domingo, 2 de febrero de 2025

José Joaquín Muñoz y la casa de enajenados (Mazorra)

 

 Pedro Marqués de Armas 


 En diciembre de 1863, se publicó en La Habana un grueso volumen con este largo título: Tratado de Alienación Mental. Lecciones del Dr. Baillarger, médico del Hospicio de la Salpêtriére de París, recogidas y redactadas en castellano con algunas notas de José Joaquín Muñoz. Podría resultar tan insólito como caprichoso, pero la edición tenía una explicación no tan sorprendente. Muñoz había sido alumno de Jules Baillarger durante algunos años. No fue aquella su primera estancia en París, pues allí se había graduado de doctor en medicina en 1852. Seis años más tarde regresaría comisionado por el gobierno de la isla para formarse en todo lo relacionado con las enfermedades mentales y los lugares donde tratarla. Nadie, por tanto, más interesado en recoger y traducir aquellas lecciones diseminadas, sobre todo, en los Annales Médico-Psychologiques que el propio Baillarger fundara dos décadas antes. Es así como la obra de quien representa, dentro del alienismo francés, la expresión más acabada de lo que Michel Foucault llamó “el descubrimiento del instinto”, aparece en Cuba en forma de libro antes que en ningún otro sitio.

 Aunque Muñoz tuvo que aguardar un tiempo tras su regreso a La Habana para que se le nombrara Director del Asilo de Enajenados, no le faltó el apoyo de algunos médicos de prestigio y aprovechó el impase visitando el hospicio de locos a fin de influir sobre la Junta de Gobierno y Vigilancia. En diciembre de 1862 envió a la Société médico-psychologique de París un informe sobre un caso de “manie ambitieuse”, con el que solicitaba su adscripción como miembro extranjero asociado. Correspondió a Legrand du Saulle evaluar la candidatura, que resultó aprobada por unanimidad. En carta que dirigiera al célebre alienista francés comunicándole que ya estaba al frente del asilo habanero, exageró la nota hablándole de una dotación de 800 enfermos y prometiéndole un estudio sobre la sífilis cerebral en la raza negra.

  Muñoz tomó posesión de su cargo de Director Facultativo en 1863. Arribó dispuesto a transformar el funcionamiento del hospicio en todas sus facetas y necesitado de mostrar que poseía los conocimientos adecuados y de aplicarlos en terreno más heterogéneo propio del clima y de las varias razas que habitaban el país. Por eso continuó en aquellos meses iniciales su trabajo de traducción de las lecciones de Baillarger, y no solo eso, que les añadió una serie de notas de propia creación, algunas muy críticas con las ideas de su maestro e implícitamente relacionadas con su nuevo entorno. Trabajó en sus observaciones hasta que entregó el libro a imprenta en el mes de noviembre. El momento era propicio, pues la recién establecida Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales podría ofrecerle una favorable acogida. Son precisamente sus notas (a las que ya alude en el título) las que aportan al Tratado de Alienación Mental un valor añadido que permite apreciar el modo en que el médico cubano se posiciona ante los más diversos presupuestos.

 Pero antes de entrar en esa materia, conviene conocer ciertos datos biográficos de quien fuera considerado por José Ángel Bustamante y otros médicos que historiaron la disciplina, como el padre fundador de la psiquiatría cubana. Nacido en La Habana el 9 de octubre de 1828, de acuerdo con Calcagno era hermano del profesor y abogado bayamés Joaquín Muñoz Izaguirre. Según Domingo Rosaín, de joven visitaba la Casa de San Dionisio, inaugurada el mismo día de su nacimiento, para observar a los locos y “tomar notas que más tarde le servirían en sus estudios”; y una vez en la Universidad de La Habana, motivado por el conocimiento del cerebro y sus funciones, concluido el curso de anatomía, parte a París para continuar la carrera. Pero es más probable que obtuviese en La Habana el título de Licenciado. En París alcanza el grado de Doctor en Medicina el 10 de marzo de 1852, con una tesis titulada Du traitement de L´Hydrocele (Rignoux, Impremeur de la Faculté de Médecine), que dedicó a sus padres y a su profesor, el célebre cirujano Félix Adolphe Richard. Una vez en La Habana se ocupa de la obstetricia y de la higiene de los tabaqueros, fruto de cuyos exámenes publica el que se considera el primer estudio de medicina del trabajo en la isla: Reflexiones acerca de los males del pecho de los obreros que se dedican a la elaboración del tabaco y sobre los medios para combatirlos (1857). De vuelta a Francia para asistir por cuatro años -entre 1857 y 1861- a los cursos de Baillarger en el Hospicio de la Salpêtriére, en esta etapa intima con su maestro, cuyos manuscritos obraron desde temprano en su poder, al tiempo que colabora en El Eco de París, revista hecha por estudiantes de medicina allí radicados y destinada a sus colegas habaneros, que circuló entre marzo de 1858 y febrero de 1859; y, asimismo, en La Emulación Médica, que apareció el 25 de julio de 1859. De regreso a Cuba publica una “Memoria sobre el croup” e ingresa en la Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales como miembro de número, ocupándose junto a Antonio Mestre, cercano amigo con el que había estudiado en Francia, de la dirección de los Anales de aquella institución.

