Juan Ramón Jiménez
¡Qué bien está esto! ¿No es lo de mi “trabajo gustoso”? Por cierto que cuando
se leyó en Madrid esta conferencia libre los comunistas empezaron a decir que
yo era fascista y aquel indigno semanario del gran farsante Luis Araquistáin, ¡Claridad!,
aquel papelucho tan oscuro, me insultó, al alimón con Pepito Bergamín, en los
términos más soeces (“babosa, gusano”, etc.), toda la fraseolojía tabernaria y
jitana bergaminesca. Yo estaba enfermo entonces, junio 1936, con una
conjuntivitis y una intoxicación farmacopeica, ¡doctores! que me
imposibilitaban leer mi conferencia. La leyó Jacinto Vallelado, un amigo de
Navarro Tomás, y las mentecateces que se dijeron y escribieron sobre un hecho
tan natural y corriente. Llegada la guerra, semanas después, aquel ataque
seguido tomó carácter de incitación al asesinato. Me acuerdo ahora de aquellos
jóvenes escritores que venían a nuestra casa con corsé, calcetines de seda y
bordados, pulseritas, polvos y una hoz y martillo de oro en la corbata. “Luego”
algunos de ellos han convertido la hoz y el martillo en flechas y el puño
atrofiado en mano abierta hipertrofiada, de tanto exhibir. Aquella mano
hipertrofiada de Ramón Gómez de la Serna en la película del orador político.
¡Cómo se reía Pedro Salinas, el equilibrista, de aquella mano jigante! Hoy he
recibido, vía Portugal, un folleto, Los Ángeles de Compostela de
Gerardo Diego, con una cariñosa dedicatoria. Muy significativo que un escritor
que siempre fue “derechista” me envíe a mí que siempre fui “izquierdista” (qué
palabras, cuál será la derecha y cuál la izquierda, qué lo derecho y qué lo
izquierdo); y qué guirigay de derechas combinadas tienen armado ya los
escritores en España. Ahora pretenden rescatar a los muertos que mataron de un
modo o de otro. Para ellos, Unamuno es de ellos, Antonio Machado, de ellos y
hasta Lorca de ellos. Como que no pueden hablar. Cualquier día los “comunistas”
de Méjico se hacen de ellos, de la falange, no por estar muertos, sino por ser
vivos, demasiado vivos. Y a León Felipe, el aullante hebreo, lo veremos en la
“Tierra de Promisión”. Qué caso éste y qué pobre este León Felipe. Gerardo
Diego que lo trajo a casa (1917, creo) y casi lo tenía olvidado. Entonces era
torpe, basto, mansurrón, rasurado con cierto aire de sacristía y un
desagradable discurso tartamudeante sacado de no sé qué confusiones de
vulgarización poética y científica jeneral. Vicente Huidobro, con quien por
cierto siempre me he portado tan mal sin que pueda esplicarme yo mismo porqué,
aparte de lo literario, me había enviado aquel día su Horizon carré y
León Felipe dijo tales modestas vaciedades contra Huidobro y sus secuaces,
Gerardo Diego entonces lo era, que yo, que empecé por tomar el libro a broma,
especialmente por su forma tipográfica amanerada e inútil, acabé por
defenderlo, porque tenía bastante con qué defenderlo contra tal incompetencia.
