jueves, 19 de mayo de 2011

Otro final para Sébastien Roch




   Francisco Morán


  El 10 de junio de 1890 Casal publicó en La Discusión una reseña de la novela Sebastián Roch, de Octave Mirabeau (1), publicada ese mismo año. Los lectores no deben olvidar que sólo unos meses antes se había celebrado el Congreso Médico, donde Luis Montané (2) leyó su ponencia sobre los pederastas de La Habana. La reseña de Casal gana importancia en ese contexto, dado que es, hasta donde sabemos, el único artículo suyo en el que alude explícitamente a la sodomía (3) y —aunque de manera velada— al amor homosexual.
  En la novela Sebastián Roch enviuda y decide internar a su hijo —también llamado Sebastián— en un colegio jesuita. No lo hace para ayudarlo, aclara Casal, sino para «despertar la envidia de los demás padres burgueses del lugar». Luego de amenazarlo con los castigos más duros si no se comporta a la altura de los sacrificios que —como hombre que no dispone de elevada fortuna se verá obligado a hacer— le exige a su hijo reunirse con sus amigos para que así perdiera sus “hábitos”. Una vez sólo en el convento, Sebastián intenta inútilmente ganarse el cariño de sus compañeros, pero al descubrir que su padre era un ferretero (4), éstos lo rechazan. Por esta razón, continúa Casal, buscó la compañía de «un tal Bolorec, huérfano como él, y desdeñado como él, quien correspondió a sus deseos, llegando a entablarse entre ambos una de esas amistades que no se encuentran luego en el mundo, ni se olvidan jamás». Pero sucedió que el padre Kern «se acercaba frecuentemente a Sebastián, captándose su simpatía, por medio de caricias y frases lisonjeras», hasta que una noche «sació en el cuerpo del niño sus apetitos sodomíticos». Más tarde, y temiendo que Sebastián revelara lo sucedido, «dio parte […] de haberlo sorprendido cometiendo actos deshonestos con Bolorec», lo que hizo que ambos fueran expulsados de la institución jesuita.
  «Incapacitado para el amor, como para toda grande acción», expresa Casal —y no hemos de olvidar que él mismo tiene parte en la elaboración o reelaboración del argumento—, «porque las huellas del crimen ahogaron en su organismo los gérmenes de su virilidad», Sebastián regresa a su hogar donde sólo encuentra «todo género de injurias». Al estallar la guerra, no tiene otra opción que incorporarse a ella, «y muere allí al lado de Bolorec, como un cobarde, sin haber disparado una bala jamás» (“Sebastián Roch”, 149-50).
  Hasta aquí el “argumento” propiamente dicho según lo refiere Casal. La clave de lo que Casal quiso decir, sugerir o articular está, muy posiblemente, en la desafiante, conmovedora y astuta conclusión, es decir, ahí donde termina la novela y el reseñista presenta su punto de vista, el cual, como se sabe, tiene siempre en mente a su receptor, a ese lector al que la reseña le hará buscar o no la novela.
  Hay tres problemas, absolutamente cruciales, a los que -si bien brevemente- considero imperativo aludir aquí: la relación del Casal escritor con la del Casal lector; su habilidad para capturar lo que constituye el núcleo temático -y dificultosamente velado- de la novela: el despertar del sujeto a su deseo homosexual, sin duda en relación y condicionado —pero no enteramente determinado— por la red del poder : el padre, las expectativas, críticas y murmuraciones de la comunidad (entiéndase, del grupo) y, finalmente, por las de la Iglesia (representada por la institución jesuita) y el Estado; éste último a través del llamado obligatorio a la guerra. Por último, habría que mencionar aquí aquellos aspectos de la trama que Casal silencia, enfatiza, e incluso cambia.
  Algo que no falla en notar Casal es la complicidad autobiográfica con el espacio ficcional de la primera novela de Mirbeau que había llegado a sus manos —Le Calvaire— de modo que sobre ésta, afirma que «la pintura de la desesperación amorosa está hecha con tan negros colores, con tan vigorosa mano y con tan imponente verdad, como si el autor hubiera vaciado en ella su propia alma» (“Sebastián Roch”, 149) (énfasis nuestros). Cabe notar que, aunque Casal no lo dice, esto es aún más obvio en Sebastián Roch (5). Y si en el primer caso alude a «la pintura de la desesperación amorosa», en el que nos ocupa aquí se trata de la representación de un lazo afectivo que une para siempre los destinos de dos figuras masculinas.
