José Joaquín Muñoz
Cuando la cuestión de la
locura paralítica se encuentra todavía, por así decirlo, a la orden del día,
todo lo que pueda tener cierta conexión con este orden de hechos debe, me
parece, ser recibido con interés por los hombres que hoy representan la ciencia
en materia de enajenación mental. Por eso me veo en la obligación de presentar
a la honorable Sociedad Médico-Psicológica de París una observación que me
parece más que curiosa.
El hecho de que venga a
presentarlo ante esta ilustre asociación me parece que confirma la opinión de
algunos alienistas modernos, relativa a la naturaleza de ciertas locuras
todavía reconocidas por la generalidad de los médicos como pertenecientes a una
sola clase.
No pretendo darle a este
hecho un significado absolutamente establecido; pero, al reportarlo aquí,
quisiera únicamente llamar la atención de los médicos especialistas sobre el
modo de terminación de ciertas manías, modo que ya ha sido
señalado por uno de nuestros maestros en París; me refiero al señor doctor
Baillarger, a quien, creo, pertenece el honor de haber indicado por primera vez
este curioso hecho. La aparición de fenómenos críticos durante el curso de la
locura es un hecho observado por autores desde toda la antigüedad; pero lo que
no fue señalado antes de Baillarger, es que estos fenómenos críticos son
especialmente comunes en el curso de ciertas manías que se acompañan de
síntomas congestivos.
La observación que voy a
presentar viene justamente en apoyo de esta afirmación, y por eso me ha
parecido interesante y digna de ser comunicada a la honorable Sociedad
Médico-Psicológica.
Se podrá ver en esta
observación una particularidad ligada a este hecho y que responde a la
naturaleza misma del fenómeno crítico.
Citaré de paso un segundo
ejemplo que confirma también la afirmación del Sr. Baillarger sobre este punto.
Observación.- El
señor M., terrateniente de la isla de Cuba, residente en La Habana, y de
cuarenta y un años, de temperamento linfático y nervioso, de constitución
débil, pero gozando de buena salud, llevaba una vida tranquila en el seno de su
familia a la que amaba mucho, cuando hacia julio de 1860 se volvió inusualmente
activo: salía y volvía varias veces al día, se dirigió a un joyero al que
conocía y le compró un magnífico juego de perlas que trajo a su esposa. Ese
mismo día le regaló otro vestido de seda de muy alto precio. Al día
siguiente, nuevas compras de joyas y efectos para sus hijos y su esposa. Se
queja de la excesiva economía que ella hace en la gestión doméstica; le expresa
su deseo de amueblar completamente su sala de estar y su dormitorio. Al
mismo tiempo, concibió el proyecto de crear una gran fábrica y toma medidas al
respecto. Vende las acciones que posee en varias empresas para reunir los
fondos necesarios para llevar a cabo su plan. La esposa del señor M., muy
molesta por la nueva conducta de su marido, y viéndolo más activo e inquieto
que nunca, comienza a tener algunas sospechas sobre su estado mental. Para
averiguarlo decidió consultar al médico de familia, que era uno de sus amigos.
Este último va a ver al Sr. M. y estima que podría tener un comienzo de locura.
Pero al no estar seguro de su diagnóstico, y considerando la cuestión difícil
de resolver, aconsejó consultar a médicos especialistas.
El señor M. continuó
haciendo grandes gastos y desplegando una intensa actividad en sus planes para llevar a cabo su proyecto, en el cual había interesado a su hermano
quien debía encargarse de la subdirección de la fábrica. La señora M. expresó a
su cuñado sus temores sobre la salud mental de su marido y le informó de su
decisión de consultar a los médicos. Pero el cuñado, que había tenido
desacuerdos con su cuñada, pensando que ésta tenía una excusa para oponerse al
proyecto de la fábrica, consideró inútil la consulta y se esforzó en demostrar
que el señor M. estaba en un perfecto estado de inteligencia. Para evitar
cualquier sorpresa a su hermano en el sentido indicado por su cuñada, le instó
a realizar un viaje a los Estados Unidos, viaje que el señor M. aceptó con
agrado, porque estaba de acuerdo con sus planes y se avenía con su estado
mental.
