jueves, 6 de noviembre de 2014

Vírgenes y hombres dioses




 Francisco Figueras


 Aquellos que pudieron salvar algo de la fe católica trocáronla en un grosero fetichismo, el cual, dando en tierra con toda noción espiritual de la religión, levantó el culto de las imágenes a la altura de una verdadera idolatría.
 De entre ellos era extraído últimamente por el clero, el contingente más numeroso de las procesiones, romerías y otras fiestas eclesiásticas, en las cuales el bullicio y la ostentación, toman el puesto del fervor y la edificación.
 Por lo que atañe a las clases blancas inferiores, tanto en la ciudad como en el campo, diéronse a raras supersticiones, reputando milagrosas y venerando como santas, cuevas, quebradas, fuentes y colinas, situadas siempre en lugares agrestes y despoblados. Tradiciones, cuyo origen era del todo desconocido, y por ende más prestigioso, asociábanse siempre a esos lugares de culto y reverencia.
 La aparición de una Virgen María trigueña, cual conviene a una hija del trópico, derramando el bien de sus próvidas manos en forma de milagros, y dando vista a ciegos, salud a enfermos, consuelo a afligidos y hasta hacienda y fortuna a menesterosos y desvalidos; la memoria de un indio converso y eremita, muerto en una covacha en olor de santidad, o la más extravagante todavía de un viejo filibustero arrepentido y taumaturgo: todas estas y otras muchas creaciones de la fantasía popular, asediada por el ansia de lo maravilloso, han erigido en diversas comarcas de la Isla, parajes de devoción especial, cuyo culto, sin ministros que lo exploten y prostituyan, ha podido perpetuarse hasta nuestros días.
 En Cárdenas, no lejos del caserío de Varadero, existe una de estas grutas, santificada por la crédula piedad del vulgo, y la cantidad de cera que en ella se quema, iguala, si no aventaja, a la que consume la Iglesia parroquial.
 Otras veces estas supersticiones disfrazadas de curas milagrosas, han servido a la picardía para explotar a la ignorancia. La virgen de Jiquiabo, una campesina vieja, fea y analfabeta, recorría allá por 1885 el campo y la ciudad, pretendiendo sanar toda dolencia con la virtud maravillosa de unos retazos de lienzo grosero santificados antes por el contacto de su piel.
 En época todavía más reciente, otro labriego de idéntica vulgaridad e ignorancia, haciéndose llamar el Hombre-Dios, reclamaba igual prestigio para el agua consagrada por la inmersión de sus manos casi siempre nada limpias.
 Y lo peor del caso no es que existiera un idiota para protagonista de la farsa y un pícaro para dirigir la escena, sino que hubiera público numeroso, acomodado y hasta con pretensiones de ilustrado, para asegurar a la función un éxito pecuniario.
 Entre ese público —y el dato lo debemos a La Lucha, periódico de la Habana — llegó a figurar nada menos que un Secretario de Instrucción de la República.
 Disuelto durante la Intervención americana el contubernio del Estado con la Iglesia, parece llegada para ésta, la hora de una rehabilitación tan completa como necesaria, si es que el campo y su mies no han de quedar para las sectas disidentes, que han logrado con aquel suceso un motivo de estímulo y aliento.
 El culto que a la justicia profesamos, nos hace confesar que algunos pasos se han dado por ella en esa senda. Si han sido con acierto y en demanda de aquel propósito, es muy temprano aún para decidirlo. La data del empeño es reciente y como la cosecha está en el surco, es imposible apreciar su resultado.



 Cuba y su evolución colonial, 1907, pp. 169-70. 

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