  Contrario a lo que nos dice o sugiere Casal, la amistad entre Sebastián y Bolorec no es, ni inmediata, ni tiene en la novela —al menos en apariencia— el protagonismo emocional que aquél le atribuye. He dicho “en apariencia” porque la distorsión —llamémosla así— introducida por Casal sirve a su propósito de traer a un primer plano, veladamente, el protagonismo de la experiencia del amor homosexual, sin dudas pivotal en la novela.
 Lo sorprendente de este texto narrativo es la complejidad que introduce en la experiencia (homo)sexual y amorosa mediada, e incluso articulada por relaciones de poder. Es así que se entretejen el repudio a la hipocresía y al poder despótico de la Iglesia como institución, con el hecho paradójico de que la instrumentación represiva más que causar —como dice explícitamente Casal— la incapacidad de Sebastián «para el amor» (heterosexual), lo hace despertar a un deseo homosexual en estado latente (6). Si lo primero resultaba ya escandalosamente controversial; lo segundo —que sin dudas aligeraba, hasta cierto punto, el peso de la culpa de la Iglesia— era todavía más audaz, y aún peligroso. Esto explica la ambigüedad de Sebastián hacia el padre Kern, al cual teme, desea y rechaza simultáneamente. No sería exagerado afirmar, sin embargo, que de todas estas emociones, la más imperiosa es la del deseo sexual. En una de las entradas de su diario, reflexionando sobre la violación, luego de expresar que no odiaba al Padre Kern, añade : «Por supuesto, él me hizo daño, y las consecuencias de ese daño se han enraizado en mí. Pero, ¿pude o debí haber escapado de ese mal? ¿No tendría ya ese germen fatal dentro de mí? Algo curioso me inquieta. De todos los sacerdotes que he conocido, creo que él es que odio menos. Me gustaría escucharlo hablar otra vez. Todavía puedo escuchar el sonido de su voz suave, penetrante » (Sebastián Roch, 228).
  La sospecha de que ya él hospedaba dentro de sí, antes de la violación, el «germen fatal» parece confirmarse con lo que parece una placentera reactualización de la violación : la voz suave de Kern, penetrándolo. Más aún, en la escena del rechazo de Margarita, la fuga definitiva de los brazos del amor heterosexual se expresa en los pensamientos de Sebastián vagabundeando «los caminos de la memoria» :
  «El asiento junto a la ventana en el dormitorio, la orilla del mar, los pinares, la seductiva belleza de la voz mezclándose al murmullo del mar y del viento. Sus pensamientos estaban en esa habitación, fijos en el brillo pequeño, caprichoso, de la punta de un cigarro, y lo extrañaba. ¿De veras? Le dio placer, y nunca más maldijo ese pensamiento. ¿El hecho de que ya no lo maldijera más significaba que lo echaba de menos? Gentilmente alejó los brazos de Margarita de alrededor de su cuello, y delicadamente la alejó de sí » (Sebastián Roch, 246).
  El placer se mira en el espejo que le ofrece la punta del cigarro. Al igual que en el ejemplo anterior, el deseo homosexual está fuertemente asociado a la voz. Su actualización —y es importante recordar esto a la hora de reflexionar sobre el deseo en Casal— no depende ya del territorio del órgano: el pene. Desterritorializado, puede desplazarse de la punta de un cigarro, a la mezcla —¿derrame deberíamos decir?— de los sonidos, al vagabundeo, a los extravíos y desvíos de la memoria. Pero ese deseo está consciente de su diferencia, y en virtud de esa diferencia traza otros mapas, otros itinerarios: se aleja de unos brazos, se acerca a otros.
