martes, 27 de febrero de 2018

La enfermedad de amar



 José Ingenieros

 Amor y timidez son estados de espíritu absolutamente inseparables. Amar es temer. El amado teme a su amada como el albino teme la luz; el amor ciega como el albinismo. La teme por sí y por ella. Teme por ser inferior al concepto en que desearía ser tenido, no responder al juicio en que se le estima, romper el propio ensueño con una palabra importuna, con un atrevimiento imprevisor, con un gesto brusco. La pasión unánime es niebla que empaña, tul que mitiga, resplandor que deslumbra; idealiza las cosas borrando sus contornos, las esfuma en penumbras de imaginación, las fragiliza en demasía. En el espíritu ebrio de emociones, la persona amada parece el polen de una flor endeble que toda leve aura puede volcar para siempre; caja musical complicadísima, cuyo engranaje trabaría en invisible átomo de polvo; telaraña sentimental que se quiebra al calor de toda llama; seda suave de Esmirna que una gota de rocío mancha por toda la eternidad.
 Amar es sufrir agradablemente; es gozar de una ansiedad perenne, de un sobresalto ininterrumpido. Es mirar al objeto amado y suponer que las miradas pueden ajarlo; tocar su mano temblorosamente, con la inquietud de que sus dedos pueden resquebrajarse entre los propios, oír hablar temiendo que el esfuerzo de las palabras enmudezca su labio.
 El que ama llora a solas sin saber por qué: es un esclavo del propio miedo.
 Hombres audaces con otras cien mujeres: se espantan cierto día frente a una. El fenómeno parece extraño. ¿Cómo? ¿El más osado, el más impertinente, el más afortunado, tiembla ante esa mujer? Es paradoja, pero lógico. El hombre que sabe engañar a mil casquivanas sin amarlas es incapaz de conquistar a la única que ama. Cuando se atreve -si alguna vez lo ensaya- se limita a ofrecer su esclavitud incondicional. Es la historia eterna: Don Juan se arroja humildemente a las plantas de doña Inés, anhelando la esclavitud de su amor. Huelga decir que cualquier Manón hace lo mismo con su caballero Des Grieux.
 En todo conquistador y en toda coqueta hay un germen de don Juan o de Manón.
 Ovidio y Petrarca sabían que el hombre enamorado no es un ser normal. Stendhal lo repitió. Ahora lo enseñan los médicos del espíritu desde Mauricio de Fleur hasta Gastón Danville.
 El cerebro sano repudia las ilusiones; un cerebro enamorado sólo piensa a través de ella. Toda ilusión es un proceso anormal, producto de una perturbación que impide asociar debidamente las sensaciones o las ideas. Ver lo blanco negro y lo negro blanco es propio de quien ama.
 El espectro de la ilusión posee una gama completa.  Todo amor poetisa su objeto: poetizar significa revestir de gratas mentiras. Cualquier niña cree que su novio tiene talento, buen porte, fortuna, virtudes a granel y porvenir risueño, magüer sea zote, cojo, pobre, vicioso y vagabundo. Y todo galán afirmará que su prometida posee el don divino de la gracia, ojos de ebonita o de zafiro, perfil helénico y labios elocuentes, aunque sea insípida, posea ojos desteñidos, nariz sionista y labios pálidos por la anemia.
 No es menester mucha psicología para adivinar que esos juicios son anormales y provienen de una lógica enfermiza; la facultad de juzgar está reducida a cero y poco menos. Por ende no se exagera afirmando que los enamorados son enfermos del espíritu mientras dura su amor.
 Otras perturbaciones más graves se observan en ellos, aproximando el amor a la locura: la obsesión y la idea fija, cuyas definiciones incompletas pueden leerse en los tratados de patología mental.
 El enamorado tiene la idea fija de su amor. Las sensaciones recibidas por su cerebro se asocian con otras que se refieren a la persona amada. Si ve un hermoso jardín, sueña un idilio pastoral; si oye un rumor de alas entre las ramas, supone que los pájaros se aman y desearía aletear como ellos; si un manjar sabe a miel, cree tener entre los propios los otros labios, y morderlos como ciruelas maduras: si toca un terciopelo, recuerda la mano cuyo contacto frisa sus nervios con inefable calofrío; toda perfume despierta una comparación con el que de ella emana. Si ve el mar de índigo o de ultramarino, reconstruye un paseo romántico en barquilla, como un verso de Musset: en un retazo de cielo, en la titilación de las estrellas, cree descubrir el parpadeo de sus ojos: como en una canción de Petrarca, un bosque silencioso, supone que en traje agreste de ninfa va a salir de entre las frondas, como en una evocación de Pierre Louis. Todo breve ruido semeja un beso, toda apretura un abrazo, todo contacto una caricia.
 El cerebro del amante es un piano en el cual todas las teclas golpean sobre una sola nota. Sus palabras rematan siempre en el mismo tema, su conversación es una interminable estrofa de versos monorritmos. Como a Dafne en la leyenda griega, Pan le ha enseñado a frasear sus soplos en una siringa de pasión, cuyas cañas suenan perpetuamente diciendo la historia de Psiquis y de Amor.

 Los adoradores, óleo de Wm Strange, pintor inglés.

 Social, abril de 1922. 


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