lunes, 12 de febrero de 2018

Leopoldo Romañach por D. V. Tejera


 A título de mero espectador, como cualquiera del público, voy a permitirme hablar de Romañach y su obra, y adelanto esa explicación, porque hay quien dice que los que no pintamos debemos abstenernos de juzgar a los que pintan, como sea -por supuesto- para proclamarnos genios… aunque es dudoso si, en concepto de quien así se expresa, este juicio en plural fuera aceptable, pues tal vez no le parecería exacto sino aplicado sólo a él.
 De los estudios que el joven Romañach presenta al público habanero, obtiénese una impresión animadora. Hay en ellos esa nota personal sin la cual no hay obra de arte -nota que hemos echado de menos en casi todos los que la pintura se habían dedicado entre nosotros en época anterior. Porque no basta dominar el oficio ni copiar con fría exactitud lo que se ve: es preciso que la ciencia adquirida no sea sino instrumento dócil de expresión de algo que llevemos en nosotros y le dé sentido y vida a nuestra obra. Componer, interpretar, hacer hablar la naturaleza misteriosa, revivir lo pasado, traducir para la inteligencia lo presente, hacer visible el sueño, crear una palabra, tal es la misión del verdadero artista. Y tan cierto es el poder del sentimiento personal, que a veces un simple toque nos revela un genio. ¿Qué le da, por ejemplo, a la Gioconda su encanto irresistible? El cuadro es un simple busto de mujer, de una mujer que sonríe. La sonrisa es casi imperceptible, y hay algo en ella, sin embargo, que la hace aparecer como una sonrisa inefable, misteriosa. ¿En qué consiste ese algo? No es seguramente en el ligero pliegue de la boca. La boca de la Gioconda sonríe de manera natural, dando al rostro esa dulce dilatación sensual, propia de la alegría. No, no está en la boca el misterio de esa sonrisa indefinible: está en los ojos, que también sonríen, que también se pliegan, casi imperceptiblemente, expresando un movimiento ligerísimo del alma. No es la materia, es el espíritu quien allí sonríe. Un simple toque del pincel maravilloso de Da Vinci bastó para que el artista nos legara, a través de las edades, ese enigma picaresco y delicioso.
 Romañach es un pintor de sentimiento. Cada una de las caras vigorosas que nos presenta como estudios, sobre estar hechas con mano suelta y firme, expresan el alma que se esconde detrás de ellas. Sabe pintar y sabe traducir, es artista. No diré nada de la técnica, de si la pincelada franca o atrevida que emplea vale más o menos que el laminado paciente y meticuloso en que otros se complacen… Le tengo miedo al buen señor que se irrita si los profanos nos metemos en pinturas. Sí diré, sin temer al buen señor, que me gusta la manera de pintar de Romañach, prefiriéndola a la de los fríos y nimios, como prefiero Delacroix a David. Delaroche a Ingres y Jean Paul Laurens a Bouguereau. Es la manera de los que se enardecen al pintar.
  Sólo una composición, un cuadro, nos ofrece el joven artista: La Convaleciente. El pensamiento no es original del todo; pero está tratado con inspiración propia y de modo personal. La niña que convalece es fruto de una observación aguda y muy exacta: ésa es la languidez, ésa la indiferencia, ése el rostro desencajado, ésa la mirada perdida de quien acaba apenas de vencer la enfermedad, tal vez la muerte. Y la abuela que la contempla, aunque tenga vuelto el rostro, delata por la postura el interés con que sigue el renacer de la criatura amada. La composición es bella, sobriamente detallada y ejecutada con vigor. Romañach es colorista: las carnes palpitan, encendiéndose o apagándose, según es rica o pobre la sangre que las riega; las ropas de varios tonos se pliegan sin esfuerzo y muestra su calidad y el prolongado uso; el metal da sus multiplicados reflejos, y la verdura del campo, en algún rincón de paisaje italiano que nos ofrece, tiene el cálido matiz de la vegetación meridional.
 No ha mucho nos lamentábamos, en una conferencia, de la escasez e insignificancia de nuestra producción artística, sobre todo en pintura. Pero he aquí que se reúne una pléyade de jóvenes cubanos, que me llenan el pecho de esperanza. Menocal, Romañach, Tejada, Posada, Soler… ¿qué promesas más risueñas? Cuidemos de estimularlos, de envolverlos en esa atmósfera de cariño que enardece a los artistas, que los incita a producir, a crear. Y ojalá que en este renacimiento de to que estamos presenciando, la escuela cubana de pintura surja, y con la poesía y la música, más tardas ¡ay! en renacer, coronen la obra de civilización que se está llevando a cabo. ¿Quién dudará de nuestra capacidad cuando tengamos arte, y arte cubano, flor de nuestra naturaleza y nuestra raza?

 Diego Vicente Tejera

 El Fígaro, septiembre de 1899. 


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