “seguros” del tiempo y del espacio... El público no sabe nada de belleza, que sigue confundiendo con lo bonito, lo encantador y lo agradable. Ignora el papel de la intensidad, el ritmo y la medida. El arte de los locos le hará caer en la duda, esa duda benéfica que abrirá el camino a una inteligencia superior y serena.” He citado este texto largamente sólo para mostrar que la idea de un renacimiento deslumbrante está en el aire. No descansaremos hasta que se haya hecho justicia al ciego e intolerable prejuicio bajo el cual han caído durante tanto tiempo las obras de arte producidas en los manicomios, y hasta que las hayamos liberado de la mala atmósfera que se ha creado a su alrededor.

 Hay que señalar que desde hace medio siglo existe en los medios psiquiátricos un creciente malestar sobre el lugar que debe dársele a tales obras, un medio en el que, sin embargo, estas obras se han considerado esencialmente en función de su valor “clínico”. En su libro Art chez les fous, publicado en 1905, Marcel Reja objetaba ya su carácter “enfermizo”, que las relega a “cosas fuera de lugar, sin conexión con la norma”, y se mostraba sensible a la belleza de algunas de ellas. Hans Prinzhorn (1), al revelar aquellas que le parecen más notables -en particular, las de August Neter, Hermann Beil, Joseph Sell y Wolfli- y al garantizarles una presentación por primera vez digna, exige su confrontación con otras obras contemporáneas, una confrontación que, en muchos aspectos, resulta en desventaja para éstos. Jacques Lacan (2), que entretanto los estudia magistralmente, marca la más viva y justificada estima en las producciones literarias de su paciente Aimée. Gaston Ferdière, hablando hace poco en el Congreso de Psiquiatría de Amsterdam, comienza situando su conferencia bajo dos epígrafes, el primero de Edgar Poe: "Los hombres me han llamado loco, pero la ciencia aún no ha decidido si la locura es o no la más alta inteligencia", el otro de Chesterton: "Cualquier secuencia de ideas puede conducir al éxtasis. Todos los caminos conducen al reino de las hadas.” Como vemos, la duda beneficiosa de la que hablaba Lo Duca, si aún no ha conquistado al público, está surgiendo cada vez más entre los especialistas de la locura.

 Sólo podremos combatir eficazmente el distanciamiento y la prevención arraigada del público volviendo a sus orígenes y mostrando claramente de qué son producto. Atribuyo la responsabilidad de esto conjuntamente al cristianismo y al racionalismo, la perpetuación hasta nosotros de un estado de cosas igualmente imputable a la carencia de crítica de arte, renuente a todo lo que no sean caminos trillados.

 Todo el mundo sabe que los pueblos primitivos honraban, y aún honran, la expresión de las anomalías psíquicas y que los pueblos altamente civilizados de la antigüedad no se diferenciaban en este punto, como tampoco lo hacen los árabes hoy. Como observa Réja, los antiguos, que ni siquiera sospechaban la existencia de enfermedades mentales, relacionaban el origen de los trastornos psicológicos con la intervención Divina, del mismo que con la intervención del genio. En la Edad Media, el delirio ya no es un regalo a favor, sino el castigo de Dios. Al menos sigue emanando de él (por medio del Diablo). Es esta última concepción, acentuada al máximo por los juicios y los exorcismos de los poseídos, cuya memoria permanece muy viva, la que se ha revelado más duramente alarmante y está lejos todavía de ser revisada.

 El racionalismo hizo el resto y vemos una vez estos dos modos de pensamiento en apariencia contradictorios unirse para consagrar una iniquidad flagrante. El “sentido común”, por demás muy inseguro, pero que se autoriza insolentemente en las menudas inseguridades que prodiga en el terreno de la vida práctica, tiende a apartar por la violencia e incluso a eliminar todo lo que se opone a pactar con él. Es tanto más despótico cuanto más vacilantes y deterioradas son las bases sobre las que reposa: a la menor infracción está listo a actual con el mayor rigor. Desconfía al máximo de lo excepcional en todos sus géneros, y con el auxilio de periodistas especialmente acreditados, vela por el buen mantenimiento del famoso corredor (A buen entendedor…) que comunica al genio con la locura y en que no deja pasar la menor oportunidad de asegurar que los artistas pueden llegar muy lejos sin ser empujados demasiado. 

 Le hubiera tocado a la crítica de arte, en presencia de obras plásticas de la calidad de las que dio a conocer Prinzhorn, hacer el balance, esto es confrontar esas obras con las que la ocupan en general, someterlas imparcialmente a los criterios que le son propios. Pero para eso hubiera sido necesario que conservara una profunda independencia, como que tales criterios fuesen menos desesperadamente indigentes. El sofocante humo de incienso con que juzga adecuado a su papel de rodear a algunos artistas consagrados, y la actitud previa de denigración muy extendida que la "establece" a sus ojos, apenas le deja espacio para el descubrimiento de valores nuevos y, con mayor razón, no lo destina a exploraciones de carácter aventurado. Más le conviene adular con toda tranquilidad a los triunfadores del momento, repetir sin fin las mismas tonterías, despreciar todo lo que se aparte de esa pequeña línea que se han trazado. El público puede dormir a pierna suelta: los cerrojos están echados no sólo sobre los individuos que no supieron mostrar siempre su credencial, sino también sobre lo que hacen a veces de modo admirable, que podría llamar su atención.

 Se adivina que con semejantes servicios no es la crítica de arte de hoy la que irá a buscar su bien -y el nuestro- en esos trofeos de la verdadera “caza espiritual” a través de los grandes “extravíos” del espíritu humano. No temeré aventurar la idea, sólo a primera vista paradójica, de que el arte de los que hoy son clasificados en la categoría de enfermos mentales constituye un depósito de salud moral. Escapa sin dudas a todo lo que tiende a falsear el testimonio que nos ocupa y que es el del orden de las influencias externas, de los cálculos, del éxito o de las decepciones en el plano social, etc. Los mecanismos de la creación artística están aquí librados de toda traba. Por un turbador efecto dialéctico, la reclusión, la renuncia tanto a todo provecho como a toda vanidad, a despecho de cuanto presentan individualmente de patético, son aquí los avales de esa total autenticidad ausente en cualquier otro sitio y de la que estamos cada día más sedientos.

 

* Prendre la clé des champs ("tomar la llave de los campos") es un dicho francés que equivale aproximadamente a "tomar las de Villadiego". (1) Bildnerei der Geisteskranken, 1922. (2) De la Psychose paranoiaque dans ses repports avec la personnalité, 1932. Tomado de La clé des champs, Paris, J.J. Pauvert, 1967. Traducción Eulogio Porta.


No hay comentarios: