jueves, 5 de septiembre de 2024

El gran sueño del cartero Cheval

                                            

 

  Peter Weiss 

 

 (El cartero rural Ferdinand Cheval, nacido en 1836, murió en 1924 en Hauterives, en el departamento del Drome, en el sur de Francia. Empezó su edificio en 1879 y lo terminó en 1922. Pasó los últimos años de su vida construyéndose una tumba en el cementerio de Hauterives. La tumba muestra el mismo estilo de asociación onírica de su obra maestra.)

 

  La masa indeterminable, a primera vista informe, allá abajo, en el jardín situado en la pendiente. Una torreante termitera, que parece hecha de limo de secreciones. Piedras, conchas, raíces, musgos. Recubierto de arcilla gris, amasada, henchida, y por todas partes la sensación de la mano que juntó esas migajas, migajas que parecen humedecidas con saliva. Primero vemos el todo, esa conformación confusa, y poco a poco adivinamos el orden oculto que guió los movimientos de la mano. La mirada tantea el enredo de las formas, descubre rostros, figuras, miembros, animales, pero al principio sólo a modo de insinuaciones. La masa básica del sueño. El primer encuentro. Aquí surge algo. Un mundo de pensamientos. Un susurro, un soliloquio con voz de ensueño. Palabras. Palabras de sueño, grabadas en lo fluido. Palabras apenas inteligibles, despedazadas, deshilachadas. La realidad de una persona captada en su formación. Mi persona es mi imaginación. Sueño. Partiendo de impulsos, de pensamientos, levanto formas. Todo imbricado, enredado, sobrecargado con impresiones del mundo diurno. Imágenes robadas a cadáveres de viejos periódicos, sacadas de la arquitectura oriental, de templos indios y balineses, de esculturas precolombinas, de la jungla africana. Pero esas imágenes se desvanecen ya, sólo queda el instinto constructor en el interior de mi sueño, sólo queda el instinto de adornar, de fundir. Historia del arte, etnografía, son ya conceptos vacíos. Este es mi propio mundo, el mundo más interior. Una aldea en el mediodía francés. Un cartero rural. Fuera de esto, todo se olvida. Sólo permanece el sueño. Sólo a su sueño le guarda él fidelidad. Y de ahí su absoluta seguridad. Sólo la voz interior. Lo interior viviente. Circunvoluciones del cerebro. Los intestinos. El corazón. Los pulmones. El respiro. La circulación. El pulso. El organismo con sus movimientos. El sexo. La búsqueda de miembros blandos, para palparlos, para acariciarlos. Pechos, caderas, entrepiernas. Pegarse a ellos, entrar en ellos. Al mundo interior me entrego. Estoy ahora dentro, me rodea. No ha entrado por ninguna puerta, por ninguna abertura, en el interior del pensamiento, en el interior del impulso. Por todas partes las formas giran, se hunden, se elevan, se ensanchan, se convierten en ornamentos, en excrecencias, en frutos, tienen ojos, extienden miembros, se apartan, me atraen más adentro por pasillos, pozos, alcobas. Todavía recuerdos de cuevas estalactíticas, de grutas en jardines, de tumbas etruscas, de acuarios, y luego todo se transforma en algo único, incomparable. Estoy interior de un sueño. Comprendo el lenguaje de este sueño. Comprendo las formas, los símbolos, los jeroglíficos de este sueño. El menor detalle tiene sentido. En el más mínimo detalle se expresa el carácter único de aquella vida. Raíces y fibras, arraigamiento en el origen, en el nacimiento. La más temprana infancia, con gnomos, hadas, vacas mágicas, corderos, liebres, peces, pájaros. Migajas de piedra, migajas de forma, que siempre buscan algo, figuras, seres. O bien figuras, seres, que siempre se disuelven en las migajas. Todo arrojado de dentro afuera, arrojado de fuera adentro. Son inabarcables, las proporciones de este edificio. Siempre atisbos. Súbitos lugares de reunión de apariciones fantásticas, amontonamientos de material onírico, rebaños de ideas, una turbamulta de conexiones microcósmicas. Migajas formales en variaciones seriales. El tema de un rostro, de una parte del