El señor M. partió entonces
hacia Nueva Orleans acompañado de su hermano el 18 de julio de 1860, y regresó
quince días después. A su regreso, su esposa se sorprendió nuevamente al verlo
tan tranquilo y sereno como solía ser. Lo que más le sorprendió fue que su
marido no pareciera recordar nada de lo ocurrido antes de su viaje a Nueva
Orleans, ni las compras que había hecho, ni su proyecto de fábrica, etc. Como
el hermano no había vuelto a casa durante una semana, en los primeros siete
días que siguieron a la llegada del Sr. M., pensó que su marido había
acordado con él fingir una conducta completamente opuesta a la que había tenido
tres semanas antes. Ella empezó a creer que evidentemente su marido nunca había
estado enfermo. Sin embargo, no se atrevió a hablarle de los
acontecimientos pasados, por miedo a despertar en él las mismas ideas.
Pero mientras tanto, el
hermano del Sr. M visitó por fin la casa y ese mismo día (10 de agosto) sufrió un
ataque de gran excitación que lo perturbó tanto a él como a la esposa. El
señor M. intenta golpear a su mujer, se agita, habla sin parar de los millones
que le robaron, elogia sus cualidades, piensa que es muy inteligente en asuntos
financieros, pide que le devuelvan su dinero. Finalmente pasa todo el día
en una extrema excitación.
Ante este grave suceso, el
médico llamado a prestar los primeros auxilios al señor M. declaró que sufría
de manía aguda y aconsejó internarlo en un asilo de salud.
Fue entonces cuando vi a
este paciente en La Habana, en momentos en que yo llegaba de Francia, trayendo
conmigo a un pobre demente paralítico que llevaba más de cinco años encerrado
en un asilo de ancianos de París. Esta circunstancia me brindó la oportunidad
de ser llamado a consulta por la familia del señor M., para dar mi opinión
sobre el estado mental de este último.
El paciente había sido
trasladado a una casa de campo que pertenecía a la familia del Sr. M., que se
había opuesto a colocarlo en un establecimiento especial.
Este es el estado en que
encontré al señor M. el 17 de agosto, seis días después de haber ocupado su
casa de campo: estaba pálido, delgado, con los labios descoloridos, la lengua
blanca, las encías rojas, hinchadas y sangrando al presionarlas, sin apetito,
con pulso pequeño pero tranquilo. Presentaba un aspecto de notable alegría, y
se movía constantemente sin dejar de hablar, relatando que lo habían puesto en
esa casa "porque la Reina de España, habiéndole dado el gobierno de la
isla un millón de piastras de sueldo, tuvo que tomar posesión de este
palacio". Que posee más de ciento cincuenta "casas en la
ciudad; que es el calculador más fuerte de América, etc."
El señor M. tenía una
dificultad muy marcada para articular las palabras, que iba acompañada de un
ligero temblor del labio superior; la pupila era sensiblemente más dilatada que
la derecha.
Este enfermo había tenido un ligero ataque de congestión cerebral al día siguiente de su entrada en la casa de campo. Según la información dada por el médico que lo visitó, había perdido el conocimiento, una ligera convulsión en el lado derecho del cuerpo y fiebre, fenómenos que duraron algunas horas, tras las cuales persistió un adormecimiento muy evidente en el brazo y en la pierna. Queriendo examinar yo mismo el estado de sus fuerzas, pedí al paciente que sacudiese mi mano alternativamente entre las suyas y pude, en efecto, observar una diferencia notable entre los dos brazos; la derecha era obviamente más débil que la izquierda.
De acuerdo con los datos que
pude obtener de la esposa del señor M., no había alineados, epilépticos, ni
histéricos en su familia, por lo que, en este punto, no se podía suponer una
predisposición hereditaria. La única circunstancia digna de ser notada en el
paciente en cuestión era una inclinación muy grande a los placeres venéreos. El
señor M. era, según la expresión de su hermano, muy inclinado hacia el
sexo femenino, pero no bebía ni cometía otros excesos.
En presencia de todos estos
fenómenos, creí que el Sr. M. sufría de una manía ambiciosa con signos
evidentes de una incipiente parálisis general. Como resultado, mi pronóstico
fue desfavorable.
