Dolores Labarcena
En los últimos tiempos apenas manteníamos diálogo, sino locuciones apremiantes: “Alcánzame el colador”, “Compra harina”, o, “Tráeme la manta eléctrica”... Sin embargo, cuando nos casamos le gustaba el campo, la lluvia. Recuerdo una vez que se compró unas botas de agua doradas con margaritas violetas. Era un placer verla cuando caían los chaparrones. En días de granizada, abría el balcón de par en par, y el mobiliario es deponente de esos embates, narró el abogado del señor Galán desde la cocina en lo que adobaba el conejo. Y es incuestionable, con la bombilla ahorradora en la clave del arco de la puerta, lo que parece es una cueva. Profunda, prosiguió, un ser que cabría en una simple descripción: rubia, bajita y delgada, pero enérgica, revolucionaria. Una chica ye-yé, con el pelo alborotado y sus medias de brillo. Por aquella época, comentó volviendo a la sala mientras señalaba con el tenedor a un cuadro donde emergía un San Serapio surrealista, atado a una cruz que semejaba un cactus, estudiaba teología. La conocí en un recital de Los Brincos, nuestros Beatles... Brindemos, dijo. La vida es un campo de batalla, por eso me cambié a Derecho. Y destapó una botella de pacharán que desde que llegamos nos estaba observando como si fuese un perro. ¡Libertad, igualdad, fraternidad!... ¿Ve esa hamaca, Parado? Allí pasaba las tardes. Tuvo tres hamacas y un canario amarillo. Dante, de quien le hablé. El balcón, el sitio que más habitaba, por eso lo mantengo abierto en cualquier estación. Mis bronquios son de hierro. Únicamente cierro cuando veo a Bob Rodríguez merodeando. Mi más acérrimo enemigo... Bob, el de los cuatro millones de razones para exterminarme... ¿Y por qué se divorciaron?, lo interrumpí, ya comenzaba a ponerse desapacible con el tema del dichoso Bob. No, mi religión no admite el divorcio. Al Caribe, chaval. Se fue a vivir al Caribe. Las cartas que me enviaba estaban repletas de confusiones: Te respeto. Hombres como tú no existen en esta parte del planeta, decía algunas veces, otras, una palabra ocupaba todo el papel: ¡INÚTIL! Ya sabe, el papel aguanta lo que le pongan. Inútil yo. Sepa que la respeté, y la quise mucho, tanto, que no he vuelto a casarme. Dicho esto puso un CD de Los Brincos. Acto seguido comenzó a tararear:
Tú me dijiste adiós,
no sé por qué razón,
no sé, no sé...
Escúchelos, he vivido un sinnúmero de sucesos, Parado. Fui testigo de acontecimientos sin precedentes, la reivindicación del Colectivo de Psiquiatrizados en Lucha, el movimiento gay, la Transición. Y sus voces siguen ahí, casi suspendidas en el no-tiempo, es decir, congeladas en un universo mental, en una nación cósmica... ¡Rebeldía, rebeldía!, profirió dándome unas palmaditas en el hombro. Ah, ¿entonces se separaron por rebeldía? Qué va, chaval, rebeldía la de Los Brincos. Muerta. Ella murió. Algún día le contaré. Infortunios del trópico. ¡Caramba!, se me quema el conejo, exclamó y volvió a la cocina, compuesto, ni siquiera se quitó la corbata. Daba la impresión de que fuese él el invitado y no yo. Las habitaciones las mantuvo cerradas a cal y canto, lo mismo que el despacho, que quizás atesora más de cien volúmenes entre clásicos y tomos de legislatura. Sin embargo, en la pieza principal, a ojo de águila, aprecié un timón de barco, una lámpara de araña, un reloj de péndulo, una mesa Luis XV, un aparador cuadrado con la bandera británica, y un colgador paragüero estilo colonial, además de dos candelabros de aluminio que flanqueaban al San Serapio surrealista, único camarada de viaje. Su vacío se dilataba al igual que el papel tapiz que abrigaba las paredes, marrón siena con rombos y motivos siderales en azul cobalto. Dada la peculiaridad estética y su disertación sobre la nación cósmica, el no-tiempo y el universo mental, contemplé la posibilidad de que fuese partidario de la Cienciología. No obstante me guardé la incertidumbre. Siéntese, Parado, dijo al verme examinando su reloj de péndulo, he aquí el conejo al ajillo.
Fragmento de Kruschov, Editorial Verbum, 2015. Imagen: Martin Prats Bofill ©

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