cuerpo, una y otra vez transformado, confrontado con otro, hundido en nichos, en cajas chinas, en jarrones, en galerías. Grupos de migajas dispuestos en saledizos que parecen altares. Santuarios. Todo es valioso, merece adoración. La adoración del flujo vital. En esa acumulación de piedras redondas y pulidas se hunde fascinado el ojo, busca configuraciones, encuentra la perpetua transformación. Barro fluido de un proceso creador, puntos de confluencia de instantes concentrados en los que percibimos la infinita riqueza de los motivos internos. Y luego, al desviar la mirada, el encuentro con grandes figuras. Aquí están a la espera, al acecho, con los rostros rígidos, pesados, intemporales. Hondamente envueltas en los giros de las vendas de pensamiento, reclinadas en lo oscuro informe, o bien surgiendo de allí, o enterradas bajo guijarros. Perfiles apagados y simplificados. Una mano levantada a la altura del hombro, para saludar o para dar órdenes, o para apoyarse o rechazar, fija en un instante de cuajarón de sentimientos en ese cuerpo soñador de ese cartero. Todo ocurre en su interior. Él está dentro de sí mismo, sueña y edifica lo soñado. La figura de su vida secreta. El hombre primitivo, el hombre de la edad de piedra con sus conjuros. Erige ese relieve, esas esculturas, para retener el instante de su vida, el instante entre el nacimiento y la muerte. Su material es arena, polvo, cascotes de piedra, cohesionado con savia vital. Su mano se regodea en el barro. Su voz murmuradora, que compone versos sombríos. Sur cette terre comme l’ombre nous passons. La mano graba la poesía en la materia poetizada expresamente, y supera aquí su vida breve como la de una sombra, la levanta del dominio de la generación y la caducidad, y la entrega a la naturaleza, la desparrama como una conformación monstruosa por el jardín del mundo, expuesta a la progresiva erosión de más vastos cursos temporales. Los diez mil días, las noventa y tres mil horas de este sueño se han concentrado en un único instante, un instante que manifiesta toda la obra de una vida. Con pertinacia nunca desviada, él excava sus visiones, la surca, las ara, las eleva en paredes, las fortifica con su material de plasma, las rasca, las monda, las muele, con incansable dedicación. El juego de líneas grabadas por sus uñas, su cuchillo, su espátula, cubre las figuras por él creadas. Impresiones de su mano en la arcilla seca. Hoyos hechos por la presión de su pulgar. La persistencia en dibujar y tejer las imágenes de ese sueño que él sueña mana de fuentes soterradas muy por debajo de su ser individual. Él es activo en la medida en que su sueño es activo. Crece con sus sueños. No calcula. Su razón ha sido expulsada, sólo sigue a la voz que se forma en sus honduras, y lo que la voz le apunta es su única verdad valedera. Todavía se oye el murmullo de la fuerza onírica entre estos muros de piedra, fríos y tumefactos y desconchados, y es un murmullo en todas las lenguas, egipcio, babilonio, indio, provenzal, y muchos que luego entraron aquí dejaron algo de sus voces, dieron algo suyo a este sueño, dieron lo más valioso que podían dar: sus nombres. Siguiendo un ciego impulso a fundirse en este sueño, enraizaron sus personas, mediante el signo de sus nombres, en la textura de las superficies, y por todas partes el material onírico ha quedado enriquecido con los nombres de los habitantes, tallados o escritos o pintados. Los cuadros murales, los cuerpos de diosas y demonios, las cabezas y barrigas de animales, están recubiertos de escrituras y de fechas, y este juego de líneas completa y confirma lo creado. Este laberinto de nombres que se recubren unos a otros, que se hacen unos a otros ilegibles, que se borran unos a otros, da a la materia su perfección. Esta obra es un trozo de la naturaleza, y crece sin meta, sólo porque vive y tiene que crecer. Se despliega como una flor, se complica, saca nuevos retoños. Su hermosura es inconsciente y no adula a nadie. La masa