El tratamiento que se había
empleado desde el inicio de la enfermedad era esencialmente antiinflamatorio;
sanguijuelas en el ano, baños tibios prolongados, purgantes repetidos,
etc. Este tratamiento, que estaba perfectamente indicado en el período
agudo de la enfermedad (excepto las sanguijuelas que con mucho gusto habría
quitado) me pareció, dado el estado actual del paciente, demasiado peligroso
para continuar por más tiempo, y aconsejé el uso de jarabe antiescorbútico y
algunos tónicos amargos, permitiendo de vez en cuando el uso de purgantes
suaves.
Insté a mi colega a aplicar
un sedal en la parte posterior del cuello del enfermo tan pronto como los
fenómenos agudos hubieran desaparecido por completo. En cuanto al
tratamiento moral, opiné que debía ser aislado de su familia y
recomendé la mayor gentileza y cuidados higiénicos estrictos. Mi consejo fue
aceptado por el médico tratante y al día siguiente se puso en marcha el nuevo
tratamiento.
A petición de la familia,
volví a ver al señor M. el día 23 del mismo mes. El paciente estaba bastante
tranquilo ese día, pero las ideas de grandeza eran mucho más pronunciadas; la
torpeza en el habla, el temblor de los labios y la desigualdad de las pupilas
eran tan notables como seis días antes. Ese día, habiendo preguntado al enfermo
si tenía alguna fortuna, me respondió que poseía diez millones de piastras, que
más de la mitad de la ciudad de La Habana le pertenecía por derecho y que,
además, siendo él mismo gobernador de la isla, podía hacer cualquier cosa, etc.
El 28 de agosto me pidieron
nuevamente que visitara al Sr. M. Su condición había mejorado ligeramente,
aunque los fenómenos de parálisis persistían e incluso las ideas de ambición.
Esta vez le recordé a mi colega que aplicar un sedal en la nuca podría ser
beneficioso (después me enteré que desde el día siguiente de mi última visita
ya se le había aplicado).
Como debía salir de La
Habana al día siguiente para reunirme con mi familia en París, le pedí a mi
colega que continuara asistiendo al paciente y que me informara sobre el
desenlace de la enfermedad.
A finales de noviembre de
1860, recibí la siguiente carta del Dr. D.:
“La Habana, 7 de noviembre
de 1860.
Estimado colega:
El señor M.
permaneció en el mismo estado en que usted lo dejó en su última visita hace
casi un mes; pero, a partir del 24 de septiembre, los fenómenos de
parálisis disminuyeron hasta cesar casi por completo. El enfermo estaba
perfectamente tranquilo, razonable y pidió salir. Sin embargo, aún tenía
una ligera vacilación en su pronunciación, hasta que el 16 de octubre un nuevo
ataque de congestión cerebral vino a quitarle toda esperanza. M. estuvo
dos horas o algo más con convulsiones en el lado derecho del cuerpo, fiebre y
coloración muy intensa de la cara, seguido de una ligera hemiplejia
derecha. Al día siguiente de este ataque, agitación maníaca,
parloteo incesante, delirio ambicioso, torpeza del habla con temblor de los
labios y pupilas desiguales, la derecha más dilatada que la izquierda.
Se emplearon los mismos
medios que al principio de la enfermedad, baños prolongados, purgantes, etc., y
cuando pasó la tormenta, volví al jarabe antiescorbútico, a los amargos,
etc. El sedal que le habían aplicado al día siguiente de su última visita
todavía supuraba en el momento del nuevo ataque de congestión, pero noté que
desde la víspera de este día la supuración había disminuido notablemente. El señor M. estuvo agitado durante cuatro días; persistió en sus ideas de
grandeza, de millones y en su torpeza de expresión, etc. Sin embargo, desde
hace seis días, es decir desde el 1ro de este mes, se ha observado una mejora
notable; el enfermo está tranquilo, sereno, y su ambición se ha moderado mucho.
Sin embargo, la torpeza del habla es todavía muy fácil de reconocer. Temo
que una recaída congestiva venga a afligirnos nuevamente. Sin embargo, una
postura me da cierta esperanza esta vez: como el paciente ha mejorado mucho, he
notado que su piel está cubierta de una erupción de púrpura hemorrágica en todo
el cuerpo, y particularmente en la cara. Esto, creo, es un buen augurio y
este hecho me parece muy curioso. Dime lo que piensas. Por lo demás,
repito, el señor M. está bien. Se ha engordado y ha cogido bonitos
colores. Creo que será útil continuar el tratamiento tónico unos días más, etc.
