Como se ha dicho, Muñoz fue alumno de Jules Baillarger durante algunos cursos. Al finalizar su formación, tenía ya prácticamente concluido el libro, el cual firma en octubre de 1861. Ello indica que venía trabajando en un plan de recopilación, traducción y publicación de las lecciones. Entrega entonces el manuscrito a Baillarger, quien revisa y completa los textos y aprueba que sean publicados, como puede apreciarse en carta de su maestro de 24 de diciembre de 1861. En esta misiva, con la que el alumno valida su producto, Baillarger certifica que Muñoz siguió durante tres años sus lecciones clínicas y que acepta además una serie de capítulos complementarios incluidos por éste. Sin embargo, algunas referencias indican que seguía trabajando en el libro -quizás todavía traduciéndolo, pero sin dudas añadiéndole notas propias- antes de darlo a las prensas el 10 de noviembre de 1863. El Tratado apareció en La Habana por la Imprenta y Librería Militar un mes más tarde.
No era la primera obra de psiquiatría editada en Cuba, pues ya en 1827 había aparecido un resumen de Pinel y Esquirol (también con notas propias), realizado por el médico gaditano y aspirante a plaza de alienista Tomás Pintado. Pero sí la primera obra extensa -tratado vs compendio- gestionada por un autor cubano formado en la especialidad. Todo un acontecimiento al tratarse Baillarger de una de las principales figuras de la psiquiatría francesa en ese momento. En la introducción, Muñoz apunta que pasó cuatro años de estudios en esta materia, dedicando la obra al Sr. Conde de San Esteban de Cañongo, que ya entonces apoyaba a la recién creada Academia de Ciencias y quien probablemente costeó la edición; y reconociendo su deuda con Nicolás J. Gutiérrez, decano de los médicos cubanos y su primer profesor. Declara que su objetivo ha sido “generalizar en Cuba el estudio de la alienación mental, haciéndolo interesante y de fácil acceso para todos”. De modo que se proponía divulgar el estudio de las enfermedades mentales desde una perspectiva moderna, capaz de llegar no solo a médicos y estudiantes de medicina, sino también a diversos sectores profesionales y al público en general. Pero más allá quería mostrar -como a menudo ocurre en la relación con los maestros- que esa perspectiva era también moderna en un sentido personal, lo que le lleva a actualizar la obra con lo más reciente en el campo de la psiquiatra, al incluir varios capítulos de diversa autoría, como los dedicados a la locura congestiva, la locura alcohólica, la histeria y la epilepsia delirante larvada, los dos últimos a partir de las descripciones de Morel, resueltas según Muñoz “con admirable talento”. Todo un atrevimiento que se torna desafiante al añadir sus propias consideraciones, convirtiendo así el libro en un entramado de varias caras.
Jules Baillarger venía sosteniendo desde la década de 1840 una concepción amplia de la locura, que lo mismo admitía las “lesiones del entendimiento” que “la impotencia de la voluntad para resistir las impulsiones”. En cierto sentido, una síntesis que iba más allá de Pinel y Esquirol al comprender bajo unos mismos mecanismos el delirio o locura clásica y las locuras parciales, transcendidas ahora en nuevas categorías. Pero tales mecanismos o esquemas fisiopatológicos apuntaban a otros aspectos: el eje jerárquico de lo voluntario/involuntario y la presunción de organicidad, con lo que la pérdida del control interno, es decir, la liberación de los impulsos iba a primar sobre el entendimiento, al punto de explicar fenómenos hasta entonces no claramente conectados a la conducta instintiva como las alucinaciones, el delirio agudo y la manía. Esta supremacía de lo instintivo convertido en fondo de cualquier locura, es lo que se ha llamado “principio de Baillarger”, de notable influjo en la psiquiatría forense durante las décadas de 1840 y 1850, siendo particularmente válido para superar la noción esquiroliana de monomanía. Así, al referirse a las deficiencias de esta categoría de Esquirol, Muñoz tomará como ejemplo la monomanía suicida, a la que contrapone las modernas consideraciones de Baillarger sobre el suicidio, quien lo apreciaba más bien como un síndrome, donde lo común sería una alteración de los impulsos.
Baillarger, por su parte, aunque reconocía la importancia que esta concepción de la epilepsia podría llegar a tener para la jurisprudencia (de hecho, su concepto de automatismo influyó en este sentido), siempre creyó oportuno afirmar, sin embargo, que se trataba de un asunto teórico por confirmar y, sobre todo, de un terreno confuso con opiniones dispares como las de Dalasiauve y Falret. (Idea a la que el alumno se adhiere finalmente, pero con matices, tras haber atizado el fuego.)