  Casal debió entender esto, y es quizá esta la razón de que prefiriera separar a la víctima (inocencia) de su victimario (culpa). No obstante, al mismo tiempo se las ingenió para sugerir que esa separación no era después de todo tan clara o evidente. Lo primero a tomar en cuenta en este sentido es el desplazamiento del interés de la novela, del crimen del padre Kern, a la amistad Sebastián-Bolorec. Ya hemos dicho que la relación de Sebastián con Kern, tanto en términos estrictamente narrativos como simbólicos, ocupa el espacio más importante de la novela; más aún, a Bolorec se lo representa como un individuo enigmático, impenetrable, cerrado. Y hay que decir que es por esta misma razón tal vez que muy poco en él —si es que algo— sugiere algún tipo de apego por Sebastián. En cuanto a éste, sólo se vuelve apasionadamente a Bolorec —y esto es significativo— luego y no antes de haber sido seducido por Kern.
  Como se recordará —y Casal lo dice— el Padre Kern acusó injustamente a Sebastián «de haberlo sorprendido cometiendo actos deshonestos con Bolorec». Los lectores no debemos olvidar, sin embargo, la atmósfera simbólica y decadente de la novela, cuya poética de la abyección debió fascinar a Casal. Es cierto entonces que los cargos contra Sebastián y Bolorec eran falsos, si por esto entendemos la realización factual de «actos deshonestos». Pero si consideramos la poco velada y latente, primero, y más consciente después homosexualidad de Sebastián (7), así como su definitivo rechazo de la mujer como objeto del deseo, y que su compañía, hasta su muerte, fue Bolorec, no resulta difícil percibir tras la intensa amistad que finalmente los une, « hasta que la muerte los separa», un amor homosexual. Irónicamente, el narrador insinúa el deseo transgresor en la misma escena que “prueba” a los lectores la inocencia del acto que, posteriormente, será tachado de «deshonesto». Habiendo sido prácticamente encerrado como castigo en una celda de la institución jesuita, Sebastián —que no alcanza a comprender la causa de esto, ni se le ocurre pensar que el padre Kern pudiera estar detrás de lo sucedido— se esfuerza por recordar cada detalle de su última conversación con Bolorec. Éste, que sueña con incendiar el colegio, matar a los jesuitas y a los aristócratas, habla de esto a escondidas con Sebastián, quien teme que puedan ser escuchados.
  Éste recuerda, entonces, que uno de los salones de música se había quedado abierto y solo, y ve sobre una silla, frente a un escritorio, un violín. En este momento se interrumpe la conversación y todo el interés lo acapara el violín.
  Bolorec no dice nada; pero Sebastián mira fijamente el violín. El violín lo atrae, lo fascina; desea poder sostenerlo en sus manos, sentirlo vibrar, estallar, quejarse y llorar. ¿Por qué no entrar en esa habitación? ¿Por qué no tomar el violín? Ningún ojo indiscreto los está mirando; esa esquina del patio está desierta, bastante desierta. «Ven conmigo», le dice a Bolorec. «Vamos a tocar el violín» (Sebastián Roch, 170).
  La fascinación que el violín suscita en Sebastián está asociada al placer erótico —recuérdese el vínculo entre el sonido y el goce sexual— y en este caso ese sustrato simbólico podría ser el de la masturbación, lo que parecen reforzar la conciencia de cierta transgresión y de la soledad. La relación con el violín es, sobre todo, la relación con un cuerpo que excita la mirada y que esa mirada puede excitar, animar, llevar al orgasmo (8).
  En contraste con el momento de la violación, ése en que Sebastián no es más que un «pobre niño» forzado a cumplir los deseos de otro «en medio del silencio de la noche», al final de la reseña su cuerpo alcanza una súbita presencia, una extraordinaria visibilidad, en la enunciación de su propio deseo: «¡Bolorec!» Pero si leemos otra vez la reseña, veremos que ese deseo había estado ahí desde el principio. Piénsese, por ejemplo, en la ambigua declaración de que, al llegar al internado y verse rechazado, Sebastián había «solicit[ado] la compañía de un tal Bolorec», y de que éste «correspondió a sus deseos», tras lo cual se anuda una amistad para toda la vida. Tanto solicitar como corresponder a los deseos podían implicar un intercambio más íntimo, incluso de tipo sexual. Por otra parte la marginación que, por diferentes razones, sufren Sebastián y Bolorec, parece ser una de las más tempranas señales de la diferencia homosexual de ambos. Esta diferencia se enfatiza en -según lo sugiere Casal- la historia de amor que corre, no tan subterránea, pero sí paralelamente a los sucesivos actos discriminatorios que deben sufrir los dos, particularmente Sebastián. No sólo se nos dice que el padre no está realmente preocupado por su bienestar, sino que también sus compañeros lo rechazan, y luego de ser abusado en el colegio regresa a la casa para recibir nuevas injurias. Recordemos que, para Eribon, la injuria ha desempeñado un rol de primera importancia en el proceso de articulación, refutación y revelación de la identidad gay: «En el principio fue la injuria. La que cualquier gay puede oír en un momento u otro de su vida, y que es el signo de su vulnerabilidad psicológica y social» (Reflexiones, 29).
