sábado, 21 de mayo de 2011

Edipo vence en Stalingrado





 
  Toda traducción es un desafío. La tragedia inherente a toda labor de traducción es que quien la realiza sabe desde un inicio que, en ese tamiz que es llevar una obra de una lengua a otra, de un ámbito cultural a otro, va a quedar siempre una arenilla que jamás conseguirá pasar al otro lado.
  En el caso de esta novela de Gregor von Rezzori (a juicio de este traductor su obra maestra), esas arenillas se vuelven grandes piedras, tan grandes como para construir todo un edificio crítico lleno de pesadas llamadas a pie de página y aclaraciones.
 En esta traducción se ha renunciado conscientemente desde el principio a abrumar al lector con demasiadas notas, por lo tanto ha sido necesario tomarse ciertas libertades a la hora de reproducir la infinitud de juegos de palabras, de dobles sentidos que colman toda la novela. Tengo la confianza de que a esta primera edición de Edipo vence en Stalingrado –que es el título original del libro, seguido de un subtítulo que reza: «Una novela de chismorreos», a los que hemos renunciado por criterios editoriales— le seguirán muchas otras, y tal vez en un futuro sea necesario hacer una edición crítica que incluya (como conocemos de algunas ediciones de Shakespeare, por ejemplo) todo ese corpus erudito que contribuiría sobremanera a la comprensión del estilo del autor y del contexto en el que escribió la obra. Como bien señala una nota del propio Rezzori añadida a la primera traducción al inglés, la novela "fue escrita (...) en una época en que la Alemania Occidental mostraba aún la viruela dejada en su rostro por los cráteres de las bombas, y descollaban los esqueletos de las ciudades reducidas a cenizas".
  A nuestro juicio, el mayor mérito artístico de Edipo... consiste en tratar un periodo oscuro de la historia de Alemania, los años 1938 y 1939, sin los habituales tonos de mea culpa de la época en que se publicó la novela (la década de 1950), sin las rabietas de una literatura comprometida que erupcionarían una década después y, sobre todo, sin aludir de manera directa a los hechos que ocurrían en el exterior. Todo gira alrededor de la vida frívola de un ridículo personaje, el barón Traugott von Yassilkovski, y del mundillo del bar de Charley en el Kurfürstendamm berlinés. Pero Rezzori, en la medida en que inserta en ese contexto frívolo el lenguaje manipulado por los nazis, devuelve a las palabras su pleno valor y consigue, en cierto modo, lo que Viktor Klemperer hizo desde un punto filológico con su grandioso ensayo LTI. La lengua del Tercer Reich. Rezzori nos ofrece en esta novela algunas de las claves estéticas, morales y filosóficas que propiciaron el triunfo del nacionalsocialismo. En ese sentido, esta novela puede leerse, también, como un desternillante ensayo sobre toda una generación y un mundo ya desaparecido, pero nunca impedido de tocar de nuevo a nuestras puertas.
  Dicho esto, este traductor sólo puede confiar y desear que, a pesar de su pálida e insuficiente labor, ese sentido profundo llegue a los lectores de habla española.
  Han sido algunas las instituciones y personas que colaboraron en que esta traducción sea ahora realidad: ante todo, la Sociedad de la Literatura Austriaca, que me permitió investigar en Viena algunos de los rastros de un siempre escurridizo Rezzori; la Casa de los Traductores de Looren, Suiza, donde pude trabajar con toda la concentración necesaria; los colegas de todas partes del mundo que aportaron sus sugerencias, su talento y su buen ojo a solucionar algunos de los enormes problemas de traducción presentes en esta novela. A todos ellos, mi más sincera gratitud. 

  Fráncfort del Meno, octubre de 2010. 
 
  Aníbal Campos



 
 