Te daré más noticias en un mes”.
He aquí una segunda carta
que el mismo médico me escribió fechada el 10 de enero de 1861:
“Estimado colega:
El Sr. M. sigue
mejorando. Desde mi última carta del 7 de noviembre, el paciente se ha
comportado bien y desde el pasado 12 de diciembre podemos decir que toda
parálisis ha desaparecido por completo. El señor M. vive desde hace varios
días en su antigua casa con su familia, y tanto su esposa como sus hijos están
muy satisfechos con su conducta.
Quiero decirle que la
erupción de púrpura, que se había presentado cuando el enfermo entra
en convalecencia, ha persistido. Hoy las marcas son todavía perfectamente
visibles. Me he sentido en el deber de aconsejar al señor M. que continúe tomando
los tónicos amargos y el jarabe antiescorbútico y sostenga el sedal
durante algún tiempo.
Nuestro colega, el doctor
J., a quien usted conoce, ha animado mucho al Sr. M. a realizar un viaje
a Europa; así que pronto tendrás la satisfacción de ver a tu interesante
paciente.
Mi colega no se equivocaba,
porque allá por el mes de mayo pasado recibí en mi casa de París la visita del
señor M., acompañado de su mujer, sus hijos y su hermano: todos venían a pasar
el verano en Europa. El señor M. tenía en ese momento todas las
apariencias de estar en perfecta salud física y mental. Hablé con él largo
y tendido, le devolví la visita y lo visité varias veces más en su
hotel. Su señora me aseguró que desde diciembre no había tenido la menor
apariencia de locura. Por lo tanto, desde ese momento estuve convencido de
la recuperación del Sr. M. Observé en su cara y cuello pequeñas manchas de
color púrpura, que tenían un matiz bastante brillante. Estas manchas eran
redondas y amplias como la cabeza de un alfiler grande. Respecto a esta erupción,
el paciente manifestó el deseo de librarse de ella. Pero le convencí de que era
muy beneficioso para él y que, por el contrario, se debía hacer todo lo posible
para preservar la erupción.”
El señor M. y su familia
salieron de París a principios de junio, y después de viajar a Inglaterra,
Alemania, Suiza e Italia, regresaron a París en los primeros días de
septiembre. Yo pude recibirlo el 21 del mismo mes, en vísperas de su partida
definitiva a América. En ese momento se encontraba en excelentes
condiciones de cuerpo y mente. Posteriormente supe que llegó a La Habana
en buen estado de salud.
Este es un notable ejemplo
de manía ambiciosa acompañada de síntomas muy evidentes de parálisis, habiendo
seguido una evolución más bien intermitente, habiendo presentado en su curso
dos ataques de congestión cerebral, seguidos de un incremento de los síntomas
paralíticos, habiendo continuado durante unos cinco meses, para terminar
finalmente con una curación bien establecida después de la aparición de una
erupción de púrpura hemorrágica que ha persistido.
Esta curiosa observación ofrece, en mi opinión, algunos puntos que merecen ser destacados. De entrada, diré que nadie ha podido verificar el diagnóstico establecido en el caso que nos ocupa. El señor M. padecía evidentemente una manía, pero, a la vista de los síntomas de parálisis tan pronunciados que caracterizaban esta manía (dificultad para hablar, temblor de los labios, debilidad en una mitad del cuerpo, delirio ambicioso, etc.), no podía considerársele como una simple manía, es decir, como uno de esos ataques de manía en los que hay mucha actividad en el espíritu, en las ideas, en el ser, una sobreabundancia que a veces se lleva al extremo, pero sin complicaciones de ninguna otra clase. Me parece que la manía de nuestro paciente muy bien podría relacionarse, en cuanto a su naturaleza, con una especie tan acertadamente denominada por el señor Baillarger como manía congestiva; pues, de hecho, la excitación maníaca estaba vinculada en este enfermo a los ataques de congestión cerebral, y acompañada de torpeza en el habla, temblor en los labios y delirio ambicioso, todo fenómenos congestivos, tal como ha demostrado J. Bayle desde 1822 (Investigación sobre la aracnoiditis). Para mí es evidente que estos fenómenos forman, junto con este tipo de manías, la base principal de la enfermedad y, en consecuencia, constituyen su verdadera naturaleza.
