sábado, 28 de septiembre de 2024

Prólogo a una linguística delirante

 


 Isidoro Reguera

 

Michel Foucault

Siete sentencias sobre el séptimo ángel

Con un ensayo de Ángel Gabilondo

Traducción de Isidro Herrera

Arena Libros, Madrid, 1999

88 páginas, 1200 pesetas

 

  Ya en 1962, ocho años antes de escribir la carta para la edición de La gramática lógica y La ciencia divina de Jean-Pierre Brisset -el contenido de este fulgurante librito-, en su reseña de la Nouvelle Revue Française, “El ciclo de las ranas", Foucault se había propuesto mostrar que Brisset no era un loco, como le creyó mucha gente, como le trataba Le Petit Parisien, por ejemplo, el 29 de julio de 1904 en un artículo titulado "En el manicomio”, refiriéndose a su enloquecedora filosofía. Mostrar que no era un enajenado a pesar de creerse el séptimo ángel del Apocalipsis, encargado de tocar la séptima trompeta y de escribir el libro de la vida que el séptimo ángel llevará un día en su mano. A pesar de creer que había desenmascarado el “misterio de Dios” en las vertiginosas ecuaciones de palabras a las que se entrega para entender el lenguaje, en su origen, desde los gritos de los anfibios en los que se origina también el hombre; desde un indefinido murmullo anterior a las sílabas y al acomodo elemental de los sonidos, desde la ciénaga primera, sus ruidos repetitivos, los grandes elementos simples del lenguaje y del mundo: el agua, el mar, la madre, el sexo... Desde materiales simples que Dios puso en boca del hombre antes incluso de crearlo como tal. (Antes de que hubiera lengua ya se hablaba).

 La “ciencia de Dios” hace que esos materiales reaparezcan ahora y que giren en torno a la palabra analizada.  Brisset, poseedor de ella, la ejercita en análisis como éste (buscando el origen de la expresión “a solas”, con la que el magnífico traductor de este libro suple, por intraducible, el análisis original de Brisset de la expresión en societé): “Sólo óyelos = los oye solo. Oye los holas, oye las olas. Sólo dice: “¡Hola!, ola”.  Dice solo.  En soledad, dice sol: "¡Hola!, sol". El océano primitivo trae con hola del sol la ola de la soledad. Al sol, la ola sola. La soledad asola. Con la soledad: a solas”.

 ¿Por qué prologa Foucault unos escritos delirantes, que consisten en análisis lingüísticos como éste? Porque Brisset pertenece señeramente a una familia de sombras, desterrada, que ha ido heredando lo que la lingüística en su proceso de constitución científica fue dejando en el olvido: el arraigo del significado en la naturaleza del significante, el solapamiento de las cosas en las palabras, el desvanecimiento de la designación, la reducción de lo sincrónico a un primer estado de la historia, el secreto jeroglífico de la letra, el origen patético y croante de los fonemas, el simbolismo hermético de los signos: el mito inmenso, en suma, de un habla originariamente verdadera. “Él, Brisset, está encaramado en un punto extremo del delirio lingüístico, allí donde lo arbitrario es recibido como la alegre e infranqueable ley del mundo”. Yo descentrado, espectáculo que se multiplica a partir de sí mismo, repetición inestable: Wolfson, Roussel, Brisset…

 Esa homofonía escénica de Brisset, su escenografía fonética, indefinidamente acelerada, interesa a un estructuralismo sin estructuras, a unas estructuras sin sujeto, a un pensamiento de la diferencia, y no de la identidad, como los de Foucault. A un sujeto cuya única realidad es su instalación en una episteme, una organización del mundo, un código cultural, en tanto ahí se reconoce como objeto o dominio de un saber posible; que no es más que algo que se desliza en el discurso epistémico y sus diferentes momentos históricos, en juegos de verdad -o de lenguaje- que están a la base de esta lógica de la diferencia.

 El lenguaje juega consigo mismo en Brisset, circula por sí mismo en todos los sentidos, se recorre y repite al azar en cada lengua, sin un conjunto definible de símbolos y reglas de construcción, con una simple masa primigenia de sordos enunciados (afirmaciones, preguntas, anhelos, mandatos) de donde surgen las palabras (antes de las palabras estaban las frases), por apisonamientos, dilataciones, contracciones, descomposiciones, metaplasmos, metátesis, modificaciones fonéticas que terminan por converger en una expresión. Cada lengua se descompone y recompone a partir de sí misma, es su propio filtro y su propio estado originario, todas las palabras en ella son unas para otras principios de destrucción, cada una puede servir para analizar a todas las demás.

 Todo ello interesa a la arqueología del saber de esta época en que Foucault escribe sobre Brisset: 1962-1970. Ese interés lo demuestran sus comentarios: “Ni génesis lenta, ni progresiva adquisición de una forma y de un contenido estables, sino aparición y desaparición, parpadeo de la palabra, eclipse y retorno periódico, surgimiento descontinuo, fragmentación y recomposición.... Una palabra es la paradoja, el milagro, el maravilloso azar de un mismo ruido que, por razones diferentes, apuntando a cosas diferentes, hacen que todo resuene a lo largo de una historia. Es la serie improbable del dado que, siete veces seguidas, cae sobre la misma cara. Poco importa quién habla y cuando habla y empleando qué vocabulario: inverosímilmente, resuena el mismo traqueteo... La palabra no aparece cuando cesa el ruido; viene a nacer con su forma bien recortada, con todos sus múltiples sentidos, cuando los discursos se han amontonado, acurrucado, aplastado unos contra otros, con el recorte escultórico del susurro. Brisset ha inventado la definición de la palabra mediante la homofonía escénica”.

 Un librito inmensamente bello, de inmensos ecos históricos desde el Cratilo, al menos, de Platón. (Algunos de ellos recoge el capítulo II de Las palabras y las cosas, “La prosa del mundo”, 1966). El texto final de Ángel Gabilondo, “El apocalipsis de los anfibios”, no desmerece del de la brillantez del de Foucault.

 

 ABC cultural, 31 marzo 2001, p. 28.


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