miércoles, 14 de febrero de 2018

Una vía de agua. Romañach y sus cuadros



 Jesús Castellanos 

 Una vía de agua producida no se sabe por qué, en el casco de un barco que venía del fondo del Golfo con el envío artístico que a Saint Louis hiciera Cuba, ha destruido rápidamente, vulgarmente,  prosaicamente, toda la obra de Romañach, nuestro  pintorazo laureado en el extranjero. 
 Ha sido una noticia brutal, anonadante, que hace pensar en la existencia de un Dios de lo Estúpido, cruel e iracundo con los que levantan la cabeza sobre las multitudes, especie de nihilista enconado e  implacable con la aristocracia intelectual. Como se ahoga a las alimañas en el fondo de una bodega,  como se hace podrir una carga de cosas vulgares  para engordar la materia, ha acabado este demiurgo  malvado con lo que de más fino, más alto y puro  tenía el arte nacional.
 El artista, dice Guyau, no finge sino para hacernos  creer que no finge. Pero al cabo de contemplar su  obra algún tiempo, olvidamos la máxima y caemos por entero en el engaño. Observamos a los personajes de los cuadros admirados, concediéndoles inconscientemente cierta personalidad: nos familiarizamos con algunos, llegan a atraernos unos ojos insistentes, odiamos a determinados personajes; después de una ausencia tenemos que contenernos para no saludarlos como a antiguos conocidos. No nos atreveríamos a cometer una mala acción teniendo a esas figuras pintadas por testigos... Inútil es que me digáis que os importarían tanto como un mueble cualquiera, un secretaire o una silla.
 Los cuadros de Romañach eran amados sinceramente por nuestro público. ¿Qué cabeza de mujer cubana no se ha detenido sorprendida y turbada hondamente, ante la escena de terrible realismo que en un tugurio componen una niña y una vieja? ¿Quién, entre los que han visto su otro gran lienzo, Abandonada, no se ha identificado con el dolor hondo y sin reparación posible, de aquella madre que ha dejado un momento el trabajo para llorar?
 Pero si así aman las obras de Romañach los sinceros, los de la turba, también triunfa de los analistas, de los escrutadores fríos que no se conmueven por una composición simpática. Precisamente es el voto de los técnicos el que ha decidido su gran nombre: porque su arte, sobre ser sabio como el de Rubens, es salvajemente viril e impetuoso como el de Velázquez. Fue él quien nos trajo a Cuba una racha del arte naturalista que aquí no conocíamos —¡triste es decirlo!— hasta su Convaleciente, expuesta en un saloncito de esta ciudad; fue él quien enseñó a las cabezas frescas la teoría clásica, siempre vivida, de hacer morbideces y delicadezas de piel cuidada con sólo planos montando sobre planos: fue él quien haciendo tambalear las ideas estéticas, tropicales, hizo ver que la Belleza —que es un seudónimo que usa la Verdad— no estaba en las carnes de nácar de Puvis de Chavannes y Bouguereau, sino en las carnes grasas y sucias que hacen adivinar el músculo y debajo el hueso, en las obras de Mancini y Michetti.  
  Siete son los cuadros que ha perdido Romañach: uno de ellos, Abandonada, apenas lo conoció la Habana. No lo quiso exponer nunca, atacado, a poco de haberlo concluido, de un acceso de descorazonamiento y murria, de esos que forzosamente han de padecer los artistas en estas tierras poco hospitalarias para los elegidos.
 Era, a mi juicio, su mejor obra. Hecho en un período de maduración más completa —porque en los seis o siete años que median desde sus cuadros de Roma a Abandonada, el artista ha triplicado sus fuerzas —está construido con una conciencia poderosa de la técnica, una honradez sincera respecto a la anatomía, y sobre todo, lo que es su excelencia, una justeza pasmosa del color.
 Abandonada es un cuadro de grandes dificultades vencidas. Sobre el brazo de la máquina de coser ha caído en un momento de abatimiento la pobre cabeza atormentada, oculta la cara entre las manos retorcidas. Un niño de carnes aurorales duerme al pie. Nada más. Pero el ambiente de tristeza gris que flota en torno, las manos que se aprietan los dedos una con otra, el encaje de la cabeza sobre los hombros, sólo eso —porque el cuadro es de una sobriedad valiente en que no han entrado recursos de efecto— dicen que aquellos ojos que no se ven, lloran a raudales en silencio, y que aquella boca escondida debe hacer preguntas muy amargas al Dios omnipotente que no quiso acordarse de ella. Las manos de este cuadro, y la figura del baby, que a pesar de ser de un tono dulce no deja de participar de la bruma del fondo, valen por sí solos muchos laureles y dineros. Una armonía de color admirable, una armonía que corre desde los ocres cálidos hasta los muertos verdes, hace, por último, un capolavoro completo de este cuadro.
 A más de La Convaleciente y Abandonada, ha perdido Romañach cinco cabezas de estudio. Dos de ellas son de su primera época, copian tipos italianos: una cabeza de vieja, propiedad del señor Raimundo Cabrera, y un tipo delicioso de niña transtiberina, que poseía el doctor Albarrán.
 De las otras sobresale el retrato del pintor Hevia. Era uno de los lienzos que mostraban por entero su manera actual: robusto de líneas, jugoso de pinceladas, bien entonado y un tanto en boceto todavía, recuerda la construcción de los Profetas de Sargent, el americano ilustre.
 Nuestro gran pintor está en plena explosión de vida, y su desgracia no ha de quebrantarlo para nuevas empresas. En boceto tiene dos grandes cuadros: el uno copia una escena triste en una casa de préstamos, y se titulará probablemente La última prenda; el otro será un pedazo de la vida al aire libre, una impresión tomada en los muelles con unos cuantos torsos hercúleos al descubierto y un lampo de esmalte azul al fondo. Tiene el gran preservativo para no agotarse por la indiferencia ambiente: el aislamiento; el mismo remedio que hacía infatigables a los anacoretas de los primeros siglos. A treinta varas del suelo, en una especie de palomar, donde no se escuchan los ruidos de los carretones, y sin más testigo que el mar abierto frente a su balcón, pinta para sí, para el arte, sin pensar en vender lo que hace ni en satisfacer gustos pueriles.
 Y hace bien en mantenerse como las águilas, en el hueco de su peña, sin bajar al llano más que para lo necesario. Somos muy pocos los que nos hemos enterado de eso de la vía de agua… En España se quemó hace unos doscientos años La Expulsión de los Moriscos de Velázquez, y todavía se lamenta...

 Abril, 1905. 

 Se reprodujo en Crítica de Arte. Colección póstuma publicada por la Academia Nacional de Artes y Letras, La Habana, 1914, pp. 399-404. 

 Imagen: "A la fuente", La Ilustración Artística, 23 de febrero de 1914. 

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