  Como Director Facultativo de la Casa General de Enajenados, puesto en el que permaneció poco más de dos años, procuró convertir el asilo en una “institución terapéutica” de acuerdo con el modelo esquiroliano todavía prevaleciente. Sufrió una gran decepción a causa de las constantes pugnas con el personal administrativo y religioso que obstaculizaba sus gestiones. Abatido, pidió licencia en marzo de 1865 y en junio marchó a París, esta vez para siempre. No más llegar a aquella ciudad publica, una a continuación de otra, dos obras muy personales en cuanto seguían conectadas con su gestión en Mazorra: Casa de locos de la Isla de Cuba. Reflexiones críticas acerca de su historia y situación actual (1866), que entrega en traducción a los Annales médico-psychologiques (“Établissements d’aliénés: Quelques considérations critiques sur l’histoire et la situation actuelle de l’asile d’aliénés de l’ile de Cuba”), y Breve exposición de las principales reglas que generalmente se siguen hoy en la construcción y en la organización de los Asilos destinados al tratamiento de los locos (1866). Mantiene por un tiempo sus colaboraciones en los Anales de la Academia de La Habana -y en los de París- con un interesante artículo sobre la demencia paralítica en Cuba, y otro sobre la locura sensorial, categoría cara a su maestro Baillarger; pero en adelante su firma desaparece. No asoma hasta 1876 cuando publica Del bismuto albuminado de E. Boille. Noticia terapéutica, que contiene referencias a los síndromes diarreicos entre negros y colonos asiáticos en Cuba, obra que edita en francés -Du Bismuth Albumineus de E. Boillex- en 1879.

 Experiencia en la Casa de Enajenados  

 Desde 1828 los enfermos mentales en Cuba permanecían recluidos en San Dionisio, un hospicio establecido cerca del Hospital de San Lázaro por el Obispo Espada; mientras las enfermas se encontraban en un departamento de la Casa de Beneficencia. En 1854 el gobernador general José Gutiérrez de la Concha, siguiendo una R.O., puso ambas instancias bajo la dependencia del Estado, disponiendo poco después que se construyera un nuevo asilo para prestar servicio a locos, pobres y negros emancipados. Se elige un terreno en las afueras de La Habana, la finca o potrero El Ferro de José Mazorra, y comienzan las obras. En 1855 ya han sido trasladados los hombres, pero las mujeres tendrán que esperar todavía unos años. A mediados de 1856 se dicta una convocatoria para su dirección facultativa, pero el Gobierno General decide nombrar a un candidato administrativo, tras alegar la Junta de Caridad que ninguno de los médicos aspirantes poseía conocimientos especializados sobre asistencia a enfermos mentales. En una visita que realiza Ramón de la Sagra en 1859, señala ya los defectos a que se referirá luego Muñoz: desde el tipo de construcción hasta su emplazamiento en el sitio menos apropiado e insalubre. No fue hasta septiembre de 1861, ya con el gobierno de Francisco Serrano, que se nombra una Junta de Gobierno y Vigilancia de la Casa de Locos que, con el fin de ocuparse “del mejoramiento” de los enfermos allí recluidos, incluye a varios médicos. Al frente de la Junta estaba el coronel de milicias Francisco José A. Calderón y Kessel, compuesta ésta por tres secciones: de gobierno o administración, facultativa y de contabilidad. Los médicos en cuestión era Nicolás Gutiérrez y Antonio Díaz Albertini, quienes encuentran en Serrano a la persona propicia para interceder por Muñoz, ya de regreso al país con experiencia en la materia. Gutiérrez había visitado el asilo y pudo constatar las condiciones infames en que vivían los enfermos, lo que trasmitió con su probado prestigio al gobernador general, en un informe en el que sugiere reubicar el asilo en lugar más adecuado y próximo a la ciudad, para lo que incluía un plano arquitectónico de las nuevas instalaciones, elaborado por ingenieros, con referencia en el moderno “modelo francés” para este tipo de centros. Asimismo, sugería que se aprobara la plaza de médico alienista. Aunque no recibe respuesta del gobierno sobre edificar un nuevo asilo, el trámite para el nombramiento de Muñoz no tardó. Finalmente, la sección facultativa de la Junta había logrado que se le concediera la Dirección de Mazorra, asumida el 15 de enero de 1863, pero en cualquier caso el poder médico quedaba en desventaja, ya no solo por constituir la minoría respecto al administrativo, sino por manejar estos el dinero y otras decisiones, sin contar que controlaban a la mayor parte del personal.