de esta obra está enteramente cerrada en sí misma. Callada y pesada, yace en la hondura del jardín. Crece como una formación natural, entre matorrales y árboles, con su modo de crecer terroso, arenoso, pétreo, emparentado con los guijarros y el ramaje que la rodean. La esencia natural, el parentesco de toda forma con la piedra no trabajada, se deja sentir por todas partes. Los seres corporales que surgen entre la riqueza de la estructura muestran su dependencia respecto al material no trabajado. No se ha hecho piedra más que lo que ya estaba en la piedra. O bien se ha dejado la piedra en su redondez embrionaria, de la que todo puede salir. Todo es tan sólo apoyo para la fluyente fantasía, todo solicita interpretaciones siempre nuevas. De las manchas surgen rostros. En las sombras cree uno reconocer figuras y signos que en seguida se pierden. Del mismo modo reunió él los materiales para su edificio, en sus caminatas de cartero rural, a lo largo de treinta y tres años, las piedras, los pedazos de lava, los fósiles, las astillas de peñasco, con sus bordes gastados, sus vetas, estratos, hoyos, agujeros, protuberancias, los recogió, los contempló, encontró en ellos sugestiones, los guardó en su bolsa de cuero entre las cartas, acarreó el peso, paseó siempre por el suelo la mirada, atento a su única búsqueda. Sus ojos, siempre inclinados al suelo, aguzados, al acecho, vigilantes. Su presencia en el interior de este edificio es tan intensa porque el edificio no es una obra de arte, sino únicamente la expresión de un alma. Laberintos del alma, cuevas del sentir y del pensar. No nos encontramos ante una obra de arte, para contemplarla y para juzgarla, sino que nos hundimos en el interior de la fantasía de un ser humano. Otros llevan este sueño que dura toda una vida a manicomios, y allí se hunden en el estupor de su reclusión, pero ese cartero logró materializar su sueño y con ello salvar su vida. Todos sus impulsos anales, obscenos, se encierran en este sueño. En este sueño se intuye el interior de los intestinos, él hunde las manos en heces, amasa los pesados cuajarones fecales, todo chorrea mierda que se retuerce, serpentea, y finalmente se endurece en gruesas columnas, taludes, espirales, colgaduras. Y de allí surgen los enormes hongos fálicos, torcidos, erguidos, lúbricos. Y en largas series los pechos de mujer, henchidos, atractivos, con pezones en tierno remolino. Y socavadas en la blanca papilla del suelo, las cortaduras de los regazos, con labios hinchados, los entrepiernas de todas las diosas terrestres, fecundas y fecundas, rodeados por cabezas de animales cornudos. Pero todo se encuentra en estado de transformación. Lo que ascendió desde un impulso de entrañas e intestinos y adquirió su forma de esas extrañas y esos intestinos, se desarrolla enseguida en fantásticas variaciones. Lo que manó como excremento, ahora está aquí como arquitectura de un reino mágico. Te encuentras en el interior del cuerpo, adentro por entre células y tejidos, ante tu mirada se abren encrucijadas, salas de pilastras, escalinatas, cámaras y rampas, tal como se podrían encontrar en un microscópico mundo de apariencias. Junto a los nichos rellenos con los tesoros de las piedrecitas reunidas y recubiertos por el velo de las telarañas, un elemento de perfección como el tejido escrito de los nombres, se encuentran en una cavidad las herramientas del soñador, un cubo de zinc cubierto de costras, una carretilla con los brazos pulidos por el toque de sus manos. Un polvo gris lo recubre todo, polvo de arcilla, de arena, de piedra. Le oigo respirar, murmurar, le oigo decir sus dichos. Intento descifrar los textos, esos textos incrustados de palabras que entraron en él desde fuera, desde su mundo exterior, palabras que revelan de pronto que este hombre era un vecino de una aldea francesa, y que afuera, en las capas externas de su vida, valían para él conceptos como el temor de Dios, el amor a la patria, el cumplimiento del