“Están dando un programa
en el Geographic Channel. Interesantísimo, sobre aves de corral. ¿Recuerdas
cuando le querían robar los guanajos a mamá?”.
Cuando a tu madre, tras
la muerte de tu abuelo Lisardo le dio por criar guanajos, arrancamos al pueblo
a comprobar si no había perdido el juicio. La curiosidad te carcomía, Erasma,
en todo el camino te preguntabas el porqué de semejante disparate. Mi madre,
pianista. Mi gran cultivadora, decías, y cosas por el estilo. Por entonces
muchas damas venidas a menos seguían rebosantes de idealismo, como si el
universo, en constante movimiento, fuese para ellas una eterna opereta. Juntos
pero no revueltos, dijo el vejestorio que viajaba frente a nosotros con su gato
siamés. Pandilla de cafres. A dónde vamos a parar con tanta plebe... Ganó el
populacho... En qué se ha convertido este país..., gemía mientras acariciaba
alternativamente al gato y la falsa pelliza que le colgaba de un hombro.
Novelesco. Molestarle la alegría de unos jornaleros que cantaban rancheras.
Gente sencilla, Erasma. ¿Cómo estoy?, preguntaste cuando el vejestorio se
dirigió al vagón-comedor. Como un pincel, te dije. Ibas con tu pelambrera roja
recogida en cebolla y un vestido de encaje, el desmangado con fajín en la
cintura y entallado hasta media pierna. ¡Cuán turgentes eran esas curvas! Como
un pincel, repetí, ya que zapatos y cartera extasiaron a la mujer más sobria de
tu familia, Serapia, tu tía paterna. Estás hermosa, mi sobrina. Qué elegante.
Si tienes intención de visitar la tumba de tu padre, avísame que iré contigo,
dijo. Y la vimos por casualidad. Al apearnos del tren estabas como loca
buscando un espejo. Sí, te aviso Serapia. ¿Pero te vas o vuelves de viaje?,
curiosa indagabas. ¿A dónde voy a ir mi sobrina? Hace un año que no vienes, ¿verdad? Pues hace
ocho meses que trabajo aquí. Soy la encargada del baño de señoras. ¿Necesitas
papel sanitario? Gracias, Serapia, no, solo entré a retocarme un poco, le
dijiste pasmada, y al marcharnos a mí: Serapia fue tejedora de visillos en la
sastrería Encanteur. ¡Uy!... Qué calamidad. La mismísima bailarina Isolda, de
soltera Valdés, esposa de Jeremy Mac Bank, propietario de la lujosa cadena
hotelera Coconut, ordenaba sus trajes allí... ¡Encargada del baño de señoras!,
dijiste. La desgracia es la comadrona de las virtudes, dije parafraseando a
Jaucourt. Y salimos. En esa época un taxi era como un platillo volador. En fin, cargué con la maleta a pie,
pesadísima. Y no solo eso, con la batidora Westinghouse de mi madre y nuestro ventilador
de la General Electric, según tú, porque esos electrodomésticos, incluso
usados, servirían para borrarle de la mollera a Hortensia la idea de los
guanajos. ¡Una batidora Westinghouse y un ventilador de la General Electric!
¡Mamá! ¡Mamá!, voceaste varias veces por las persianas del portal. Ya voy,
Erasma, dijo, y deduje, porque no pudo ser otra cosa, que corrió a disfrazarse.
En el portal estuvimos, lo mínimo, tres o cuatro minutos, luego abrió. De negro
hasta los tobillos, y en la cabeza, un casquete con redecilla. Idealista,
detenida en su eterna opereta. Dejen el equipaje. Acomódense. ¿De anís
estrellado o canela? De anís estrellado, mamá, respondiste y se fue a la
cocina, lánguida, altivamente. Lo confieso, me negué a aceptar la infusión,
sobre todo, por el fuerte olor que inundaba la casa. ¿Lo sientes? ¿Qué cosa, Erasma?, te sonsaqué esperando la respuesta acertada. Nocturno en do menor. No ha perdido el juicio, Pichoncito. Puso a Chopin para recibirnos. ¿Chopin? Un
tufo para respetar. Lo escribí en mi diario. Por tal razón nos quedamos mudos.