 Una vez al frente de la Casa General de Enajenados, Muñoz elevó un proyecto de reglamento al Gobierno Superior Civil que nunca fue aprobado. No compartía las ordenanzas del establecimiento, a cargo del administrador. En el reglamento, reclamaba precisar las formas legales para la secuestración de los enfermos, así como efectuar cambios estructurales que permitieran al asilo alcanzar un mínimo de condición terapéutica. Desde su llegada solicitó que se levantara un muro para separar a los furiosos de los tranquilos (“lo que permitiría cierta clasificación”), como que se establecieran oficinas, farmacia, almacenes y talleres. Al cabo de meses logró que se aplicaran algunos principios médicos, asegurando una visita diaria a cada paciente. Postuló que el tratamiento moral debía prevalecer, y procuró educar al personal en este sentido, topando con la resistencia de los empleados que seguían maltratando física y moralmente a los enfermos. Se opuso con energía al empleo del cepo como “medio de corrección severo”, sin poder evitarlo en todos los casos, al tiempo que propuso métodos “menos severos” como la camisa de fuerza y las celdas de seguridad. Al final de su gestión había logrado que levantaran el muro, se equipara una farmacia y nombrase plaza de farmacéutico, y se estableciera una sala de baños tibios, una sastería y una cigarrería. Otras de sus propuestas en las que insistió denodadamente, como una biblioteca, una sala de lectura y dibujos, diversos talleres y una colonia agrícola, resultaron inviables. Tropezó contra el muro de la administración, y un muro fue lo que quedó de su sueño de convertir al asilo en una institución médica.  

 Así relataba Muñoz el estado del hospicio a su arribo en 1863: “Desgraciadamente [el Gobernador] José de la Concha puso en manos de un hombre enteramente profano la administración general del asilo, sin tomar suficientemente en cuenta toda la influencia que tiene esta función en la prosperidad de una institución cuyo objeto esencial es el de obtener la curación de enfermos privados de razón”. No menciona -no le concede ese favor- el nombre del funcionario, pero pasa a relatar el resultado del “sistema directivo organizado por nuestro excelente jefe superior”.


Instalados de una vez en su nueva morada, los locos permanecieron en el mismo estado que antes; es decir, a ser mirados, no como enfermos en quienes debía emplearse todos los medios posibles de tratamiento (....) sino como individuos abandonados a su propio infortunio, relegados a la esclavitud perpetua o a la muerte. El único tratamiento médico que recibían, era cuando alguna enfermedad intercurrente o accidental les atacaba, a cuyo fin un médico de las cercanías del asilo venía de tiempo en tiempo a visitarles, y, cuando la gravedad del caso lo exigía, las visitas se repetían cada día. El tratamiento de la enfermedad mental en si misma se hallaba dirigido por los otros empleados del asilo, y consistía en el uso de los baños fríos durante la estación de calores, y de las afusiones frías. El ejercicio corporal formaba el complemento de esta terapéutica empírica. La vigilancia se reducía a bien guardar las puertas del edificio (que por cierto son varias); en cada una se colocaba un vigilante armado de un bastón largo y delgado, a fin de impedir que ninguno saliese del asilo, debiéndose mantener abiertas dichas puertas por exigirlo así el servicio domestico del establecimiento. Durante la noche las puertas se cerraban y los empleados subalternos; es decir los vigilantes, pues no había otra clase de servidores, hacían la ronda por turno (...). Cuando había alguna disputa entre los locos, un vigilante acudía armado de su bastón y los llamaba al orden, distribuyendo aquí y allí algunos cujasos a los mas revoltosos. Estas disputas eran frecuentes: uno de los principales motivos consistía en los tratos y contratos que se efectuaban entre los mismos locos; los unos cambiaban sus panes por la carne, o por un poco de picadura de tabaco o cigarros hechos; los otros compraban el tabaco a los empleados con las limosnas que recibían de los visitantes, introduciendo así en el establecimiento un comercio, que era con frecuencia el origen de mil reyertas y disgustos. A todo esto el jefe del asilo no hacia la menor observación, creyéndolo muy en el orden.