deber. Lo contradictorio de esas inscripciones forma parte del sueño. Él, un hombre que cumple escrupulosamente su oficio, que es un importante lazo de unión entre las personas y que lleva las cartas de unas a otras, se agacha a cada momento en su camino, para guardarse en la bolsa de cuero pedazos de tierra. Él, casado, bien establecido en una aldea, súbdito de una nación, acumula en su casa aquellos pedazos de tierra, con gran desesperación de su mujer. Está poseído por su sueño, vive enteramente en su sueño, pero de cara al exterior quiere darle una utilidad al sueño, y escribe en la fachada que con este edificio quiere demostrar la paciencia y laboriosidad de un campesino, mirad, yo he trabajado durante decenios, un hombre solo, en este monumento. En este monumento para glorificación de la naturaleza. O para glorificación de una idea panteísta. A los ojos de sus vecinos es un chalado inofensivo, todo el mundo se ha acostumbrado a él, él práctica sus juegos de albañil allá en su gruta de jardín, cuando era niño ya se le veía pastar y amasar y moler, y ahora que es mayor se le ve todavía pastar y amasar y moler, nuevas generaciones ven al viejo que allá entre matorrales y perales pasta y amasa y muele. La tozudez con que vive para su obra, la absoluta necesidad de crear esa obra, él no sabe explicarla a los otros más que mediante argumentos de razón. Es tan modesto, está tan atado a las nociones de un mundo aldeano práctico y consagrado a la economía, que sólo cuenta la asiduidad como expresión de su genio. Le basta el hecho de que ha trabajado treinta y tres años en el edificio. Eso le consuela. No quiere afirmarse como artista. A los vecinos que se burlan de él, opone tan sólo su laboriosidad campesina, y lo hace en forma de inscripciones, para hablar se ha vuelto demasiado tímido, ya no conoce más que el murmullo de su soliloquio. Heureux l'homme libre brave et travailleur. Le rêve Paysan. Uno toma conciencia de la grandeza de este edificio cuando, avanzando por el pasillo donde está la carretilla cubierta de polvo gris, sale al exterior, y mira arriba y a los lados. Se encontraba uno en lo inabarcable, en las honduras del sueño, se extraviaba uno por entre columnas, santuarios, lugares de sacrificio, torres en espiral, cavernas, nidos, se ha movido uno por los abismos de una vida de animal, por una prehistoria de la humanidad, y ahora ve uno elevarse el caparazón de un poderoso y enorme organismo. Cuando uno se acercó por primera vez a ese organismo, cuando uno lo vio yacente en el jardín, no era todavía posible concebirlo. No se le podía comparar con nada, sólo se encontraban remotos parecidos con castillos de arena, con grutas burlescas, con extravagantes villas de placer, uno no tenía idea de su contenido, de su extensión real, casi parecía pequeño bajo los pinos que lo dominaban. Así como el arquitecto ostenta su laboriosidad en las inscripciones, también mide su obra con medidas externas, y nos hace observar que la fachada este tiene veintiséis metros, la fachada oeste veintiséis metros, la fachada norte catorce metros, la fachada azul diez metros, y que la altura varía entre ocho y diez metros. Pero tales medidas no dicen nada ante la exuberante riqueza de este pequeño monumento y ante la disolución de la diferencia entre interior y exterior; lo que él llama fachada es apenas identificable, todo gira y se retuerce en aperturas que llevan hacia lo hondo. Lo que uno encuentra adentro, está ya indicado afuera, en nichos y bóvedas y columnatas, trabajos preparatorios en forma de miniaturas de edificio, figuras de animales y de personas, las figuritas como impresiones de encuentros fugaces, de alguien que uno, a pasar por la calle, vio en el umbral de una puerta o asomado por una ventana, con rostro impreciso y borroso. Una vez más la contradicción, la peculiar ceguera en la constitución de este arquitecto. Un edificio de veintiséis metros de largo lo puede hacer cualquiera, en un tiempo