Creo que venía entonces de Guinea donde había ejercido, y esto lo honraba como
hombre y como escritor, de boticario. Entonces se llamaba, si no recuerdo mal,
Felipe Camino de la Rosa, y qué sé yo qué enredos traía con su nombre. Luego se
quitó la Rosa, luego Camino, luego se puso León. Ya iba entonces la rosa camino
del león, del león “Felipe”. Hablaba ya casi como un león casero. Yo quería que
me hablase de Guinea y no de ultraísmo, de botánica y no de Literatura, pero él
quería hablar de letras y ultraísmo, no de botánica ni de Guinea. No volví a
ver a Felipe Camino, digámoslo así, ni a saber de él en mucho tiempo. Años
después, oí que estaba en Panamá, más adelante vi por Madrid un libro suyo, una
antolojía poética de León Felipe ya, con una fotografía suya de perfil que me
sobrecojió por su barba y su bigote; y cosa rara en un libro de versos; yo
creo, como Mallarmé, que en todo libro de versos hay siempre poesía, no
encontré una sola línea poética. Aquello me pareció una mescolanza suelta de
periodismo, traducción y hebraísmo, ambición confusa de algo que no se
concretaba. Me horrorizaba aquello de la túnica de Cristo y la (...) de
Dionisos. Años más tarde, cuando Gerardo Diego vino a consultarme sobre la segunda
edición de su Poesía contemporánea española, yo le dije que, a
pesar de todo, debiera incluir a León Felipe, pues que iba Bacarisse, y a
Huidobro, pues que iban sus discípulos españoles. En 1938, estando yo en Cuba,
me dijeron que León Felipe estaba también. Lo estraordinario es que un día vi
entrar en el Hotel Vedado, donde nosotros vivíamos, a un hombre casi conocido
que no supe personificar. Él debió personificarme a mí porque yo tenía el
aspecto de siempre. Una señorita: “Me recuerda usted, su tipo, su barba a León
Felipe”. Le contesté: “Pero yo tengo barba desde los 19 años, no sé desde
cuándo la tendrá León Felipe”. En Cuba supe que leía, ante públicos
ocasionales, con zarandeo demagójico (comunista) larga escritura poemática de
ocasión y bulla: artículos de fondo de prensa gorda en líneas cortadas como
verso libre, no en verso libre, que eso es otra cosa. No fui a oírlo ni a
verlo, naturalmente, y hubo sus más y sus menos políticos y literarios. Le
dijeron, hasta que él se lo creyó, que era otro Whitman ¡pobre Whitman, pleno, exquisito,
grande y delicado titulador de Briznas de yerba, “Arroyuelos de
otoño”, nombres conmovedores de la tierra misma, de la madre tierra, porque a
la madre hay que señalarla delicadamente por y a pesar de su misma grandeza!, y
¡pobre León Felipe vulgar, ampuloso, extenso, vacío “español del éxodo y del
llanto”, que quería, que quiere cojer la ocasión “¡triste España!”, no se
escape, por las barbas, por las barbas suyas y las ajenas, como otro Cid
Campeador! Había en mi Moguer de niño un muchachote epiléptico que se pasaba la
semana comiendo, descansando y leyendo El Motín. El domingo se iba
a misa mayor y, hacia el Credo, solía darle, con interrupción jeneral, “la
tontada”. Se caía al suelo llorando a gritos y vociferando todo lo que había
leído en El Motín, en una forma incongruente, monstruosa y
desesperada. Yo no creí nunca que fuera tonto sino que se lo hacía. Al terminar
su espectáculo dominical, salía corriendo por la plaza seguido de los
chiquillos. Algunos sesudos críticos de los dos casinos, el de caballeros y el
liberal, lo tenían por un profeta y casi fundaron a su costa una relijión.
Cuando leo las lamentaciones hebraicas actuales del león Felipe me acuerdo del
tonto Venegas. Sí, que dejen los chiquillos de tocar la flauta y corran en coro
detrás de León Felipe. ¡Qué más quisiera yo! Y que todos vociferen reunidos el
salmo demagogosinagogo del sofoco ¡triste España! Con jipío, pataleta, berrido
y espumarajo jenerales y pañuelo de la nariz colgando, como para las
procesiones, del bolsillo de pecho de la americana, como un pollo pera. Eso es
profético. Las 11. Pero ¿es posible que le haya dedicado veinte minutos largos
a este asunto? Lo largo se pega.
Fragmento de "Fragmento 1", Tiempo, Obra poética, vol.
2, t-4., p. 1326.
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