  Hablando desde la primera persona del plural, Casal afirma que Mirbeau «ha conseguido plenamente […] conmovernos a favor del héroe que, como la sombra de un ángel mancillado, atraviesa por la negrura tempestuosa de esas páginas enervantes, amargas y desconsoladoras».



  Basado en esa simpatía, lamenta el final precipitado; que después de abandonar el colegio el «niño mártir» no viviera «en otro medio para alcanzar, si es posible, otra muerte más vergonzosa pero más tardía que la alcanzada en el campo de batalla, tembloroso el cuerpo y echado de bruces en el suelo, preguntando a cada instante a Bolorec : ¡Bolorec! ¡Bolorec…! ¿Tú me oyes?» (“Sebastián Roch”, 150-51).
  Y es aquí donde Casal introduce el cambio, quizá, más importante en lo que respecta a la trama de la novela. Sebastián no muere llamando a Bolorec. Sebastián cae muerto junto a Bolorec quien, primero, no acierta a comprender lo sucedido. Por eso le pide que se levante, una y otra vez, mientras Sebastián yace inerte. Es Bolorec quien se inclina sobre el cuerpo sin vida de su amigo, «y lo tocó, entonces se arrodilló, mortalmente pálido, en la sangre, de la que escapó un breve vapor violáceo». Primero trató de levantarlo, pero estaba débil y no podía, por lo que empezó a gritar pidiendo ayuda. Nadie vino a socorrerlo, por lo que, haciendo un esfuerzo, «se las arregló para levantar a Sebastián y cargarlo en sus brazos». Caminó tambaleándose y finalmente dejó a Sebastián sobre la boca rota de un cañón. Inclinándose otra vez sobre Sebastián, dijo otra vez como si pudiera escucharlo: «No está bien, pero las cosas cambiarán, tú verás.» Luego de recobrar su aliento volvió a echarse el cadáver sobre su espalda una vez más, «y ambos hombres, el vivo y el muerto, hicieron su camino por entre las balas y los proyectiles entre el humo» (Sebastián Roch, 265-266).
  ¿Por qué Casal cambia el final de la novela? ¿Por qué —no obstante decirnos de Bolorec que había «entablado [con Sebastián] una de esas amistades que no se encuentran luego en el mundo, ni se olvidan jamás» —no vuelve a mencionarlo en la reseña hasta el final, y sólo como llamado, o reclamado por Sebastián? Esto es importante porque Casal no nos permite siquiera afirmar que Bolorec estaba al lado de Sebastián. Los gritos de éste podían, después de todo, haberse dirigido a un fantasma, a una ausencia. Mi respuesta es que Casal se enfoca en Sebastián, porque es éste quien busca y desea estar cerca de Bolorec, a su lado. Sebastián —no Bolorec— es quien emerge en la novela como la figura del amante ; él es el emblema del deseo. Bolorec, como antes el Padre Kern, son los catalizadores del deseo y la sensualidad de Sebastián. Ellos representan el pathos —la violación, la ausencia— de la experiencia amorosa (homosexual en este caso), y son, por lo mismo, tramos en el camino del autoconocimiento.
  «Al principio no me simpatizaba, [anota Sebastián en su diario refiriéndose a Bolorec] parcialmente debido a su extraña fealdad, pero entonces aprendí a amarlo. A pesar de nuestra separación y del silencio entre nosotros, siempre he sentido una infinita ternura hacia esta compañía extraña y reservada de mis horas más oscuras, y no puedo explicar realmente por qué.