Un segundo punto muy
interesante que se desprende de esta observación es la feliz terminación de la
enfermedad y la mejoría completa de los fenómenos de parálisis, curación que
persistió, según mi conocimiento personal, durante más de nueve meses. Este
hecho apoyaría también la opinión de algunos alienistas, que consideran que
este tipo de locura es perfectamente curable. Algunos autores demasiado
exigentes consideran estas curas como puramente temporales, porque a menudo se
observa que la enfermedad reaparece después de un período de tiempo más o menos
largo; pero también creo que, así como vemos a un individuo contraer
neumonía varias veces, por ejemplo, y recuperarse cada vez, así también los
sujetos que han contraído alguna enfermedad mental pueden, aunque se recuperen
la primera vez, tener una recurrencia. Esto es lo que ocurre en los casos de
locura acompañada de fenómenos paralíticos.
En cuanto a la observación que aquí nos concierne, me parece que habría que ser muy severo para no admitir que una cura tan estable como ésta constituye una verdadera cura.
Finalmente, un tercer
punto, que resulta de gran interés, en relación con las consecuencias que se
podrían sacarse de él, es la aparición de un fenómeno crítico coincidente con
la disminución de lesiones graves. El señor Baillarger, y después de él
otros autores, han citado hechos similares que observaron particularmente en
sujetos que sufrían de locura acompañada de signos paralíticos. Pero lo
que me parece aún más curioso de la observación precedente es la naturaleza del
fenómeno crítico. Creo haber oído decir a un distinguido alienista de
París que la parálisis general podía tener a veces cierta relación con la
diátesis escorbútica, y que, al ser considerada la erupción llamada púrpura
hemorrágica por todos los autores como una manifestación de la diátesis, cabría
preguntarse en el caso en cuestión si la enfermedad del señor M. no era de
naturaleza escorbútica.
No puedo dejar de citar
aquí otro ejemplo que pude observar hace tres años en París. Fue uno de
mis compatriotas quien sufrió, en 1858, una manía acompañada de síntomas de
parálisis. Este individuo, cuya madre había muerto paralítica, tenía en
ese momento un hermano que sufría de parálisis general. No puedo dar aquí
la observación completa de este paciente, pues he perdido las notas que había
tomado en su momento sobre su caso, pero expondré los rasgos principales, que
conservo perfectamente en mi memoria:
Este individuo tenía
entonces cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años. Era de constitución fuerte,
regular en su conducta y de carácter gentil y tranquilo. Iba a la iglesia todos
los días y cumplía con sus deberes religiosos en exceso. De repente, sin
ninguna causa apreciable, se vuelve muy activo, más hablador de lo que solía
ser. Gasta excesivamente, da un billete de 100 francos a un pobre que
encuentra en la calle, pone un billete de 500 francos en el fondo de la
iglesia, hace regalos muy generosos a su esposa, compra un cuadro malo por el
que paga un precio exorbitante, etc. Estas extravagancias sorprendieron a
los padres y amigos del señor C., quienes, pensando que podía padecer una
enfermedad mental, lo hicieron llevar, mediante una estratagema, al asilo donde
se encontraba su hermano y donde lo tenían retenido. En resumen, este
individuo fue atacado por un ataque de manía acompañado de delirio, ambición,
dificultad para hablar, temblor de los labios, etc.
Añadiré brevemente que
después de haber permanecido seis o siete meses en el centro sanitario donde le
habían llevado, salió curado, y su curación se ha mantenido perfectamente hasta
el día de hoy (desde enero de 1859 a diciembre de 1861).
Ahora bien, un fenómeno muy
notable que se produjo en este caso como en el primero, es que el paciente, en
los primeros días de su convalecencia, fue afectado por una erupción vesicular
muy marcada (zona zóster), que se extendió sobre la mitad derecha del
tórax. Esta erupción duró mucho tiempo y fue seguida de una intensa
neuralgia en la misma región del cuerpo.
En resumen, pues, este hecho
presenta también estas dos particularidades muy interesantes: 1ro, aparición de
un fenómeno de carácter crítico durante la convalecencia; 2do, curación
persistente durante casi tres años.
POR
JOAQUIN MUÑOZ (desde La Habana)
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