martes, 18 de noviembre de 2014

Al filo de sus confesiones





 
 Pedro Marqués de Armas


 “La tristeza del pueblo cubano”, así tituló Miguel Ángel de la Torre la conferencia que impartió en Cienfuegos el 10 de octubre de 1915; fecha señalada entonces, incluso para un cronista como él, entregado al buen estilo y a los paraísos artificiales. El patriotismo, grande o pequeño, no estaba reñido con las drogas y era todavía estímulo -y a ratos complemento- donde alborozo y melancolía se repartían parejos.

 Excelente prosista, uno de los mejores de la primera República, reconocido por prescindir de subordinadas y por su riqueza de vocablos, de la Torre tuvo por escuela al Heraldo de Cuba, donde bajo el magisterio de Márquez Sterling y del Conde Kostia, y junto a otras plumas de nivel que allí convergen hacia 1914 –Manuel Fernández Cabrera, Ruy de Lugo-Viña, Miguel de Marcos, etc.–, se consolida como escritor, o mejor, en lo que él mismo llamaba el oficio del periodismo literario.
       
 Cultivador del cuento, la novela breve, la crítica –más a menudo teatral– y la oratoria, fue con sus crónicas, herederas del primer modernismo pero despojadas de pedrerías, que alcanzó un lugar destacado. Sutilmente divertido y ágil en sus construcciones, plenas en detalles y giros sorprendentes, intuitivo más que dado a la especulación, captó aspectos de la época como la americanización de las costumbres o el contraste entre lo ingenuo de los ideales y los encorsetamientos de una mentalidad todavía colonial.
 
 Podía escribir lo mismo con oscura inventiva, creando ambientes insólitos, como en “Kodak de viaje: La vida muda”, “Marianao, playa del amor” y “El arte encantador de las manicuras”; o caer en la entonación afectada, como cuando se duele de las “despalilladoras de tabaco” y de los niños sin merienda escolar.

 Tanto en “La gloria de la familia”, su única novela, como en sus cuentos y críticas, aporta por lo general una visión no complaciente, reticente incluso; sus narraciones sobre la manigua, que recuerdan a Jesús Castellanos y a Hernández Catá, hablan, ante todo, de complicados romances que terminan con un balazo en la cabeza por motivos más psicológicos que épicos. Aunque su mejor cuento es por mucho “El antecesor”, rara pieza entre ficcional y biográfica concebida en 1913, y solo comparable por su extrañeza con el “Julio Ramos” de D. V. Tejera, y el “Cerdo de la Feria de Neully”, de Rodríguez Embil.

 La reseña que dedicó a las novelas de Miguel del Carrión no pudo ser más penetrante y demoledora: “Sabe fabricar los muñecos de su guignol, pero no sabe moverlos atinadamente”. 

 A Lorenzo García Vega le gustaba el título en cuestión: “La tristeza del pueblo cubano”, y así lo dejó dicho; quizás porque entrevió en esa tristeza omnímoda, anunciada lapidariamente, algo del envés cubensis: ese reverso que el autor de Los años de Orígenes aprehende para su “posible novela" a partir de los folletines adheridos al modo de vida de la burguesía, con sus recodos de pianos y sus chillones programas de beneficencia.

 Sin embargo, al contrario de otros escritos de Miguel Ángel de la Torre, la aludida conferencia poco ofrece de esa “vida bullente” y “actual” por la que abogaba desde su oficio de cronista. Se trata aquí de un discurso como los tiempos mandan, impartido a petición del liceo de su ciudad natal. No ofrece “cuadros de vida”, sino un diagnóstico terminal: el de la malograda República caída por la pendiente, como dirían otros, del choteo y el panem et circenses.

 Son los mismos ingredientes del discurso de la frustración, pero sazonados en otra variante de pesimismo, en este caso menos sociológica: una declarada melancolía ante la pérdida de los ideales patrióticos y por la falta de integración ritual en el pueblo cubano, expresión de ese “nihilismo emotivo” que, a su juicio, había dado al traste con la reservas de felicidad del país. 

 A esta tristeza que más que a la nación invade al espíritu de patria, y que la embarga pese al crecimiento económico que ya se experimenta, opone de la Torre una añoranza del todo dramática por una “Cuba sacrificial”:

 "A lo largo del camino ensangrentado que empezó hace 47 años hemos perdido la costumbre y la facultad de ser felices, como si el sufrimiento hubiera para siempre secado en nosotros las fuentes más gratas de la vida; porque parece que nuestra generación nueva ha traicionado a la madura, quebrantando la espartana consigna que nos dieran quienes al morir morían porque viviéramos, quienes al llorar lloraban porque riéramos, quienes al derramar su sangre la derramaban con la esperanza de que nosotros sabríamos cultivar las rosas que surgieran de la tierra cubana enriquecida con aquel abono heroico".

 Esta certeza de que la "tristeza del pueblo cubano" reside en el olvido del sacrificio, recuerda a otros tantos artículos de la época, a veces desmesurados, como los de Aranguren, o sobriamente pesimistas, como los de Poveda y Ortiz, para quienes la sangre derramada por los mambises no había servido de abono, al desviarse por los cauces de la traición, el crimen, el suicidio y la apatía.

  El desvío del sacrificio a lo largo de dos generaciones, ejemplificaría, según de la Torre, lo avanzado del “nihilismo” y tal vez lo irrecuperable de las fuentes vivas, populares, ritualistas, del alma colectiva.

