Pedro Marqués de Armas
“La tristeza del pueblo cubano”, así tituló Miguel Ángel de la Torre la conferencia que impartió en Cienfuegos el
10 de octubre de 1915; fecha señalada entonces, incluso para un cronista como
él, entregado al buen estilo y a los paraísos artificiales. El patriotismo,
grande o pequeño, no estaba reñido con las drogas y era todavía estímulo -y
a ratos complemento- donde alborozo y melancolía se repartían parejos.
Excelente prosista, uno de los
mejores de la primera República, reconocido por prescindir de subordinadas y
por su riqueza de vocablos, de la Torre tuvo por escuela al Heraldo de Cuba, donde bajo el
magisterio de Márquez Sterling y del Conde Kostia, y junto a otras plumas de
nivel que allí convergen hacia 1914 –Manuel Fernández Cabrera, Ruy de Lugo-Viña, Miguel de Marcos, etc.–, se consolida como escritor, o mejor, en lo
que él mismo llamaba el oficio del periodismo literario.
Cultivador del cuento, la novela breve, la crítica –más a menudo teatral– y la oratoria, fue con sus crónicas, herederas del primer modernismo pero despojadas de pedrerías, que alcanzó un lugar destacado. Sutilmente divertido y ágil en sus construcciones, plenas en detalles y giros sorprendentes, intuitivo más que dado a la especulación, captó aspectos de la época como la americanización de las costumbres o el contraste entre lo ingenuo de los ideales y los encorsetamientos de una mentalidad todavía colonial.
Cultivador del cuento, la novela breve, la crítica –más a menudo teatral– y la oratoria, fue con sus crónicas, herederas del primer modernismo pero despojadas de pedrerías, que alcanzó un lugar destacado. Sutilmente divertido y ágil en sus construcciones, plenas en detalles y giros sorprendentes, intuitivo más que dado a la especulación, captó aspectos de la época como la americanización de las costumbres o el contraste entre lo ingenuo de los ideales y los encorsetamientos de una mentalidad todavía colonial.
Podía escribir lo mismo con oscura
inventiva, creando ambientes insólitos, como en “Kodak de viaje: La vida muda”,
“Marianao, playa del amor” y “El arte encantador de las manicuras”; o caer en
la entonación afectada, como cuando se duele de las “despalilladoras de tabaco”
y de los niños sin merienda escolar.
Tanto en “La gloria de la
familia”, su única novela, como en sus cuentos y críticas, aporta por lo
general una visión no complaciente, reticente incluso; sus narraciones sobre la
manigua, que recuerdan a Jesús Castellanos y a Hernández Catá, hablan, ante
todo, de complicados romances que terminan con un balazo en la cabeza por
motivos más psicológicos que épicos. Aunque su mejor cuento es por mucho “El
antecesor”, rara pieza entre ficcional y biográfica concebida en 1913, y solo comparable
por su extrañeza con el “Julio Ramos” de D. V. Tejera, y el “Cerdo de la Feria
de Neully”, de Rodríguez Embil.
La reseña que dedicó a las novelas
de Miguel del Carrión no pudo ser más penetrante y demoledora: “Sabe fabricar
los muñecos de su guignol, pero no
sabe moverlos atinadamente”.
A Lorenzo García Vega le
gustaba el título en cuestión: “La tristeza del pueblo cubano”, y así lo dejó
dicho; quizás porque entrevió en esa tristeza omnímoda, anunciada
lapidariamente, algo del envés cubensis:
ese reverso que el autor de Los años de
Orígenes aprehende para su “posible novela" a partir de los folletines
adheridos al modo de vida de la burguesía, con sus recodos de pianos y
sus chillones programas de beneficencia.
Sin embargo, al contrario de
otros escritos de Miguel Ángel de la Torre, la aludida conferencia poco ofrece
de esa “vida bullente” y “actual” por la que abogaba desde su oficio de
cronista. Se trata aquí de un discurso como los tiempos mandan, impartido a
petición del liceo de su ciudad natal. No ofrece “cuadros de vida”, sino un
diagnóstico terminal: el de la malograda República caída por la pendiente, como
dirían otros, del choteo y el panem et
circenses.