  Siento que este afecto crece en proporción al del enigma inescrutable de su personalidad, y se fortalece verdaderamente por el miedo real que me inspira» (Sebastián Roch, 213) (énfasis nuestro).
  Bolorec presenta, tanto en un sentido intelectual como sexual, la resistencia —él es el final del cigarro, brillante, fugaz— que pone en marcha el deseo de saber, de poseer, de ser poseído, de Sebastián. Como Casal, éste alimenta su deseo con las brasas del obstáculo: la carta que Bolorec no responde, o ésa en que la caligrafía acalambrada, llena de extraños, incomprensibles deshilachados, no se deja leer; o se trata entonces del padre Kern que no pregunta por él y lo ignora. Por eso el final que prácticamente podemos decir que inventa Casal, tiene más sentido: Sebastián gritando en el vació, poblándolo con su deseo, y de paso voceándolo.
  La simpatía de Casal por Sebastián llega al extremo no sólo de preferir para él una vida más larga —aún al precio de una humillación también más prolongada— sino que hasta parece darle la bienvenida a esa humillación. Astutamente, sin embargo, no habla de prolongar la vida del héroe, sino de demorar su muerte. Con esto, la vergüenza sólo queda vinculada directamente a la manera en que termina la vida del personaje. La conclusión de Casal, sin embargo, es discursivamente ambigua. Por un lado, podríamos leer la representación completa de la muerte de Sebastián como algo reprobable, vergonzoso. Y si a esto agregamos que esa muerte no parece ser otra cosa que la imagen —no muy encubierta que digamos— del final trágico de una “historia de amor”, el rechazo del autor podría servir para argumentar eso que hemos dicho que no vemos en Casal : el doble discurso respecto a la disidencia sexual apuntado por Molloy. Pero, por otra parte —a diferencia de lo que Molloy observa en Darío y en Martí— aquí resulta difícil, si no imposible, afirmar esa distancia. Esto se debe a que Casal primero asocia la vergüenza con la cobardía de morir «sin haber disparado un tiro jamás», y éste parece ser también el sentido que le da al final de la novela.
  Además, en el final de la reseña, que nos presenta a su vez el de la novela, se mezclan —y por esta misma razón— el yo del cronista y el de Sebastián, uniéndose ambos en los mismos temblores, en la pregunta por el cuerpo del otro, al que reproducen y se agencian al nombrarlo : «¡Bolorec!»
  Nótese que, a partir de la frase «tembloroso el cuerpo», en la escritura parpadean simultáneamente el crítico, el lector de la novela, y el personaje. Por un instante no podemos distinguir al uno de los otros. Sobre todo porque no es hasta aquí que escuchamos a Sebastián y, lo que es más importante, queda a nosotros, los lectores, conjeturar si su tono es el de un cobarde, o el de un amante despidiéndose de su amado. La muerte de Sebastián «como un cobarde, sin haber disparado una bala», es, probablemente, la última injuria que recibe. Casal reescribe ese final, y a través de un pase tan rápido como casi imperceptible de la tercera a la primera persona, nos deja con una imagen que oscila entre la del guerrero inepto y cobarde, y la más heroica y digna del amante. En este sentido, hay un vacío en la narración de la trama de singular importancia para lo que estamos dilucidando. Como se recordará, Casal nos dice que después de ser expulsado del colegio jesuita, Sebastián regresó al hogar «incapacitado para el amor » porque la violación había ahogado en él « los gérmenes de la virilidad». De lo que se trata, por supuesto, es de sugerir y justificar la incapacidad del personaje para el amor heterosexual. Aquí termina la narración de la trama propiamente dicha hasta el salto final a la trinchera donde —en la reseña de Casal— Sebastián muere llamando a Bolorec. En el tiempo transcurrido entre la expulsión de la escuela y la guerra, ¿qué sucede con esa amistad que, ya lo sabemos, era de las que « [no] se olvidan jamás» ?
  Independientemente de lo que suceda en la novela, Casal deja entrever que ambos jóvenes vivieron juntos desde el momento en que se hicieron amigos. Por eso era tan necesario explicar la «incapacidad amorosa» de Sebastián, mientras, al mismo tiempo, se nos deja con la imagen última del sacrificio amoroso.