  Fragmentos de Edipo vence en Stalingrado

  Gregor von Rezzori


  Hemos tocado aquí un punto tan difícil que deberá usted permitirme que le dedique un par de ideas más a este asunto. Se trata, nada menos, que de la inutilidad última del lenguaje. A decir verdad, Locke debió haber escrito más de un capítulo sobre la inconveniencia de las palabras: las sublimes perogrulladas que se han dicho a lo largo de cinco mil años nos convencen de que, en cualquier caso, lo más profundo aún no ha sido expresado. Y suponiendo que Gautama Buda y Lao-Tsé se hubieran encontrado alguna vez, no cabe de duda de que hubieran callado.
 ¿Es que tengo que decirle lo desgarrador que resulta el esfuerzo de expresarse, el tormento de la incapacidad para hacerse entender...? El lenguaje… ¿Cómo lo definió el señor Wilhelm von Humboldt? Esa labor del intelecto humano, que se repite eternamente, de habilitar el sonido articulado para expresar el pensamiento. ¡El lenguaje, en verdad, es una labor de Sísifo! Inténtelo por una vez, ejercítelo ahora delante de mí: junte una manada de palabras como hace un perro pastor con su rebaño, rodeando en un círculo cada vez más y más estrecho a esas criaturas que intentan escapar constantemente: hay allí una que le atrae, y usted piensa que ésa sería la justa; ¡reténgala en medio de la muchedumbre de las otras! ¡Intente esquilarla, apartar a las que la rodean, una tras otra, de su preferida! ¡Trate de abarcarla en sus miles de significados, valores, matices y tonalidades! ¡Ah! La palabra… Su rebaño no es más que un silabario de figuras de leyenda, amigo mío, y aquí en mi platito caben todas juntas: el lobo y el león, el oso y el cordero… Pero en fin, yo estoy hablando de palabras. ¿Qué me dice de los poetas? ¡Ah! Los poetas… Ellos y sus arrobados circunloquios, esos cuencos de mendigo en los que pueden verterse los sentimientos de cualquiera, que luego serán bebidos por el propio bardo, ya tibios y empozados! ¡Sordomudos somos, se lo digo! ¡Neandertales, en todo caso, del lenguaje! Nuestro vocabulario es un fárrago de bifaces, sílices y pedernales que se hacen añicos a cada golpe. ¡Vamos, hable: ya sabe que siempre, detrás del velo de las palabras, se está consumando una conversación real e impronunciable! Y ahí, tras el lenguaje, las cosas —diríase— son mucho más maravillosas, inefablemente más maravillosas, tienen más color y trazas de aventura! Y no sólo eso: son incluso más justas y precisas. En el diálogo de los sensorios no existe la mentira. Ahí predominan las límpidas e inalterables categorías de una infancia divina, y todas las cosas devuelven una respuesta pura. Pero ante ellas cuelgan tupidos velos que distorsionan, diluyen, difuminan, como si todo se ocultase detrás de una cascada. Y sólo atravesando esa cascada, a través de ella y con ella, puede emerger lo que usted tuviera que decir, ¡lo que usted sea en ese instante! Hay un camino por recorrer, fatigoso e intrincado, torcido como un salto de caballo en el tablero, trocado por las tantas barricadas que erigen las convenciones, tergiversado por las llamadas experiencias, tabicado por esas imágenes obsesivas que se nos ofrecen sin cesar, e ilusorio cuando se desvanece el instante; y lo que pueda usted salvar de todo ello, se transforma y queda estampado luego en frágiles moldes de palabras, hasta que al final una catarata de bárbaros sonidos saca a la luz unos pocos residuos de lo sublime. He ahí el tormento simiesco del ojo humano, cuando éste inicia esa «labor de habilitar el sonido articulado para expresar el pensamiento».

                                                                                              (...)
                                                                                   