Son los mismos ingredientes del
discurso de la frustración, pero sazonados en otra variante de pesimismo, en
este caso menos sociológica: una declarada melancolía ante la pérdida de los
ideales patrióticos y por la falta de integración ritual en el pueblo cubano,
expresión de ese “nihilismo emotivo” que, a su juicio, había dado al traste con
la reservas de felicidad del país.
A esta tristeza que más que a
la nación invade al espíritu de patria, y que la embarga pese al crecimiento
económico que ya se experimenta, opone de la Torre una añoranza del todo
dramática por una “Cuba sacrificial”:
"A lo largo del camino ensangrentado que
empezó hace 47 años hemos perdido la costumbre y la facultad de ser felices,
como si el sufrimiento hubiera para siempre secado en nosotros las fuentes más
gratas de la vida; porque parece que nuestra generación nueva ha traicionado a
la madura, quebrantando la espartana consigna que nos dieran quienes al morir
morían porque viviéramos, quienes al llorar lloraban porque riéramos, quienes
al derramar su sangre la derramaban con la esperanza de que nosotros sabríamos
cultivar las rosas que surgieran de la tierra cubana enriquecida con aquel
abono heroico".
Esta certeza de que la
"tristeza del pueblo cubano" reside en el olvido del sacrificio,
recuerda a otros tantos artículos de la época, a veces desmesurados, como los
de Aranguren, o sobriamente pesimistas, como los de Poveda y Ortiz,
para quienes la sangre derramada por los mambises no había servido de abono, al
desviarse por los cauces de la traición, el crimen, el suicidio y la apatía.
El desvío del sacrificio a lo
largo de dos generaciones, ejemplificaría, según de la Torre, lo avanzado del “nihilismo”
y tal vez lo irrecuperable de las fuentes vivas, populares, ritualistas, del
alma colectiva.
Las grandes gestas y la memoria
emocional han sido suplantadas, nos dice, por la más tremenda desidia, quedando
de todo ello apenas, pero “sólo como un anacronismo galvanizado por el lápiz genial
de Ricardo Torriente, la figura desgarbada del buen Liborio, entre cuyas
patillas florecen constantemente el chiste y la risa."
Mientras la realidad se vuelve
áspera y, ya por último, desértica, es el pueblo mismo –y no solo sus
instituciones– el que ha entrado en una fase de descomposición donde en vano se
buscarían esos “atributos del buen humor representados por Liborio”.
Se duele Miguel Ángel de la Torre de que no exista en el “calendario moral una sola de esas efemérides que en otros pueblos corresponden a las fiestas del hogar, de la patria, de la religión, de la tierra madre, de cualquiera de las fuentes de que tomamos la vida”. Más que en el descreimiento y la indolencia, el problema radica en el suelo mismo, en el sustrato natural del país, agotado definitivamente, al punto de convertirse en contra-naturaleza, en odioso artificio.
Se duele Miguel Ángel de la Torre de que no exista en el “calendario moral una sola de esas efemérides que en otros pueblos corresponden a las fiestas del hogar, de la patria, de la religión, de la tierra madre, de cualquiera de las fuentes de que tomamos la vida”. Más que en el descreimiento y la indolencia, el problema radica en el suelo mismo, en el sustrato natural del país, agotado definitivamente, al punto de convertirse en contra-naturaleza, en odioso artificio.
Echa de menos, en fin, tanto un
genio popular como sus reservas religiosas y patrióticas. Ese templo laico que
es la patria levantada por los cubanos a lo largo de sus guerras –con esa
endeblez de tarima a la que también alude García Vega– pertenece ahora, exclusivamente,
al pasado. El anti-plattismo siempre presente en de la Torre, aunque a veces
con tácita ironía, así como su constitucionalismo (ver por ejemplo, su artículo
“Grandes hombres de Cuba”) se vuelven ahora, involuntariamente, de revés. “No se arrodilla nuestro espíritu durante los
ritos lares de Pascua como el pueblo americano, ni se expanden nuestras masas
populares y se adueñan de plazas y calles como el buen pueblo que tomó La
Bastilla."