 Pero, ¿quién era ese “jefe superior” que no menciona nunca por su nombre y qué estaba en juego allí? Se trata de Bernardo Inocencio Domínguez y Otero, natural de Penzacola, comandante retirado de infantería y administrador de la Casa de Dementes desde su fundación. Descendiente del Virrey Gálvez, es parte de una antigua familia española asentada en Luisiana y posteriormente en Cuba, donde destacan militares, jueces y regidores insertos en la cima de la burocracia colonial y, por tanto, de la mayor confianza del poder político. El personal que le acompaña en el asilo lo conforma el capellán José María Briones, al que Pablo Toledo (1861) y Santiago Pipión (1863) sustituyen; el mayordomo Ramón Cuervo, su mano derecha y que al igual que él vive en el propio hospicio; el médico cirujano -que se ocupa solo de las enfermedades intercurrentes- Manuel Francisco Entralgo; el practicante farmacéutico Cipriano A. Marcos; y el enfermero mayor Francisco Jiménez. El resto de los empleados: un conserje, otros ocho enfermeros, dos vigilantes de secciones, un maquinista, un barbero, dos porteros, un cocinero. Cuando en 1864 -ya habilitado el pabellón de mujeres- se sumen las Hermanas de la Caridad, el plantel estará completo, pero siempre bajo el mando de Bernardo Domínguez, que controla el presupuesto y aplica a su antojo el viejo reglamento de Beneficencia o bien unas ordenanzas ajustadas al ejercicio administrativo, no al sanitario.

 


 Es contra esta figura que va a tropezar Muñoz y es hacia ella que dirige mayormente sus reproches y animadversión. No estamos sino frente a posiciones en pugna como fue habitual -también en Europa- entre médicos y administradores de asilos, pero con el agravante de tratarse de una burocracia del más rancio perfil: colonial, española, profana, antimoderna. Muñoz representa todo lo contrario: la modernización, el progreso científico, la especialización con sus avances en el modo de tratar a los enajenados. El fin, el modelo francés socio-positivista y todo un conato de psiquiatría propiamente cubana que considera el ambiente, el clima, el modo de presentación de ciertos padecimientos, etc. Y todo ello contra el retraso de una administración que no diferencia aún entre locos y otros grupos cuyo control viene ejerciendo, bien dentro del propio hospicio o en su adyacencia: negros emancipados, ancianos, vagos e incorregibles, etc. El conflicto entre ambos personajes no hizo sino escalar hasta adquirir ribetes dramáticos, con el traslado más o menos constante de las desavenencias y desacuerdos a la Junta de Gobierno y Vigilancia, y a su presidente Calderón y Kessel. Al quedar la sección facultativa en minoría una y otra vez sus propuestas se estrellaban, sin poder poner al presidente de su parte. Tampoco las tendrá a bien con las Hermanas de la Caridad que respondían a las disposiciones administrativas antes que a las médicas.

 En resumen, Muñoz criticó y se opuso desde que tomara posesión a numerosos aspectos del asilo y su funcionamiento: el lugar elegido tanto por su distancia como por lo insalubre del terreno; la arquitectura estilo militar ajena por completo a las recomendaciones higiénicas; el abandono de los enfermos y la aplicación de castigos corporales (el cepo, el látigo que agitan todavía en 1857 y que las religiosas reintroducen en breve); el exceso de población; el que se tratara de un sólo manicomio para toda la isla, proponiendo la construcción de uno por departamento y convertir el Ferro en “casa de refugio para crónicos” erigiendo “un pequeño asilo de tratamiento" en las inmediaciones de La Habana; pero, sobre todo, criticó y se opuso al poder administrativo con sus constantes obstáculos y a la Junta por su incapacidad para mediar adecuadamente entre las partes:


Pero aquí debe hacerse un justo cargo a la Junta por que en lugar de determinar desde un principio el grado de jerarquía que convenía establecer entre el director y el administrador según se lo permitía hacer su autoridad, dejó las cosas en el mismo estado, y permitió que se arraigara ese dualismo de poderes en el gobierno interior del asilo.

 

 En conclusión, las pugnas entre el poder directivo-médico y el administrativo convirtieron al asilo en un monstruo de dos cabezas, en el que no solo los asuntos acuciantes, sino los de menor calado, eran remitidos a la Junta e incluso al Gobierno Superior Civil para extraviarse en una sórdida maraña. Pero también en un teatro de operaciones entre dos posiciones radicalmente contrapuestas: una modernizadora y reformista apoyada por la clase médica criolla, con estudios en París, y que toma por referencia a la psiquiatría francesa; y otra antimoderna y centralizadora, perfectamente española, profana y colonial.


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