jueves, 15 de febrero de 2018

La exposición Romañach


  Jesús Castellanos

 Bajo la galante hospitalidad de un gran periódico, ha presentado en estos días Leopoldo Romañach, nuestro insigne pintor, una serie de sus mejores estudios de Roma. ¿Estudios nada más? Nuestro buen filisteismo, más terrible cuanto más virgen de toda cultura especialista, ha arriesgado esta observación sintiendo vagamente la necesidad de algunas composiciones de abanico con su leyenda literaria al pie. Pero el artista no fue a la ciudad Eterna a conquistar medallas ni a deslumbrar a las Indias a su vuelta; fue modestamente —egoístamente, pudiera escribirse en holocausto a su honradez— a beber en la fuente prístina del arte cristiano, estudiando, estudiando siempre en el invencible problema de la luz —Proteo escurridizo que sólo algunos pinceles egregios han podido fijar— y purgándose con una lenta bonificación ante los lienzos consagrados, de todo el desorden interno que algunos años de la factoría pusieron de fijo en su temperamento.
 Noble empeño el suyo de estudiar ampliamente la altiva escultura humana, sin sacrificios de composición ni concesiones al gusto de lo bonito; porque no sé qué haya de más hermoso ni más contentivo por sí solo de arte, que estas sorpresas a la sangre que corre y al músculo que juega y hasta a la idea que pasa, logradas con la más desconcertante simplificación de los procedimientos y magias del oficio.
 Bienaventurados los que llamándose Velázquez o Goya o Fortuny, han podido morir aplastados por el trabajo enorme en el estudio seco y tormentoso de la verdad escueta, con energías de acero para resistir a la tentación de la pública frivolidad.
 Estas cabezas que ahora presenta Romañach, acaban de encentrar y definir su personalidad como la de un neto pintor español, heredero directo del forjador de La Fragua de Vulcano, aun a pesar de su exclusiva educación italiana. ¿Fue la primera carnada de sus ideas, sembrada en él por un maestro español, Padilla? ¿Fue la misteriosa dirección de la raza que pone en las retinas del nieto las mismas visiones que florecieron en las del abuelo ilustre? El hecho es que ahora más que nunca, y filtrándose por entre la trama brillante y coqueta de la pintura italiana, donde oficia aún la sombra del Tiziano galante, se descubren en el pintor cubano todas y cada una de las cualidades dominantes del genio español: la violencia de expresión, el gusto por los matices hoscos, la sobriedad de la composición, la amplitud de las pinceladas, la entonación severa y casi religiosa, patente aun en los que como don Diego fueron totalmente profanos; y sobre todo el carácter, la armonía del interior y el exterior de los personajes, que, reuniéndolos desde sus cuadros separados, diríanse formar una sola familia, apretada en una misma idea.
 En trabajo reciente ha anotado el crítico inglés Havelock Ellis esta cualidad predominante en la historia del arte español: el carácter. Y tan es cierta esa observación, que si no fuera por esta comprensión vigorosa, masculina y realista de las cosas, aun de las espirituales", poco hubiera quedado del glorioso siglo de oro, donde ni aún en el Cristo de Rivera ni en las Purísimas de Murillo, y salvo tal vez únicamente en los cuadros del Greco, febril y misterioso, se encuentra un destello de sensibilidad estética ante la cual se inquiete o divinice el alma como ante el soplo de una honda fórmula filosófica. 
 Pero con esto ya es bastante y aun mucho. Romañach nos ha dado como sus preclaros abuelos la impresión real de una asamblea de buenas gentes que alientan, y que descienden, remisas o ligeras, su camino hacia la muerte. Por entre el grupo de cabezas italianas que dialogan en silencio, una barba flotante bajo dos claros ojos de anciano cuenta una miseria digna; un mendigo de socarrones párpados fruncidos, asoma su muleta arrancada a un héroe velazquiano; una matrona del paganismo esquiva un brazo admirable, brazo redivivo de la vieja edad de los circos.
 Esta vez ha adquirido nuestro compatriota una formidable disciplina sobre sí mismo, intentando sin una pose de escuela, sin una traición a su sólida personalidad de naturalista, los nuevos procedimientos de la tricromía y la pintura al ámbar. Preparado ya para probar sin miedo a extraviarse, ha realizado con sólo los tres colores primarios ese prodigio de realidad que se admira en la "mujer del brazo"; y espigando por el fresco campo del arte mural, ha pintado al ámbar cuatro hermosísimos panneaux dedicados al palacio del discreto dilettante señor Conill, panneaux de claras tonalidades a lo Puvis de Chavannes, pero con carnes y paisajes de una justeza que no conoció nunca el decorador de la Sorbona.  
 He aquí en suma que Roma nos devuelve a nuestro  gran pintor aumentado en seguridad de dibujo y acaso en libertad para poner el color, pero siempre el mismo visionario rudo de la verdad con que nos encariñamos en su primera repatriación gloriosa, poeta como Sargent a su manera, brusca y simple, es decir, respetando la anatomía, apreciando los valores de distancia, sorprendiendo la extraña fusión sutil, inexistente acaso, del contorno y la atmósfera, y poniendo, en fin, sobre la pobre reproducción de la carne muerta, el barniz raro, genial de la tristeza, trasunto del alma.
 La crítica podría decir, como Tosca ante la supuesta mistificación de Mario, que en ella ha dado su sangre: “!Voilá un artiste”!