Mu-dos, observando las telarañas del techo hasta que regresó Hortensia de la
cocina. ¿Has visto a Serapia?, una lástima, dijo tu madre al poner la bandeja
con la infusión de anís estrellado en la mesa. La pobre, viuda, no le alcanza
la pensión, y ahora en la estación de trenes encargada del baño de señoras.
Sírvete tú misma de la tetera, Erasma, que estoy agotadísima. Guanajos, los
crío para distraerme, por hobby, sabes, dijo alzándose la redecilla del
casquete y entornando los ojos mal embadurnados de rímel. Sírvase usted,
querido nuero, insistió. Gracias, Hortensia, acabo de tomar café. Una mentira
piadosa, Erasma, pero me valió para librarme de la infusión, y las dejé
conversando. Recorrí cada rincón de la sala. Un olor nauseabundo. Chopin, mamá.
¿Sigues acariciando el piano?, indagaste llevándote la taza de porcelana Bayeux
a la boca. Tomabas con enorme solemnidad la infusión, de sorbo en sorbo. Tiempo
ni hora se atan con soga, hija mía. Todos se han ido, dijo, cosa que resultó
ser cierta porque no hablaba de muerte sino de éxodo. Los domingos. Toco
exclusivamente los domingos, para Serapia. Ella me ayuda con la alimentación de
los guanajos. ¡Ajá!, exclamé para mis adentros en lo que ustedes mantenían
aquel diálogo, ameno, claro que sí, pero al mismo tiempo inútil e insustancial.
Ya descansaste, Lisardo, pensé. Y seguí escrutando. En la sala todo en su
sitio, el tresillo sobreviviente de los tiempos de las vacas gordas, el que más
tarde heredaste, ¿lo recuerdas?, la colección de canarios disecados, el
piano... Entonces salté al comedor: el juego Luis XV, los diecisiete
candelabros de bronce y, detrás del vajillero con puertas de cristal,
¡vergüenza debía darte, Erasma!, ¿así que Nocturno
en do menor?, una tina repleta de cáscaras de plátanos, boniatos, residuos
de col, acelgas... De allí provenía la inquirida fetidez. ¿Dónde cría los
guanajos, Hortensia?, las interrumpí, no me quedaba otra... Sí, ahora les
muestro, vengan, dijo parsimoniosa, como si en toda su existencia hubiese
criado guanajos. Tú ibas delante de mí, petrificada. Negando a cada paso con la
cabeza. Pero yo no. Yo como Claudio cuando la guardia pretoriana lo proclamó
emperador de Roma, haciéndome el guanajo como los guanajos que criaba tu madre.
Tan ridícula como tú. Los crío aquí dentro porque afuera se los roban los campesinos,
dijo. Sí, Erasma, el mismo lenguaje despectivo del vejestorio que viajaba
frente a nosotros con su gato siamés y la falsa pelliza. Una izbá. A juzgar por
el espectáculo en eso se convirtió el hogar de tu infancia. Bebederos,
comederos, y para rematar, excrementos por todas partes. Doce guanajos no
mayores de tres kilos que se alimentaban en el comedor y luego tu madre los
confinaba como si estuviese pastoreando chivas. ¡En la habitación de huéspedes,
Erasma! Entonces llegó la pregunta del millón de dólares: ¿Dónde íbamos a
pernoctar con la casa convertida en una granja avícola? Gracias a tu tía
Serapia. ¡No lo niegues! No nos dio comida, pero albergue sí. Albergue, sí. Un
alma noble. Tres días yendo y viniendo de acá para allá, o sea, de beduinos,
entre guanajos y anís estrellado. Por cierto, ¿quién le dijo a Hortensia que
eso es un té?... “Espérame en el cieelo, corazoón... si es que te vaaas primero”... Anís estrellado, infusión para flatulencias. Pero yo, yo como Claudio cuando la
guardia pretoriana lo proclamó emperador de Roma, haciéndome el guanajo como
los guanajos que criaba tu madre. ¿Pensabas que aquella locura se le quitaría
con una batidora Westinghouse y un ventilador de la General Electric?
Idealistas. Que siempre han sido unos idealistas, tú, y toda tu familia. Como
si el universo, en constante movimiento, fuese una eterna opereta. Así que Nocturno en do menor. ¿Quién se iba a
robar los guanajos, querida?
Fragmento de Cachemir, Aduana Vieja, Valencia, 2016, pp. 67-71
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