  No venga a impugnar usted ahora, mi estimado amigo, esa tranquilizadora y sólida fuerza que nos transmite la imagen de orden de las acciones forzosamente planificadas o de los procedimientos regulados con sentido, como los que ofrece una mañana en una gran urbe. Tome el ejemplo del barón: él salió al joven día, ya tan gris, y al igual que la pregunta antes mencionada sobre la correcta elección del abrigo incrementó el dilema de su estado de ánimo —afectado ya desde la noche anterior— y dio otros matices a su sombra, ahora también sopesó, con penosa agitación, la ruta que podría escoger y que le proporcionara el escenario adecuado a tan desesperado estado de ánimo. Se le ofrecía, por un lado, el viejo camino a través del Halensee hasta Grunewald, pero lo cohibió el encopetado y pedante silencio burgués de aquel suburbio de mansiones; la impertinente pretensión de nuevos logros arquitectónicos pintados de blanco, afanados en economizar espacio, junto a ingenuidades de disfraz wagneriano de finales del siglo anterior que orlaban aquellas calles; le dolía la idea de la estrechez de lata de conserva por la que discurrían esas calles, el mezquino almagre de los troncos de los abetos, que pese a la más inconmovible fe en Dios y en la patria no podía provocar más que la pregunta de quién los había puesto allí. Sentía horror a la quietud artificial que reinaba por esos lares, la quietud de un vacío en medio de ajetreados y fragorosos acontecimientos, perceptibles en las vibraciones del aire y de la tierra húmeda —actividades, sucesos afirmativos, sumados para formar el gran fragor lejano del esfuerzo colectivo de millones de hombres de buena fe—: cuán banal resonaría la preciosa sonoridad de una gota que cae desde las ramas mojadas de los árboles de un parque… ¡No! Lo que ahora lo atraía era el ajetreo, ese lado curativo de la acción arrolladora, la acción liberada de la obsesión por otorgarle un sentido a todo: el movimiento como un propósito en sí mismo, la nihilización del presente mediante la impugnación del futuro y el pasado, la pura dicha de alienarse de uno mismo en la acción, la acción misma como única meta a la vista, la meta obvia y consciente, la única reconocida. El barón miraba fijamente bajo el ala del sombrero a las personas que le salían al paso, y haciéndolo, cobró conciencia de la herejía que implicaba no querer creer crédulamente en lo que ellas creían: la innegable supremacía del AJETREO MECÁNICO, racionalmente ordenado hasta en sus detalles más nimios, pero, al mismo tiempo, tan absurdo; el ajetreo y el bullicio como Ley Suprema del cielo y de la tierra. Y como si quisiera reparar su pecaminoso proceder, deseó, en lo posible, superar la media en toda su medianía. Y por ello enfiló hacia las sendas de lo cotidiano y caminó en dirección al Kurfürstendamm, donde —sin otro apremio que su necesidad de alinearse con la masa— se unió al gentío que esperaba el autobús en la parada, se puso voluntariamente en la fila del ajetreo diario a fin de verse acogido por la gracia de Dios, absorbido hacia la dicha del olvido de sí mismo. No tenía rumbo. Sólo porque quería proporcionarle al tambaleante vehículo de su mentira el contrapeso de una verdad a medias (ya que también en casa había fingido tener asuntos que atender), se propuso pasarse a lo largo del día por la redacción de la Revista para Caballeros.
  En fin, sea como fuere, el autobús estaba lleno a reventar, y él, no sin cierto asomo de placer, se apretujó en aquel cálido círculo de vida de compatriotas, camaradas y contemporáneos, para, mientras lo empujaban y comprimían como si se tratase de las contracciones de un órgano digestivo, verse llevado hasta la parte delantera, hasta aquel caparazón de cristal que separaba el asiento del conductor, iluminado y espacioso, del corral con el rebaño de conversos. Allí estaba él, de pie, agarrado con un solo brazo a una de las correas de cuero, en un primitivo estado de contemplación absorta y a la vez desorbitada; tenía delante la espalda ancha y las extremidades del conductor, que ejecutaban sensatamente sus operaciones, una imagen serena y estable dentro de la película que se iba desenrollando ante sus ojos con las imágenes de la calle, movida por sacudidas y acelerones sobre la pared transparente del parabrisas. Algo infinitamente tranquilizador emanaba de aquella espalda campechana y uniformada con desaliño, una espalda maciza que, sin revelar un fragmento del ser humano al que pertenecía, entre un cuello de camisa demasiado ancho y la doméstica y basta tela del plato de la gorra, en una postura sofisticada y cómodamente ajustada a su labor, ahorradora de fuerzas, constituía el centro y el pesado núcleo de aquellos laboriosos brazos y piernas que liberaban palancas y pisoteaban pedales, que retrocedían y reculaban, empujaban, tiraban y daban giros; la ligereza y elegancia con que el torpe vehículo obedecía a esa agitada actividad, era la milagrosa —se me antoja decir, la artística— sublimación de una voluntad cuya existencia jamás hubiésemos podido sospechar tras aquella grosera apariencia física. Y de manera parecida a como, de niños, nos sorprendía una insospechada habilidad de nuestro padre, manifestada de repente con ligereza y superioridad, y nos llevaba erróneamente a sentir una cálida ternura, aunque supiéramos que era de naturaleza subalterna, también esta voluntad y esta habilidad nacidas de la obligación profesional de cumplir con el plan de viaje, suscitaba en el barón placer y gratitud y le servía de legitimación. Aquella ancha espalda de troglodita también constituía el centro y el pesado núcleo del panorama que entraba a raudales a través del parabrisas, el de las imágenes de las calles girando hacia un lado y hacia el otro. Y en cierto modo, como si su aura de olor a tabaco y a uniforme sudoroso y ácido se hubiese mezclado con ello, aquella profusa y sobria fuga de imágenes de la gran urbe cobraba algo de colorido popular, de la frescura y la variedad de colores, de la alegría de formas tumultuosas en las ferias. La enrevesada coreografía de los desquiciados trayectos individuales, sólo dominada por sus propios propósitos, se convertía ahora en vida, una vida que bullía, borboteaba y pujaba hacia delante, hacia delante… Una vida tan confusa en su profusión de imágenes y, al mismo tiempo, tan sencilla en su compás uniforme marcado por el nacimiento y la muerte, por la risa y el llanto, por el amor y el odio («¡Oh, la vida! ¡Curación gracias a la variopinta muchedumbre de hijos de Dios! ¡Misericordioso tiempo, siempre deprisa, que hace que la vida mane y se hunda! ¡Dulce consuelo!»).

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