Como vemos, las notas de Muñoz no solo se muestran polémicas en ciertas ocasiones, sino que resultan originales al traer a colación una serie de puntos de vista modernos. Si no todas, buena parte incorporadas después de consultado el manuscrito por su maestro y ya durante sus contactos iniciales con la “variedad de expresiones” que encuentra en Mazorra, hacen aún más novedosas e interesantes sus observaciones. Un ejemplo de peso es la conclusión a que llega tras observar la baja incidencia de parálisis general -es decir, de “demencia paralítica”- en la población cubana y en particular en el asilo de locos, evidencia que negaba la tesis de su maestro, quien no atribuía al clima papel alguno en esta enfermedad. No solo era infrecuente en la población blanca de la isla, sino que lo era aún más en la negra, apareciendo en cambio con mayor frecuencia en franceses y norteamericanos asentados en el país. Ahora podía darse el gusto de concebir la parálisis general como un trastorno propio de países fríos, respecto al que los habitantes de las zonas cálidas gozaban de protección.
Otro reclamo que hace el médico habanero a Baillarger, y que no va en la dirección de la tesis climática, sino en la del degeneracionismo, cuyas tesis mientras tanto (entre su formación en Francia y el momento en que concibe sus notas transcurre casi un lustro) se han extendido, es el no haber considerado ciertos estados “intermedios” entre la inteligencia normal y la imbecilidad cuya aceptación podría haber modernizado, a su juicio, las relaciones entre psiquiatría y ley. Concretamente, alude a una clasificación de Morel, quien basaba la existencia de dicho tipo intermedio en la figura del “simple de espíritu”, equivalente al “torpe” descrito antes por Ferrus. “¿Quién podría negar -se pregunta- que antes de llegar a la imbecilidad confirmada, existe otro grado bien característico que, no siendo todavía la imbecilidad misma, tampoco es el estado normal de la inteligencia?” En efecto, estaba en juego, en esta apreciación, el afán de ampliar las fronteras de la anormalidad de acuerdo con una estrategia similar a la que ya entonces suponía (siguiendo un vector más etiológico que nosológico) la categoría de los degenerados elaborada por el propio Morel. Según Muñoz, la aceptación del “simple de espíritu” hubiera implicado ante los tribunales, una responsabilidad relativa y, por lo tanto, una apertura mayor entre la responsabilidad absoluta exigida a los “normales” y la nula (para “idiotas” y “cretinos”).
Pero donde Muñoz se aparta de manera
significativa de los presupuestos de Baillarger, aun cuando su maestro defendía
el carácter hereditario de algunas enfermedades -por ejemplo, la epilepsia, la
tisis y algunas otras locuras-, es en la aceptación tácita de la teoría
hereditaria de Morel en tanto válida para explicar la inmensa mayoría de las
afecciones mentales. Si en Baillarger hay espacio para causas accidentales,
funcionales y hereditarias, y, en cualquier caso, la etiología no predomina
sobre la nosología, con Morel -y en extensión, con la inclusión de algunas
categorías suyas en este Tratado- lo hereditario deviene ley que
presidirá de un modo u otro todas las afecciones y el descenso de éstas a los
estadios más primitivos de la especie. Aunque Muñoz no se extiende alrededor de
las tesis morelianas, sus referencias constituyen, en el medio cubano, un
avance de la que será la doctrina dominante de la psiquiatría hasta las
primeras décadas del siglo XX.
El Tratado de Alienación Mental circuló en catálogos de época y engrosó los anaqueles de diversas bibliotecas. Sin embargo, apenas fue reseñado por la prensa médica en su momento. Que la única señal venga del periódico satírico El Moro Muza da que pensar, aunque el artículo cubra de elogios a Baillarger y a su émulo cubano. No menos ocurre entre quienes historiaron la disciplina, desde Arístides Mestre y Armando de Córdova hasta José Ángel Bustamante y Esteban Valdés Castillo, quienes, si mencionan la obra, lo hacen de pasada.
Y terminemos con uno de los comentarios de Foucault: “A partir de esta perturbación en el orden y la organización de lo voluntario y lo voluntario van a desplegarse todos los demás fenómenos de la locura”. En adelante “las alucinaciones, los delirios agudos, la manía, la idea fija y el deseo maniaco, son el resultado del ejercicio involuntario de las facultades, que predomina sobre el ejercicio voluntario a raíz de un accidente mórbido del cerebro”. No se le escapa a Foucault que con el principio de Baillarger queda establecida una segunda psiquiatría, diferente del alienismo de Esquirol. Ahora los síntomas de las enfermedades mentales afectarán a la totalidad del sujeto. Anudados instinto y cerebro, el próximo enlace será el de la herencia. Muñoz lo intuye y adelanta tales nociones.
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