domingo, 4 de febrero de 2018

Las bajas del arte. El doctor Huysmans




 Jesús Castellanos

 De los cuatro "grandes convertidos" que estudió en su libro Jules Sageret, acaso fue Huysmans el único que con honda sinceridad adoptara el dogma cristiano. En los otros, Brunetiére, Paul Bourget y Coppée, había más de snobismo presuntuoso, ávido de vestir el ropaje ideológico de la aristocracia, que de fervor ideal, humildemente sentido. Su madera no era de santos.
 Huysmans fue de ellos el único que, místico por temperamento —aunque de sus rectificaciones y de su doble personalidad hable la crítica superficial—, entró fácil y blandamente en la religión, como en un albergue esperado al final de un camino, que por muchas vueltas que revele, llega siempre a su término prefijo. Por eso fue su religión la buenaza y absurda de la gente del pueblo. Por eso no pensó jamás en constituir Ligas Católicas para deslumbrar a las duquesas desnudables, conformándose con practicar arcaicos y casi satánicos ritos en su Tebaida triste.
 Huysmans afiliado al naturalismo y leyendo en Medán su Soeurs Vatard, y Huysmans vagando en nubes de idealismo en su Ohlat, son un mismo y firme artista, acaso con diversa dirección, pero mostrando la misma potencialidad artística, la misma sensibilidad mórbida, el mismo arrebato en la expresión; todo lo que, en fin, puede considerarse condición intrínseca del individuo.
 Quien hubiese estudiado detenidamente su personalidad en los tiempos de triunfos de la novela experimental, cuando "el blondo holandés" recibía con Maupassant, Paul Alexis y otros pocos, las paternales felicitaciones del Pontífice Zola, forzoso es que esperase un extraño desenlace sentimental, de aquel estado perpetuo de exaltación, estimulado por la más desenfrenada imaginación que presenta el moderno Areópago de intelectualidades francesas. Naturalista convencido, su filiación a la fórmula de "un hombre para quien el mundo exterior existe", era muy relativa, porque entre el mundo y su cerebro se interponía una sensibilidad de hiperestésico; las cosas aparecían con un barniz de tono chillón, los caracteres se amasaban en barro mitológico como para hacer demonios o superhombres; se hablaba del sol con adoración de salvaje derviche.
 Max Nordau al disertar en su Dégénérescence sobre el misticismo, lo ha destacado bien de esa mezquina acepción vulgar que sólo lo admite como sinónimo de fervor religioso. El místico es el desequilibrado mental que no se conforma a ver la vida apacible, y la quiere violenta e hinchada; el místico no precisa nada; su sensibilidad se encanta con las formas vagas que permiten interpretaciones diversas. Un síntoma le distingue: la exaltación perenne, sobre todo ante los caracteres externos de las cosas.
 En este sentido fue Huysmans un místico, un enfermo de la imaginación, lo mismo en su primera que en su segunda época. En sus libros primeros, En ménage, Croquis Parisiennes, se encuentra esta exorbitancia de la observación externa y chillona sobre la interna y característica. A veces era burlón, pero en todo caso sangriento: su impulsividad ardorosa se lo imponía.
 ¿Puede extrañarse que un cerebral de tal marca fuese a parar rectamente a la religión como un arroyo a su concha de piedra? La religión —la católica especialmente— es el más fecundo pasto que pueden encontrar las sensibilidades exaltadas. La entraña sensual de los misterios, la poesía cálida de los salmos hebreos, la liturgia estallante que pone a contribución los maravillosos lujos del color y el sonido, todo lo que es savia y corteza de árbol añoso de la religión está dirigido a apoderarse de esos temperamentos mórbidos y ¿por qué no decirlo? orgánicamente degenerados. De Jean Lorrain, que por su fortuna murió joven, nadie hubiese extrañado un final piadoso con hábito de mercenario o dominico. El mismo Octave Mirbeau, cruel, demoniaco, enfermizo, es a mi ver un candidato muy probable a la conversión. Son maniacos de la sensación que van de un refinamiento a otro hasta parar en el gran refugio de todos los neurópatas, el fanatismo religioso. El caso de Santa Teresa se repite hasta lo infinito.
 Huysmans no entró, pues, en la gran familia cristiana como un convencido, sino como un hipnotizado. Sus investigaciones fueron siempre las de un artista refinado, arpa sensible para la menor onda de aire; nunca las de un filósofo que cerrara lo incognoscible de los positivistas con la fórmula definitiva y cómoda de Dios. No fue de lo más a lo menos: del dogma a la liturgia, sino de lo menos a lo más: de lo exterior a lo interior. De ahí su cumplimiento devoto y fiel de las más absurdas ceremonias católicas; de ahí sus rodillas clavadas como las de un sacristán de pueblo en las baldosas de una capillita conventual.
 Para que se consumen estas conversiones basta una circunstancia: la pérdida de la verdadera energía intelectual. Cuando la facultad de razonar se debilita y quedan dominando las potencias de sensibilidad, el desplome y la transfiguración se producen. Queda sin freno una red de nervios enfermos, y surgen enfrente a lo lejos las puertas de Sodoma o de Jerusalem. Por ambas pasó sucesivamente antes que Huysmans, un tan grande Emperador como Verlaine.
 Gocemos con que el arte de Huysmans haya sido sólo de ropaje, de arquitectura. Porque con la mengua de su pensamiento quedaron intactos su visión poderosa, su gusto impecable y la punta brilladora de su buril de orfebre.  Durtal y Des Eseintes, los héroes de Croquis Parisiennes y los de esas arrebatadas Foules de Lourdes no reconocen desniveles en cuanto a la concepción artística, en cuanto a la nitidez de las páginas por donde se pasean. ¡Bendito este mundo defectuoso en que florecen tan divinos enfermos!

 Junio 10, 1907.


 Crítica de arte. Ensayos, Colección póstuma publicada por la academia de arte y letras, La Habana, Improvisador Comercial, 1914, pp. 351-54. 

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