 [El Fígaro, diciembre 20 de 1908]

 Leopoldo Romañach 

 Encontré al maestro sumergido en el sol, en el trabajo, en el divino sosiego de su arte. La escena, que traía inquietos y presa de toda suerte de conjeturas a unos cuantos muchachos tostados de aquella agreste orilla del Almendares, componía una nota exótica en el centro de los agrios peñascales, rubios por la sequía. De espaldas al río, el modelo, ese vivo y sanguíneo botero, prestado por Sorolla a Romañach, y que es su última y más afortunada obra de plein air. Alrededor del caballete del maestro, otros caballetes de discípulas. Bajo los sombreros, mariposas gigantes en la magia del sol, se ríe y se murmura, y a ratos, como por las ráfagas del viento que dobla los juncos, se piensa gravemente en la línea y en el color. Los grillos trasnochadores duermen y a nuestras palabras, embotadas en el ancho silencio, sólo responden los suspiros del manglar mecido en el agua muerta y las esquilas de las vacas latiendo lejos, hacia la otra orilla.
 Aquel día estaba el maestro verboso, tal vez comunicativo con la fiebre del paisaje. Había querido iniciar a sus alumnos en una lección de figuras al aire libre, enfrentándolos valientemente con toda la magna complejidad del problema de la luz. Y estaba contento de su iniciativa porque sus discípulos habían avanzado con ello un gran paso. Porque en esta ruda alma de artista sin envidias, el ideal remoto, el que en cada espíritu resume los más delicados designios, es el de crear herederos de su propia alcurnia, plantando seriamente con un conjunto de pintores sinceros y sin secretos trics, los primeros bloques de lo que podrá ser definidamente nuestro arte nacional. Romañach es hoy doblemente el maestro: para el arte y para la patria. Sus alumnos podrán o no tener talento y no es concluido que hayan de maravillar a los salones europeos, pero sí es absolutamente seguro que no pondrán en ridículo a su tierra olvidada, y para el ojo experto podrán revelar que en estos rumbos hay una escuela de noble verdad, rebelde a la tentación de lo bonito y lo compuesto, lealmente avasallada a la simple y desnuda realidad.
 Y he aquí que en la expansiva franqueza de los campos, hablamos naturalmente de sus proyectos, Romañach tiene en sus características de artista nato, la de un violento y nunca apagado entusiasmo. ''No se llega a ser pintor, decía Benjamín Constant, hasta que no se es, a todas horas, dormido o despierto". El autor de La Convaleciente es un obseso del color y sus dedos nerviosos reclaman a cada instante la paleta. Una vez en un abierto baño de playa, bajo un sol loco de verano, recuerdo que zambullíamos entre una turba de trusas policromas, regodeándonos en esa compleja caricia única que sólo sabe dar el agua y que maravillosamente ha escapado a algunas sensibilidades de poetas). Romañach, pintor a todas horas, había concebido entre dos aguas su cuadro imposible: congestionado, acaso por el sol, acaso por la inspiración, alzaba los brazos mojados gritando: ''Vea Vd., vea usted las tonalidades de la carne y de las trusas bajo el agua verde"; y desconsolado añadía: "mientras no pintemos eso no haremos nada." Así es el hombre.
 Prepara ahora Romañach un gran cuadro de sentimiento, La promesa. De él es una fina cabeza cargada de melancolía que hoy publica El Fígaro.  Una joven enferma ha ofrecido en su crisis agónica  una peregrinación a la ermita lejana a cambio de la salud: la curación se ha logrado, pero no la salud; el pobre organismo queda herido y vienen horas de abatimiento y de suave pena desleída en lágrimas calladas; pero la promesa está hecha y la joven pálida se hace conducir en una silla de ruedas hasta los pies del Cristo enorme, gastados por la ofrenda babosa de los besos. El tema conviene exactamente al temperamento emotivo y concentrado del artista, y sus facultades técnicas son las de una manera simple y espontánea, que peca en todo caso de no concluir demasiado, y su gusto va hacia los tonos ocres y sombríos que campean en Velázquez, admirablemente aptos para conducir a estas impresiones dolorosas y agudas de la vida práctica. 