  En la primera entrada de su diario, Sebastián concluye con una pregunta que, por su importancia, quiero reproducir en toda su extensión: «Cierta colérica piedad me acosa por estas gentes merodeando en sus guaridas, condenadas por las leyes religiosas y civiles a revolcarse eternamente como bestias. ¿Hay en alguna parte alguien joven, apasionado, pensativo, jóvenes que piensen y que estén luchando por liberarse ellos mismos y a nosotros de la mano pesada, criminal y asesina de la Iglesia, tan fatal para la inteligencia humana? Jóvenes que enfrentados a la ley moral dispuesta por los sacerdotes, y a las leyes civiles custodiadas por la policía, se digan a sí mismos resueltamente: ‘Seré inmoral y me rebelaré’. Quisiera saberlo. » (Sebastián Roch, 211).
  No podía sospechar Sébastien —y posiblemente tampoco Mirbeau— que en una ciudad de la periferia del mundo, ya había nacido uno de esos jóvenes. Lejos estaban de imaginar que Casal había fijado también sus ojos en el final de un cigarro, que perseguía las palabras en el cenicero de la página, que se quemaba él mismo, alegremente, en perfumes anfibios, que hacía con la tos, el esputo y la sangre, extrañas criaturas que desafiaban las regulaciones de médicos y policías. ¿Cómo lo habrían sospechado?
  Hasta ahora, la crítica ha insistido mayormente —y sin dudas con razón— en la influencia de Baudelaire en Casal. Habría que pensar también en el posible influjo, quizá decisivo, de Octave Mirabeau (9), y en particular de esta novela que nadie menciona: Sebastián Roch. Aunque aquí no puedo detenerme en este asunto, prefiriendo dejarlo quizá para un ensayo futuro, me atrevería a afirmar que el personaje del «Amante de las torturas» —cuento que, como sabemos, es de 1893 — fue tal vez modelado sobre el del padre Kern. Al mismo tiempo debo advertir que entre uno y otro podrían advertirse diferencias notables. Hablar de “influencias” en Casal —y esto ha sucedido frecuentemente con los escritores latinoamericanos, en particular con los modernistas, implica conjurar la sombra disminuidora de la mera “imitación”, el lugar segundón del margen latinoamericano. Por eso creo conveniente y necesario reproducir eso que dice Casal en la introducción de su reseña sobre Sebastián Roch :
  «Amando mis ideas, por encima de todo, ya sean falsas, ya verdaderas, ya propias o ya adquiridas, pues en este último caso también son mías, porque las ideas, como las ostras a las conchas, sólo se adhieren a los cerebros dispuestos a recibirlas […] » (“Sebastián Roch”, 149).
  Casal se niega a trazar una divisoria entre las ideas «propias» y las «adquiridas», incluso entre las « verdaderas» y las «falsas», resolviendo el problema en términos de afinidad, no de préstamo, y mucho menos de deuda. Cualesquiera que fueran las influencias recibidas —y fueron muchas— la escritura de Casal no deja de asombrarnos, de maravillarnos con la magia que tienen todos los comienzos. Es por eso que hojearlo, una y otra vez, significa regresar al paraíso de los orígenes del misterio, de la poesía. Que esa ojeada —como la que le espera a cualquier escritor— sólo nos revele el paraíso perdido de ese origen, significa, en última instancia, mantener vivo el deseo de su compañía.

Notas:
(1) Julián del Casal. Prosas II. “Sebastián Roch”. pp. 149-151.
(2) Luis Montané (La Habana, 1849 – París, 1936). A los 20 años lo nombraron «Miembro Titular» de la Sociedad Antropológica de París. Se formó como médico-cirujano en la Facultad de Medicina de París. Regresó a Cuba a los 25 años y ejerció como médico en el Hospital San Felipe y Santiago. Fue nombrado Miembro de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La Habana. Por los méritos y el prestigio que ya poseía le fue encomendada la organización de la Sección de Antropología, que posteriormente sería la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba.