menor de treinta y tres años. Él no sabe qué obra extraordinaria es esa que está creciendo entre sus manos, no sabe explicarse, y acaso sea verdad lo que piensan los vecinos, que ese proceso creador no es más que un síntoma de una enfermedad mental, y él quiere defenderse, lo cierto es que hay veintiséis metros, y para él esos veintiséis metros son una enormidad, porque cada metro encierra centenares de metros de las más finas curvaturas, pero sobre esto no puede decir nada, él no es un artista, sólo es un soñador, y un soñador, desde dentro de su sueño, no puede explicar el sueño. Templo de la Naturaleza, Gruta de las Hadas, así se llama a su obra, con lo cual vuelven a perderse las máximas con que pretendía agarrarse a la razón, a las normas externas, y sólo percibe la voz interior cuya consecuencia no puede explicarse con palabras lógicas, percibe el incesante latir de una idea que requiere ser formada, percibe la red de conexiones internas, teje toda su creación a partir de esas conexiones internas, sin impaciencia, con la sonámbula seguridad de un médium. Tiene cuarenta y tres  años cuando empieza el edificio, y sabe por qué tiene que empezar de pronto, en la madurez de su vida, en ese instante de sabiduría, ese instante de entrega, ese golpe, tan fuerte, tan simple, tan convincente, camina su camino de cada día y tropieza, tropieza en una piedra, una piedra se le ha interpuesto en el camino, se agacha, mira esa piedra, recoge esa piedra, le da vueltas, la piedra es de forma extraña, sorprendente, corpórea, como una máscara, una caricatura, un trozo de escultura cincelado por el agua y el viento y los movimientos de la tierra, un pedazo de ornamento, un regalo, y el hallazgo de esa piedra es el hallazgo de un viejo sueño, ahora está aquí, el sueño, claro y alcanzable, cuando hacía tiempo que estaba olvidado, como fue posible que él olvidara, el sueño que soñó en su juventud, aquel luciente sueño del Palacio de las Hadas, aquel sueño que lo persiguió durante años, aquel sueño cuya majestad formal le ha inoculado. Aquel sueño del edificio maravilloso e inalcanzable, y ahora de una vez para siempre sabe que es capaz de levantar aquel edificio según su único modelo, sabe que lo logrará, sabe que consagrará el resto de su vida a aquel edificio. Presa de un encanto, se lleva consigo aquella primera piedra del palacio de su sueño. No sé nada de la vida de ese hombre, pero sus breves anotaciones sobre el desagrado con que su mujer recibía los amontonamientos de piedras sugieren una distanciación, tal vez él se encontraba en la crisis de la mitad de la vida, tal vez se había vuelto algo raro, abstraído y solitario, en sus largas caminatas con la bolsa del correo. El sumergido sueño juvenil estaba en él, fermentante y amenazador. Cuando de pronto llamó de nuevo la vieja imagen ideal, cambió su vida entera, le dio de pronto un fuego, una ardencia interior, y el vulgar cartero Cheval se convirtió en un visionario, un vidente. Durante los decenios de su construcción siguió siendo el aldeano desconocido, un poco desdeñado, nadie pensaba que allí se estaba forjando un monumento de la voluntad de expresión, él no sabía nada de arquitectura, de leyes formales, de modernas corrientes artísticas, sólo seguía su intuición, y así como las células se multiplican, como las hojas se pegan a la rama, como los cristales se articulan, creció aquella obra, encerrando en sí el milagro de todas las proporciones naturales. La vie est un océan plein de tempêtes entre l'enfant qui vient de naitre et le vieillard qui va disparaitre. Pasó la segunda mitad de la vida realizando su oceánico sueño vital. Me lo imagino sentado, al atardecer, en el emparrado que puso ante su edificio, el emparrado con el banco de piedra, la mesa de piedra, entre las hojas, contemplando su obra. Su flaco rostro de campesino, los ojos vigilantes y entrecerrados, el bigote caído. Juntas las manos gastadas y huesudas. Así se levanta la obra, y allá, en