Pedro Marqués de Armas
En diciembre
de 1863, se publicó en La Habana un grueso volumen con este largo título: Tratado de Alienación Mental. Lecciones del
Dr. Baillarger, médico del Hospicio de la Salpêtriére de París, recogidas y
redactadas en castellano con algunas notas de José Joaquín Muñoz. Podría
resultar tan insólito como caprichoso, pero la edición tenía una explicación no
tan sorprendente. Muñoz había sido alumno de Jules Baillarger durante algunos
años. No fue aquella su primera estancia en París, pues allí se había graduado
de doctor en medicina en 1852. Seis años más tarde regresaría comisionado por
el gobierno de la isla para formarse en todo lo relacionado con las
enfermedades mentales y los lugares donde tratarla. Nadie, por tanto, más
interesado en recoger y traducir aquellas lecciones diseminadas, sobre todo, en
los Annales Médico-Psychologiques que el propio Baillarger fundara dos
décadas antes. Es así como la obra de quien representa, dentro del alienismo
francés, la expresión más acabada de lo que Michel Foucault llamó “el
descubrimiento del instinto”, aparece en Cuba en forma de libro antes que en ningún
otro sitio.
Pero antes de entrar en esa materia, conviene conocer ciertos datos biográficos de quien fuera considerado por José Ángel Bustamante y otros médicos que historiaron la disciplina, como el padre fundador de la psiquiatría cubana. Nacido en La Habana el 9 de octubre de 1828, de acuerdo con Calcagno era hermano del profesor y abogado bayamés Joaquín Muñoz Izaguirre. Según Domingo Rosaín, de joven visitaba la Casa de San Dionisio, inaugurada el mismo día de su nacimiento, para observar a los locos y “tomar notas que más tarde le servirían en sus estudios”; y una vez en la Universidad de La Habana, motivado por el conocimiento del cerebro y sus funciones, concluido el curso de anatomía, parte a París para continuar la carrera. Pero es más probable que obtuviese en La Habana el título de Licenciado. En París alcanza el grado de Doctor en Medicina el 10 de marzo de 1852, con una tesis titulada Du traitement de L´Hydrocele (Rignoux, Impremeur de la Faculté de Médecine), que dedicó a sus padres y a su profesor, el célebre cirujano Félix Adolphe Richard. Una vez en La Habana se ocupa de la obstetricia y de la higiene de los tabaqueros, fruto de cuyos exámenes publica el que se considera el primer estudio de medicina del trabajo en la isla: Reflexiones acerca de los males del pecho de los obreros que se dedican a la elaboración del tabaco y sobre los medios para combatirlos (1857). De vuelta a Francia para asistir por cuatro años -entre 1857 y 1861- a los cursos de Baillarger en el Hospicio de la Salpêtriére, en esta etapa intima con su maestro, cuyos manuscritos obraron desde temprano en su poder, al tiempo que colabora en El Eco de París, revista hecha por estudiantes de medicina allí radicados y destinada a sus colegas habaneros, que circuló entre marzo de 1858 y febrero de 1859; y, asimismo, en La Emulación Médica, que apareció el 25 de julio de 1859. De regreso a Cuba publica una “Memoria sobre el croup” e ingresa en la Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales como miembro de número, ocupándose junto a Antonio Mestre, cercano amigo con el que había estudiado en Francia, de la dirección de los Anales de aquella institución.
Experiencia en la Casa de Enajenados
Una vez al frente de la Casa General de Enajenados, Muñoz elevó un proyecto de reglamento al Gobierno Superior Civil que nunca fue aprobado. No compartía las ordenanzas del establecimiento, a cargo del administrador. En el reglamento, reclamaba precisar las formas legales para la secuestración de los enfermos, así como efectuar cambios estructurales que permitieran al asilo alcanzar un mínimo de condición terapéutica. Desde su llegada solicitó que se levantara un muro para separar a los furiosos de los tranquilos (“lo que permitiría cierta clasificación”), como que se establecieran oficinas, farmacia, almacenes y talleres. Al cabo de meses logró que se aplicaran algunos principios médicos, asegurando una visita diaria a cada paciente. Postuló que el tratamiento moral debía prevalecer, y procuró educar al personal en este sentido, topando con la resistencia de los empleados que seguían maltratando física y moralmente a los enfermos. Se opuso con energía al empleo del cepo como “medio de corrección severo”, sin poder evitarlo en todos los casos, al tiempo que propuso métodos “menos severos” como la camisa de fuerza y las celdas de seguridad. Al final de su gestión había logrado que levantaran el muro, se equipara una farmacia y nombrase plaza de farmacéutico, y se estableciera una sala de baños tibios, una sastería y una cigarrería. Otras de sus propuestas en las que insistió denodadamente, como una biblioteca, una sala de lectura y dibujos, diversos talleres y una colonia agrícola, resultaron inviables. Tropezó contra el muro de la administración, y un muro fue lo que quedó de su sueño de convertir al asilo en una institución médica.
Así relataba Muñoz el estado del hospicio a su arribo en 1863: “Desgraciadamente [el Gobernador] José de la Concha puso en manos de un hombre enteramente profano la administración general del asilo, sin tomar suficientemente en cuenta toda la influencia que tiene esta función en la prosperidad de una institución cuyo objeto esencial es el de obtener la curación de enfermos privados de razón”. No menciona -no le concede ese favor- el nombre del funcionario, pero pasa a relatar el resultado del “sistema directivo organizado por nuestro excelente jefe superior”.