 Las grandes gestas y la memoria emocional han sido suplantadas, nos dice, por la más tremenda desidia, quedando de todo ello apenas, pero “sólo como un anacronismo galvanizado por el lápiz genial de Ricardo Torriente, la figura desgarbada del buen Liborio, entre cuyas patillas florecen constantemente el chiste y la risa."

 Mientras la realidad se vuelve áspera y, ya por último, desértica, es el pueblo mismo –y no solo sus instituciones– el que ha entrado en una fase de descomposición donde en vano se buscarían esos “atributos del buen humor representados por Liborio”.

  Se duele Miguel Ángel de la Torre de que no exista en el “calendario moral una sola de esas efemérides que en otros pueblos corresponden a las fiestas del hogar, de la patria, de la religión, de la tierra madre, de cualquiera de las fuentes de que tomamos la vida”. Más que en el descreimiento y la indolencia, el problema radica en el suelo mismo, en el sustrato natural del país, agotado definitivamente, al punto de convertirse en contra-naturaleza, en odioso artificio.   

 Echa de menos, en fin, tanto un genio popular como sus reservas religiosas y patrióticas. Ese templo laico que es la patria levantada por los cubanos a lo largo de sus guerras –con esa endeblez de tarima a la que también alude García Vega– pertenece ahora, exclusivamente, al pasado. El anti-plattismo siempre presente en de la Torre, aunque a veces con tácita ironía, así como su constitucionalismo (ver por ejemplo, su artículo “Grandes hombres de Cuba”) se vuelven ahora, involuntariamente, de revés.  “No se arrodilla nuestro espíritu durante los ritos lares de Pascua como el pueblo americano, ni se expanden nuestras masas populares y se adueñan de plazas y calles como el buen pueblo que tomó La Bastilla."

 Por último, se pregunta: "¿en cuál de las muchas emboscadas que nos puso el destino perdió nuestro pueblo su tesoro de ventura? ¿Será que, perpetuada en sus ojos la visión atormentada de sus guerras de libertad, no acierta a abrirlos a las rientes perspectivas de su vida de ahora?”

 
 Pero como ocurre en los discursos sobre la frustración republicana, aquello que está en falta no es sino lo más presente: el ejercicio de una queja circular que, en cualquier caso, reclama su terapéutica, es decir, su positividad. 

 Justo a finales de 1915, había logrado Miguel Ángel de la Torre apartarse de las drogas por algún tiempo, como apuntan sus biógrafos. En sus años juveniles, ya había intentado suicidarse, huyendo de conflictos con el padre, tal vez motivados por su homosexualidad y por la temprana adicción a los alcaloides. Su fuga lo lleva a emprender una ruta por los Estados Unidos, donde sobrevive como actor cómico. Cuando se establece en La Habana, solo después de numerosos tropiezos logra abrirse camino, hasta convertirse en articulista habitual. Y aunque su prestigio crece y se le designa para representar al Heraldo de Cuba en sus aniversarios, el sueldo siempre inestable y dilapidado lo mantiene al borde del hundimiento.

 De cierto modo, la tristeza a la que se refiere es en todo momento suya. En otro de sus discursos patrióticos, el del 24 de febrero de 1922, anunciaría: "Tal vez voy a suicidarme al lanzarme contra el filo de mis confesiones, pero alegre afronto y decidido acepto el suicidio, si luego y en definitiva este cadáver mío, ha de servir de prenda de rescate y precio de un futuro para la Patria, redimida de su presente de ignominia y de claudicaciones". 

 Indudablemente, se tomó ese trabajo como pocos, entreverando lo frágil de sus afectos en el pathos suicidario del relato de la frustración. Todo lo frágil que no era su pluma, a juzgar por ese “idiosincrático” sentido del humor (para decirlo con término de su gusto, a la vez muy nietzscheano) que le vendría por negación de algún duelo, o por las lecturas de Mark Twain y Eça de Queirós y, ya por último, de Gómez de la Serna.

 Hay que decir también que su visión de la patria tuvo su lado optimista, ingenuo casi. Pero que el contrataste más visible en lo que conocemos de su obra (todavía por recoger debidamente, pues Prosas Varias rescatadas en 1965 por Elías Entralgo resulta parte mínima de lo que permanece sepulto) es aquel que se establece entre el carácter mundano, jovial, -o, como solía decir, riente- de sus crónicas y esa amargura de la que dan cuenta, como proyecciones guiñolescas, sus escritos políticos.  

 Endeudado, a punto siempre del desahucio, en la madrugada del 14 de septiembre de 1930, luego de hacerse varias heridas en el cuello por las que fuera asistido en el Hospital de Emergencia, y tras engañar al médico de guardia y a un amigo asegurándoles que las heridas eran accidentales, volvería a la carga con más ahínco.

 Pero dejemos que lo cuente Pedro López Dorticó, relator de aquella historia acaecida en la habitación 33 del Hotel Zabala: “Por la madrugada, otro de sus amigos, ignorante de lo sucedido, un pobre diablo escapado no sé si de la picaresca española o del mundo agónico de Dostoievski, a quien llamaban Max Linder y que compartía, a espaldas del hotelero, el pobrísimo cuarto y la cama desnuda, extrañado de que a la señal acostumbrada no le fuese tirada por el balcón la llave subrepticia, logró, entre ansioso y alarmado, vadear la vigilancia del portero. Violentada la entrada, se encontró sobre el bastidor mohoso, el cuerpo del huésped”. Se había cortado la glotis con una Gillette, poniendo en ello, qué duda cabe, dedicación y esmero. 




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