Bajo el gobierno interventor norteamericano fue designado Catedrático de Antropología General y Ejercicios de Antropometría. Formó parte de la comisión que examinó los restos de Antonio Maceo. El Primer Congreso Médico Nacional de la Isla de Cuba se inauguró el 15 de enero del 1890 en el salón de actos de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de la Habana, en Cuba y Amargura. Montané presentó dos trabajos, uno de los cuales fue “La pederastia en Cuba.” En este estudio presentó los casos de 21 pederastas cubanos que estaban recluidos en la Cárcel de la ciudad, y a los que clasificó en aficionados y prostituidos. Mostró fotos, expuso declaraciones verbales (que el texto no recoge), así como los tatuajes que los homosexuales se hacían. Entre los alias que recoge están: La Princesa de Asturias, La Pasionaria, La Verónica, La Isleñita, La Camagüeyana, La Reglana, etc. De los pederastas, 8 eran blancos, 9 mestizos y 4 negros.
(3) El detalle es aún más importante si consideramos que no hay alusión explícita a la sodomía en la novela.
(4) Casal usa la expresión quincallero. Sin embargo, en la traducción al inglés de la novela se emplea ironmonger (ferretero), para aludir al empleo del padre, expresión que nos parece más adecuada para describir su oficio. Se entiende, pues, que nuestras referencias a la novela se basan en la traducción al inglés de Nicoletta Simborowski. Véase: Octave Mirbeau. Sébastien Roch. Inglaterra: Dedalus, 2000. Debe notarse que ésta es la primera traducción al inglés desde que la novela se publicara en Francia, en 1890. No sabemos que exista alguna traducción al español. Para evitarle confundir al lector, al citar la novela escribiremos el título en itálicas. Cuando citemos la reseña de Casal, sólo entrecomillaremos el título.
(5) En la novela la tarea de distinguir la voz del narrador de la voz de la conciencia del protagonista resulta verdaderamente ardua. Esto se debe, en primer lugar, al predominio del narrador omnisciente, pero hay que tener en cuenta al mismo tiempo que la trama transcurre en el colegio jesuita de Vannes donde Mirbeau mismo estuvo internado, y del que –al igual que su personaje– fue expulsado «a los quince años en una situación más que sospechosa». Ver: “Octave Mirbeau” en la página web de la Société Octave Mirbeau: http://membres.lycos.fr/octavemirbeau/dpresentationsaccueil/espanol2.htm
(6) Una serie de detalles que se acumulan y que preceden a la violación de que es objeto Sebastián sugieren y refuerzan el deseo homosexual, cuando menos, insisto, en estado latente. Por ejemplo, su rechazo de Dios como una deidad «inexorable, descolorida, con una barba erizada, siempre furioso y tronante, un tipo de figura maníaca, todo poderosa, y cuyo placer más intenso era asesinar,” al que opone el suyo propio, un Dios “encantador, pálido, rubio, y con los brazos llenos de flores » (Sébastien Roch, 85), no podía fallar en sugerir, particularmente en la época, una oposición entre un Dios “masculino” y otro más “afeminado,” decadente incluso (a Sebastián lo fascinan las palideces, los cuerpos exhaustos). Se trata, incluso, de un Dios con el que puede tener. En conexión con esto hay que añadir el rechazo instintivo al poder, la intuición de su posición marginal, y no sólo desde el punto de vista de clase, social. Es de notar que mucho antes de que ocurra la escena de la violación, la ambigüedad de Sebastián hacia el padre Kern traiciona ambas cosas: el terror y la fascinación que éste suscita en él; terror que –el narrador sugiere –se explica no sólo por la relación de poder, autoritaria, que emana de los deseos ocultos del jesuita, sino también de la intuición de Sebastián de que él también podría albergar esos mismos deseos. Así, aunque desde el principio la mirada de Kern, «cargada de pensamientos no dichos, secretos, turbios», y fija en él, lo perturba, Sebastián cambia la vista precisamente porque esa mirada «empezaba a fascinarlo, a debilitarlo », a «reemplazar su propia voluntad con deseos ajenos, insinuando ideas inquietantes en su mente y fiebres irritantes, casi dolorosas, en su carne ». Debe notarse que esta imagen parece una recreación del martirio de Sebastián (el santo icónico gay). Esas fiebres dolorosas que se insinúan en su carne podrían sugerir el camino de las flechas, igual que no es posible no ver la mezcla de sufrimiento y voluptuosidad que nos recuerdan al «amante de las torturas». No es posible discernir, pues, quién está más obsesionado con quién, puesto que cuando Kern no estaba a la vista de Sebastián era cuando éste podía sentir aún más la fijeza de esa mirada, «pesada, audaz, insinuante, hincando su piel con húmedos escalofríos, con exasperantes cosquilleos ». Otra vez la mirada es representada como un dardo que se clava en la piel, clavado en el que se enredan el horror, la repulsión y el goce: « húmedos escalofríos », « exasperantes cosquilleos ».