Instalados de una vez en su nueva morada, los locos permanecieron en el mismo estado que antes; es decir, a ser mirados, no como enfermos en quienes debía emplearse todos los medios posibles de tratamiento (....) sino como individuos abandonados a su propio infortunio, relegados a la esclavitud perpetua o a la muerte. El único tratamiento médico que recibían, era cuando alguna enfermedad intercurrente o accidental les atacaba, a cuyo fin un médico de las cercanías del asilo venía de tiempo en tiempo a visitarles, y, cuando la gravedad del caso lo exigía, las visitas se repetían cada día. El tratamiento de la enfermedad mental en si misma se hallaba dirigido por los otros empleados del asilo, y consistía en el uso de los baños fríos durante la estación de calores, y de las afusiones frías. El ejercicio corporal formaba el complemento de esta terapéutica empírica. La vigilancia se reducía a bien guardar las puertas del edificio (que por cierto son varias); en cada una se colocaba un vigilante armado de un bastón largo y delgado, a fin de impedir que ninguno saliese del asilo, debiéndose mantener abiertas dichas puertas por exigirlo así el servicio domestico del establecimiento. Durante la noche las puertas se cerraban y los empleados subalternos; es decir los vigilantes, pues no había otra clase de servidores, hacían la ronda por turno (...). Cuando había alguna disputa entre los locos, un vigilante acudía armado de su bastón y los llamaba al orden, distribuyendo aquí y allí algunos cujasos a los mas revoltosos. Estas disputas eran frecuentes: uno de los principales motivos consistía en los tratos y contratos que se efectuaban entre los mismos locos; los unos cambiaban sus panes por la carne, o por un poco de picadura de tabaco o cigarros hechos; los otros compraban el tabaco a los empleados con las limosnas que recibían de los visitantes, introduciendo así en el establecimiento un comercio, que era con frecuencia el origen de mil reyertas y disgustos. A todo esto el jefe del asilo no hacia la menor observación, creyéndolo muy en el orden.
Pero, ¿quién era ese “jefe superior” que no menciona nunca por su nombre y qué estaba en juego allí? Se trata de Bernardo Inocencio Domínguez y Otero, natural de Penzacola, comandante retirado de infantería y administrador de la Casa de Dementes desde su fundación. Descendiente del Virrey Gálvez, es parte de una antigua familia española asentada en Luisiana y posteriormente en Cuba, donde destacan militares, jueces y regidores insertos en la cima de la burocracia colonial y, por tanto, de la mayor confianza del poder político. El personal que le acompaña en el asilo lo conforma el capellán José María Briones, al que Pablo Toledo (1861) y Santiago Pipión (1863) sustituyen; el mayordomo Ramón Cuervo, su mano derecha y que al igual que él vive en el propio hospicio; el médico cirujano -que se ocupa solo de las enfermedades intercurrentes- Manuel Francisco Entralgo; el practicante farmacéutico Cipriano A. Marcos; y el enfermero mayor Francisco Jiménez. El resto de los empleados: un conserje, otros ocho enfermeros, dos vigilantes de secciones, un maquinista, un barbero, dos porteros, un cocinero. Cuando en 1864 -ya habilitado el pabellón de mujeres- se sumen las Hermanas de la Caridad, el plantel estará completo, pero siempre bajo el mando de Bernardo Domínguez, que controla el presupuesto y aplica a su antojo el viejo reglamento de Beneficencia o bien unas ordenanzas ajustadas al ejercicio administrativo, no al sanitario.
Es contra esta figura que va a tropezar Muñoz
y es hacia ella que dirige mayormente sus reproches y animadversión. No estamos
sino frente a posiciones en pugna como fue habitual -también en Europa- entre
médicos y administradores de asilos, pero con el agravante de tratarse de una burocracia del más rancio perfil: colonial,
española, profana, antimoderna. Muñoz representa todo lo contrario: la
modernización, el progreso científico, la especialización con sus avances en el
modo de tratar a los enajenados. El fin, el modelo francés socio-positivista y
todo un conato de psiquiatría propiamente cubana que considera el ambiente, el
clima, el modo de presentación de ciertos padecimientos, etc. Y todo ello
contra el retraso de una administración que no diferencia aún entre locos y otros
grupos cuyo control viene ejerciendo, bien dentro del propio hospicio o en su adyacencia:
negros emancipados, ancianos, vagos e incorregibles, etc. El conflicto entre
ambos personajes no hizo sino escalar hasta adquirir ribetes dramáticos, con el
traslado más o menos constante de las desavenencias y desacuerdos a la Junta de
Gobierno y Vigilancia, y a su presidente Calderón y Kessel. Al quedar la
sección facultativa en minoría una y otra vez sus propuestas se estrellaban,
sin poder poner al presidente de su parte. Tampoco las tendrá a bien con las
Hermanas de la Caridad que respondían a las disposiciones administrativas antes
que a las médicas.
Pero aquí debe hacerse un justo cargo a la Junta por que en lugar de
determinar desde un principio el grado de jerarquía que convenía establecer
entre el director y el administrador según se lo permitía hacer su autoridad,
dejó las cosas en el mismo estado, y permitió que se arraigara ese dualismo de
poderes en el gobierno interior del asilo.
En
conclusión, las pugnas entre el poder directivo-médico y el administrativo
convirtieron al asilo en un monstruo de dos cabezas, en el que no solo los
asuntos acuciantes, sino los de menor calado, eran remitidos a la Junta e
incluso al Gobierno Superior Civil para extraviarse en una sórdida maraña. Pero
también en un teatro de operaciones entre dos posiciones radicalmente
contrapuestas: una modernizadora y reformista apoyada por la clase médica
criolla, con estudios en París, y que toma por referencia a la psiquiatría francesa; y otra
antimoderna y centralizadora, perfectamente española, profana y colonial.
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