Por último, se pregunta:
"¿en cuál de las muchas emboscadas que nos puso el destino perdió nuestro
pueblo su tesoro de ventura? ¿Será que, perpetuada en sus ojos la visión
atormentada de sus guerras de libertad, no acierta a abrirlos a las rientes
perspectivas de su vida de ahora?”
Justo a finales de 1915, había
logrado Miguel Ángel de la Torre apartarse de las drogas por algún tiempo, como
apuntan sus biógrafos. En sus años juveniles, ya había intentado suicidarse,
huyendo de conflictos con el padre, tal vez motivados por su homosexualidad
y por la temprana adicción a los alcaloides. Su fuga lo lleva a emprender una ruta
por los Estados Unidos, donde sobrevive como actor cómico. Cuando se establece
en La Habana, solo después de numerosos tropiezos logra abrirse camino, hasta
convertirse en articulista habitual. Y aunque su prestigio crece y se le
designa para representar al Heraldo de Cuba
en sus aniversarios, el sueldo siempre inestable y dilapidado lo mantiene al
borde del hundimiento.
De cierto modo, la tristeza a
la que se refiere es en todo momento suya. En otro de sus discursos
patrióticos, el del 24 de febrero de 1922, anunciaría: "Tal vez voy a
suicidarme al lanzarme contra el filo de mis confesiones, pero alegre afronto y
decidido acepto el suicidio, si luego y en definitiva este cadáver mío, ha de
servir de prenda de rescate y precio de un futuro para la Patria, redimida de
su presente de ignominia y de claudicaciones".
Indudablemente, se tomó ese
trabajo como pocos, entreverando lo frágil de sus afectos en el pathos suicidario del relato de la
frustración. Todo lo frágil que no era su pluma, a juzgar por ese “idiosincrático” sentido del
humor (para decirlo con término de su gusto, a la vez muy nietzscheano) que le
vendría por negación de algún duelo, o por las lecturas de Mark Twain y Eça de
Queirós y, ya por último, de Gómez de la Serna.
Hay que decir también que su visión
de la patria tuvo su lado optimista, ingenuo casi. Pero que el contrataste más
visible en lo que conocemos de su obra (todavía por recoger debidamente, pues Prosas
Varias rescatadas en 1965 por Elías Entralgo resulta parte mínima de lo que
permanece sepulto) es aquel que se establece entre el carácter mundano,
jovial, -o, como solía decir, riente- de sus crónicas y esa amargura de la que
dan cuenta, como proyecciones guiñolescas, sus escritos políticos.
Endeudado, a punto siempre del
desahucio, en la madrugada del 14 de septiembre de 1930, luego de hacerse
varias heridas en el cuello por las que fuera asistido en el Hospital de
Emergencia, y tras engañar al médico de guardia y a un amigo asegurándoles que
las heridas eran accidentales, volvería a la carga con más ahínco.
Pero dejemos que lo cuente
Pedro López Dorticó, relator de aquella historia acaecida en la habitación 33
del Hotel Zabala: “Por la madrugada, otro de sus amigos, ignorante de lo
sucedido, un pobre diablo escapado no sé si de la picaresca española o del
mundo agónico de Dostoievski, a quien llamaban Max Linder y que compartía, a
espaldas del hotelero, el pobrísimo cuarto y la cama desnuda, extrañado de que
a la señal acostumbrada no le fuese tirada por el balcón la llave subrepticia,
logró, entre ansioso y alarmado, vadear la vigilancia del portero. Violentada
la entrada, se encontró sobre el bastidor mohoso, el cuerpo del huésped”. Se
había cortado la glotis con una Gillette, poniendo en ello, qué duda cabe,
dedicación y esmero.
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