(7) En otro pasaje de su diario, Sebastián expresa: «Pienso a menudo en el Padre Kern sin indignación y a veces con placer, entreteniéndome en ciertas memorias, las mismas que más me avergüenzan e inquietan. Eventualmente, me excitaba y me complacía en vergonzosos actos solitarios, mecánicamente, perdido en un placer animal salvaje». (Sébastien Roch, 203).
(8) Este es, podría decirse, uno de los leitmotif de la novela: música y olor como equivalentes del placer y el deseo sexual. El clímax de este placer ocurre, no sorpresivamente, durante la celebración de la misa, y en una escena que nos recuerda al Casal que persigue a Ricardo del Monte, y a la voz lírica de « Amor en el claustro » : « Deseaba extraviarse en esas arrolladoras olas de sonido, dejarse elevar a la gran marea de las armonías, […] podía dejarse abrazar por la gran marejada musical. Aturdido, exhausto, con el sabor del incienso prolongándose en sus labios, el sabor de lo divino, Sebastián regresaba de la misa como había regresado después de ver el mar: débil, vacilante sobre sus pies, reteniendo por muchas horas el olor penetrante, vertiginoso, intenso de la sal en los labios». La imagen no puede ser más explícitamente reminiscente del sexo oral, de ese «sabor divino» –en verdad seminal–, de su olor penetrante tras la experiencia extática en la que lo sagrado se revela, no en oposición, sino en la transpiración del cuerpo. «¡Cuán intoxicante», sueña deliciosamente Sebastián, «poder extraer de un instrumento de madera o de una placa de metal esas armonías que derraman el éxtasis». Extraer (con la boca), hacer derramar. Esto explica que la música aparezca asociada, aunque oblicuamente, al deseo prohibido. Cuando Sebastián le escribe a su padre y le ruega que le permita estudiar música, éste respondió –el narrador lo cita indirectamente– que la música «era un pasatiempo indigno de un hombre, y bueno sólo para mujeres que no tenían nada que hacer ». Lo mismo, afirmó, ocurría con el dibujo : «¿Debería el dibujo ser parte de la educación masculina? ¿Dibujaba Napoleón? Él ganó batallas y estableció el Código Civil». Y añadió que su hijo sólo debía aprender « asuntos sólidos” (énfasis nuestro).
(9) La reseña de Casal hace referencia a la primera de las novelas de Mirbeau que había leído: Le Calvaire. Esta novela fue publicada en 1886, y debemos insistir que la reseña de Sebastian Roch, es del mismo año en que se publicó la novela. Por otra parte, el comentario de Casal de que «siempre encuentra en las páginas de sus obras, la misma concepción de la vida […]», sugiere cierta familiaridad con la obra de Mirbeau.

...de Julián del Casal o los pliegues del deseo: Editorial Verbum S.L, Madrid, 2008, pp. 251-264

Francisco Morán (La Habana, 1952). Poeta, ensayista y profesor de literatura hispanoamericana en Southern Methodist University (Dallas, TX). Ha publicado los poemarios: Ecce Homo, Habanero tú (1997), y El cuerpo del delito (2001). En su obra ensayística destaca Casal a Rebours (1996) y Julián del Casal o los pliegues del deseo (2008). Editó la antología de poesía cubana La isla en su tinta y el número especial de La Habana Elegante por su V Aniversario (Verbum, 2000 y 2004, respectivamente). Redactor de la revista electrónica de literatura La Habana Elegante, segunda época, cuyo primer número apareció en la primavera de 1998. Reside en los Estados Unidos desde noviembre de 1994.

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