sábado, 3 de febrero de 2018

Flaubert




 Jesús Castellanos

 Una vez más ha tenido justificación el santo vicio de las estatuas, de que se inculpa a menudo a los franceses, acaso porque su intenso patriotismo y su excelso orgullo de sus próceres, avergüenza a los demás pueblos. Es ahora Rouen, la modesta ciudad ribereña del Sena, quien perpetúa en la piedra la memoria de uno de sus hijos más preclaros: Gustavo Flaubert, tipo de excepción en las letras modernas, que por sus proporciones pertenece por igual a todo el mundo culto. Y París entero ha peregrinado a la ciudad oscura que hoy se ilumina al recuerdo del genio; y los grandes de la literatura le han tejido coronas en diarios y revistas.
 Las dimensiones de Flaubert como renovador de la novela francesa y buzo incomparable del corazón humano, necesitaban ser vistas a distancia, como las de los altos faros, para ser fielmente comprendidas. Por eso es hoy, traspuesta la época en que su impersonalismo y su realismo á outrance se imponían, cuando ya no hay amigos que desvirtúen su estructura con el ditirambo ni enemigos que traten de amontonar sombras sobre su gloria, cuando puede juzgársele y trazar de él una impresión de conjunto. 
 Flaubert fue para la literatura francesa un gran hecho histórico. Fue su cambio de dirección en las ideas, y su salvación en la forma. Antes de Madame Bovary tocaba el romanticismo a su desenfreno. Las más atroces fantasías tomaban carne de episodios reales, trastornando los valores morales del público y entonteciendo a toda la generación que venía, con ejemplos de falsos heroísmos y femeninos ideales. En cuanto a la forma, todo desafuero gramatical era permitido a trueque de sonar musicalmente y traer vaga impresión de colores; los dioses mayores predicaban, para dar pábulo a la corriente, la inutilidad de todo estudio, la excelencia de toda improvisación.
 La gran virtud de Flaubert fue poner un dique a este desbordamiento de brillante necedad. Ya algo había sembrado Balzac orientando su Papá Goriot y su Mujer de Treinta Años hacia los rumbos de la verdad. Pero en cuanto a la pureza del lenguaje, nada había hecho aquel cíclope que escribía novelas al vertiginoso compás en que pergeñaba comedias Lope de Vega. De una y otra redención es, pues, Flaubert, el Cristo.
 Dureza y fulgor de diamante se necesitaba tener en el alma para dar en aquel ciclo de desbarajuste el ejemplo de diez años de gestación antes de presentar su novela maestra, la primeriza. En aquel París frívolo pareció prodigioso el hecho; y casi se estimó por loco su viaje poco después a Cartago para preparar su sombría y magna Salambó; y no se dio crédito a su declaración ingenua de haber invertido muchos desvelos en bibliotecas, archivos y hasta en excursiones al Vaticano, para crear, según su sueño de perfección, el episodio bizantino de Las tentaciones de San Antonio.
 La crítica parisiense, refrescada durante todo el período romántico por lecturas ingleses y alemanas, no había perdido la cabeza como el público. Sainte Beuve, rey de las opiniones de aquel tiempo, y con él Baudelaire y Barbey D'Aurevilly, saludaron aquel renacimiento de las ideas y del idioma. El viejo francés de Chateaubriand resucitaba, pero con menos aparato y con más transparencia para la idea. Por primera vez se vieron usados ciertos adjetivos que la prosa y el verso románticos habían proscrito como toscos o duros. Y las parrafadas oratorias, y las asonancias, y los guiones, y toda la pesada orfebrería de 1830, palideció ante el estilo sereno y límpido de aquel extraño renovador que casaba maravillosamente las descripciones externas con los estados de alma, en cláusulas límpidas y sobrias.
 Se censuró a veces como exagerada su constante preocupación por el impersonalismo. En efecto, no puede haber obra de artista sin que algo se prenda en ella de su alma. Y si el mismo Flaubert trató, predicando con el ejemplo, de que en sus obras no hubiese un solo comentario ni siquiera expresado por algún personaje a él parecido, ¡cómo había de evitar que al cerrarse cada uno de sus volúmenes, desde Madame Bovary hasta Bouvard et Pecuchet; se sintiera inevitablemente el soplo melancólico que de las páginas subía, hablando de la protesta del autor hacia esta vida penosa que nos hace elevarnos eternamente en el ensueño para caer eternamente en la realidad! Oh, sí; Flaubert puso en sus nove las, al parecer tan alejadas de su medio y de sin psicología, mucho de los grandes dolores de su vida. Y donde hay emoción hay personalidad.
 ¿No venció por lo tanto en su cruzada del impersonalismo? En lo relativo, sí venció. Borró, por lo menos, el lacrimoso sentimentalismo descarado de las narraciones románticas, donde el autor, coma las plañideras egipcias, exhibía de intento sus lágrimas. De su época en lo adelante, el sentimentalismo no se expuso, sino que se dejó entrever. Fue una deducción agridulce, emocionada, del lector. De una a otra fórmula media un abismo de diferencia.
 Sin Flaubert no hubieran nacido estos grandes poetas de la realidad: Daudet, Maupassant, los Goncourt, que hacen sentir rastreando con su pluma por el bajo suelo de la vida burguesa. Y aun tiene que reconocer su abolengo prestigioso la actual tendencia humanista o naturista, mezcla de ensueño y verdad, que resiste a tratar ciertos temas podridos y tiñe sus prosas con un leve humorismo anglosajón. Para todos dio material esa cantera formidable.
 Claro es que no se pueden lograr los milagros que a la Francia y al mundo legara Flaubert, sin haber concentrado en sí la vida de un sacerdote purísimo. Y eso fue él para su arte. Nada, ni la representación social, ni los halagos de la fortuna, ni la amistad, ni el amor, tuvieron nunca fuerza para doblegar de su ruta fanática a este monje del ideal. El hacía el arte porque su ser se lo pedía y jamás admitió una transacción con su yo clarividente, por exigencias del público o la crítica. ¡Divino suicidio del que tan pocos quedan vivos!...
 Ahora sonreirá con su blanca sonrisa de mármol desde el alto pedestal, ante el tiempo que bulle a sus pies, veinte años más allá de que sus ojos de carne se cerraran. Viril gigante de los luengos mostachos, todavía parecerán más recios en la piedra sus hombros de atleta que levantaron de un desmayo mortal la gloriosa literatura de la Francia. 

 Crítica de arte. Ensayos, Colección póstuma publicada por la academia de arte y letras, La Habana, Improvisador Comercial, 1914, pp. 207-11. 

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