 
 Se encuentra ahora el maestro en su plena energía. Fuerte exponente de ella da esta admirable colección de retratos que hoy exornan las planas de El Fígaro, realizados en pocos meses a partir de su vuelta a Europa. Romañach ha hecho en ellos el retrato moderno, en cuanto casa el interés del modelo con la alta preocupación del artista. Bien es cierto que en esta misma clasificación del género se agrupan Carolus Durán y Sargent, Gándara y Sorolla, que nada tienen de común: la pintura literaria y de salón y la fuerte pintura realista esclava de la técnica. Romañach, hondamente impresionado en su juventud por el gran yankee que creó Los Profetas de Boston, no ha dejado como él de ser el jugoso y audaz colorista de siempre al hacerse elegante y amable retratista de señoras.  
 En esta hermosa manía de sinceridad está la base de su robusta personalidad artística. No es común, convengamos en ello, que encontremos a estos pintores de interior, a estos retratistas de mundanas composiciones, en medio de un cerco de rocas desnudas, coronadas por ásperos magueyes bajo la bendición solar. Romañach, aparte sus sagrados estímulos de maestro, va a la santa fuente de la Naturaleza —panacea para todos los quebrantos del cuerpo y del espíritu— a curarse de la monotonía de una visión recortada, a libertarse del estudio y de la ciudad donde hasta la luz es una mentira. Así sólo puede saber de cierto cómo son las carnes y cómo flotan las figuras en la atmósfera confundiéndose con ella. Al volver al estudio cada día, creed que va operándose en su espíritu una regeneración y que ya puede dar la batalla a las añagazas de la luz y los reflejos... Lástima que esta sacra noción del arte, única que salva al elegido, no haya alentado por igual impulso en algunos temperamentos que aquí vimos nacer con positivo talento y que positivamente también han muerto.
 Consérvennos los dioses este extraño ejemplar de perseverancia y de fe, surgido por milagro en el trópico criminal que todo lo disuelve y empaña. Aquella mañana de oro en que el río sinuoso y glauco, los breñales adustos, los sombreros audaces y la turba asombrada de andante rapacería fueron testigos de sus gestos de iluminado y de sus explosiones de entusiasmo, consideraba yo su fuerte torso de campesino y su bien clavada cabeza velazquiana, e imaginaba optimistamente que no todo debe estar perdido por aquí, como repiten los señores políticos, cuando aún hay quien tan tercamente sueñe, cuando a orillas de un agua mansa hay un Nazareno que funda altivamente su pequeña escuela de idealismo.

 CRITICA DE ARTE. COLECCIÓN PÓSTUMA PUBLICADA POR LA ACADEMIA NACIONAL DE ARTES Y LETRAS. HABANA. TALLERES TIPOGRÁFICOS DEL “AVISADOR COMERCIAL” AMARGURA NUMERO 30, 1914; pp. 405-13. 

 Imágenes: "Frutas", Cuba y América, dic. 1904; "Estudio", Cuba y América, may. 1901; y "Croquis", Cuba y América, ene. 1901.  

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