el centro de la pared maestra, en aquella especie de gruta, las primeras piedras halladas, puestas como reliquias en una masa cascadeante, entre arcos redondos, entre corrientes de lava y formas frutales, vigiladas desde todas partes por pequeños guardianes que otean. Y luego surtidores, tejados, pináculos, pagodas, caleras, ramajes de piedra, follajes de piedra, cartilaginosos como corales, nudosos, brillantes y centellantes de piedrecillas incrustadas, conchas. Cabezas de carnero, cabezas de leopardo, serpientes, lianas, palmeras, cabezas de águila, alas, palomas, osos, elefantes, ángeles, santos. Todo eso crece, y se deja descifrar y luego interpretar de otro modo. Recubierta con un caparazón de piedras claras, una figura fantasmagórica de tamaño natural, mitad mujer, mitad hombre, sin rasgos faciales, hundiendo los brazos hacia atrás en la oscuridad de la gruta. La figura es como una sacerdotisa, la sacerdotisa de un culto sacrificial, y adivino lo poco que al principio comprendí del interior de aquel edificio, yo que entraba allí como visitante desde el exterior, cubierto con la armadura de civilización. Por un momento me entregué a aquel mundo de sueño, pero ahora es como si ya hubiera despertado, y apenas logró acordarme de los componentes de aquel sueño, sólo intuyo desde lejos su inagotable riqueza. Una riqueza que nunca se ostenta con colores fuertes, que se esconde tras tonalidades de tierra y de piedra, que exige al ojo que sepa distinguir los más finos matices. Al lado de aquella obra, con su torbellino de manchas extrañas, de volúmenes, puntos, surcos, contrastes de formas, irregularidades e insinuaciones, palidece todo lo que hoy pretende el arte espontáneo, la pintura de acción. Aparte del evidente emparejamiento con las obras de un Klee, de un Wols, de un Michaux, casi todo lo demás parece por comparación frívolo y un autoengaño. Ahora se arrojan montones de material a los que se atribuye una independencia que la mano sólo tiene que servir como un instrumento. Pero en realidad no sale nadie de un naturalismo, de un copiar, se imita lo que de modo más convincente expresa cada pared desconchada, agrietada, manchada, cada tabique de urinario pútrido y lleno de grafiti, cada valla con sus desgarrados y globulosos restos de carteles. De modo artificial y estetizante, no se presentan en los salones más que ecos del mundo de la descomposición, de la podredumbre, el mundo de los montones de basura y de los cementerios de automóviles. Se quiere alcanzar lo fortuito, lo desordenado, lo inconsciente, y luego se pone eso en un marco o se instala en un zócalo, y se lo abandona a la organización de un mecanismo comercial. Pero esta obra no tiene nada que ver con eso. Esta obra vive callada. No se expone. Se endurece en la tierra de que ha surgido. Hay que ir hasta ella, si se quiere verla. Se baja por una senda de jardín entre cepas, se encamina hacia matorrales y arboledas, uno se encuentra en el campo, al pie de una aldea a flanco de montaña, ladran perros, cantan gallos, y alrededor se mueve la vida de todos los días. Y ahora, cuando uno ha permanecido en el interior del edificio, y una vez salido de su fría oscuridad, al circundarlo desde fuera, se empieza a comprender hasta qué punto vive por sí mismo, en su cerrazón, en su bárbara exuberancia, en su muda negativa a admitir. En su propio jardín, en su propia tierra, el cartero erige su construcción formal, arraigada en este jardín, en esta tierra, y aquí se quedará hasta que las fuerzas de la naturaleza la corroan y la devuelvan a su originario estado de arena y piedra. En realidad, al cartero le es completamente indiferente el mundo externo. Se ha encerrado en su sueño, el sueño es su fortaleza, y afuera, detrás de la tapia del jardín, está la aldea, la vida cotidiana, pero aquí se edifica él a sí mismo, en una obra de filigrana cada vez más fina. No quiere ya que le comprendan, tal vez las piadosas máximas de la fachada no son más que una burla, sólo una repulsa. Tal vez sólo se ríe del visitante cuando alaba su propia laboriosidad, tal vez se llena de sarcasmo, refugiado tras las aspilleras de sus más altas torres de sueño. Porque al lado del Cheval meditativo, escondido, hundido bajo la tierra, hay otro Cheval, un Cheval que se parece a Don Quijote, un Cheval que sueña en castillos y caballeros, en jefes de ejércitos, en princesas prisioneras, en una vida de grandeza y majestad. Se burla del visitante cuando le dice: no soy más que un simple campesino. Quiere que le dejen en paz. El genio es el trabajo, graba en la pared. Pero sabe que su genio no es trabajo. Su genio es clarividencia. Su genio consiste en haber dejado que el mundo entero, con todas sus apariencias formales, ascendiera dentro de él, ante él, a su alrededor. Ante la puerta de la fachada principal ha puesto tres grandes guardianes. Tres gigantes terribles, muy erguidos, apenas despegados de la pared, que sostienen con los hombros y los cascos sillares de soporte, y entre ellos surgen cabezas de animales de presa con afilados dientes, tres gigantes con los largos cuerpos recubiertos con corazas de láminas pétreas, que levantan los brazos extrañamente cortos, lo cual todavía larga los cuerpos: los levantan y apuntan al muro, al grupo de torres como penes, y las pequeñas caras redondas miran hacia arriba, con la sombría inquietante expresión de los locos. Él les da nombres. El gran defensor de la Galia, el gran sabio de Grecia, el gran conquistador romano: en esta trinidad se encarna su sueño de poderío, el sueño de su propia superhumana grandeza. Confía su edificio a la protección de aquellos gigantes. Entre los gigantes, a la altura de sus rodillas, están dos figuras femeninas, en actitud estilizada y de ejecución simplificada. Tal como todo detalle en esta obra es ambiguo y lleva de asociación en asociación, así esas dos figuras casi idénticas, que él llama druidesas y a las que da los nombres de Veleda e Ineze, son un apoyo para la fantasía desbordada. Sus actitudes y formas corporales recuerdan la escultura egipcia, y las rodean inscripciones árabes. Y son figuras maternales, ideales amorosos, levantan los brazos como para saludar al maestro o a coger sus caricias. Estas mujeres ideales reaparecen por todas partes, aquí como Eva con la serpiente del paraíso, allí como la reina del mundo, aquí como señora de las grutas, allí como ángel de la torre, aquí como Venus, allí como esfinge alada, aquí como virgen santa, allí como servidora de un templo primitivo. Al recorrer el edificio se da siempre con motivos en los que su fantasía encontró alimento, motivos que ha incorporado a las paredes y que producen el efecto de temas paralelos, las columnas ante las tumbas de los faraones, las torres-arcos de Babilonia, las mezquitas del Islam, los templos hindúes, las pirámides de los Incas, los palacios de las mil y una noches, la fortaleza de Argel, los jarrones y urnas prehistóricos, los castillos medievales, los reptiles antediluvianos, los animales exóticos, las plantas tropicales, los dioses paganos y los grupos de profetas y evangelistas, y los peregrinos al Santo Sepulcro, y la gruta del Grial, y los laberintos y las catacumbas, todo está preservado y elaborado en el edificio de su alma. Y en todos estos días, mientras medito la obra del cartero Cheval, gana riqueza y sentido aquel encuentro. Me transformo y me ensancho con aquel encuentro, como es raro que transformen y ensanchen los encuentros con obras grandes y perfectas. El frenesí del mundo exterior se aquieta al pensar en el silencio oso monumento del cartero Cheval, en las honduras de un jardín del sur de Francia.


                                                                      Biot, del 28 de julio al 4 de agosto de 1960


  Traducción Gabriel Ferrater

      

  Informes, Editorial Lumen, Barcelona, 1969, pp. 37-50. Imágenes: Archivo Breton. 


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