viernes, 21 de noviembre de 2025

Lord Dunsany: avatares de una edición

 

  Pedro Marqués de Armas


 Alguna vez Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, esos dos faros de las letras hispanoamericanas, concibieron publicar un libro como este (tómese, a más de un siglo, como un lejano parecido), que reuniera las piezas teatrales de Lord Dunsany en la traducción que de las mismas realizara, en los últimos años de su corta existencia, el malogrado ensayista cubano Francisco José Castellanos. Propagada sobre todo por el dominicano, que lo trató en los Estados Unidos donde asiste a sus puestas y conferencias, la pasión por la obra de Dunsany prendió con igual intensidad y casi al mismo tiempo en los círculos literarios de México y La Habana. Se trata, bien visto, de pasiones que involucran a otros tantos autores de lengua inglesa, como a aquellos jóvenes a los que congrega a su paso por una u otra ciudad, siempre con el asentimiento y la implicación del mexicano. Esas pasiones dan forma al magisterio y la amistad, con el consecuente contagio de opiniones y lecturas; al culto por los nuevos talentos, a las encomiendas y afinidades electivas y, por supuesto, a una profusión de proyectos no pocos de los cuales adquieren carácter de conjunto.

 Cuando Pedro Henríquez Ureña se asentó en La Habana en la primavera de 1914, se sintió impactado por el talento todavía indomable de algunos de esos jóvenes escritores: el poeta Mariano Brull, el ensayista Francisco José Castellanos, el erudito José María Chacón y Calvo, el luego dramaturgo Luis A. Baralt, entre otros. De todos da cuenta a Reyes en sus cartas y a todos considera y tasa según sus potencialidades, al tiempo que orienta sus vocaciones y gestiona –en no pocos casos– sus vínculos fuera de la isla. Con ellos se reúne regularmente, bien en el bufete del padre de Castellanos en Galiano 52, en la casona del poeta Sánchez Galarraga, o en las casas de familias emparentadas como los Iglesia y los Baralt, donde encuentra ambiente propicio a la literatura, en especial angloirlandesa y norteamericana, y se habla hasta tarde de Whitman y Wilde, de Yeats y Shaw, de Edith Wharton y Alice Meynell.

 Es parte de lo que sabemos. ¿Se habló también de Dunsany? Muy probable. Ese año aparece la primera edición de su teatro: Five Plays (Boston, 1914), y no es gratuito suponer que el libro rodara de país en país y de mano en mano. De Stevenson, seguramente se habló. Así retrataba el visitante al ensayista y traductor cubano tras escasos encuentros enviando a Reyes su caracterización: “Castellanos goza fama de exquisito, y es realmente de trato suavísimo y de aficiones altas: música, toca y compone cosas delicadas, literatura, filosofía (Stevenson, por ejemplo). Tiene una grave drawback: excesivamente pesimista respecto de sí mismo, modesto en el antiguo sentido de la palabra. Eso le impide lanzarse, pero acaso lo haga al fin.” *

 En principio, serán Brull y Castellanos los que cautiven al afanoso huésped despertando en Reyes la misma impresión, al punto de afirmar éste: “El poeta me parece, realmente, excelente. Él y la metafísica de Francisco José Castellanos me sorprenden en Cuba. Ya se podrá decir “La Habana de Brull y Castellanos” –“la Londres de Wilde” o “la México de Alfonso Reyes.” Se explaya lúdico y por lo alto, pero no debe obviarse un sentimiento reflejo, la exaltación por la tutela compartida. Ya en carta previa, medio en broma, Henríquez Ureña le había propuesto prologar los ensayos de Castellanos; y lo que surge así, como endilgándoselo, se convierte pronto en plan, concertado, casi severo… Si bien Brull gana cada vez más crédito en las valoraciones, será Castellanos quien reciba los elogios más caros. Seducido por su “metafísica” pero también por su curiosa personalidad, el dominicano lo califica de “humano, demasiado humano tal vez”, mientras asegura que “psicológicamente” es uno de los seres “más interesantes” que ha conocido. Por su parte, Reyes confiesa que, aunque carece de tiempo para responderle, sus cartas le llegan al corazón.

 No quiere decir que no le señalen defectos, como ciertas “vaguedades” y la ocasional oscuridad de su prosa, haciéndoselo saber; como tampoco escatiman calificar al pequeño grupo de La Habana como no apto aún para el tamaño de sus empresas. No alcanzan “la alta tensión de cultura que nosotros usábamos en México”, ni se han leído todavía los “trescientos volúmenes fundamentales”. En fin… Y, sin embargo, la resaca afectiva es tan honda como la necesidad de magisterio. Cuando en noviembre de ese año Henríquez Ureña se desplace a Washington como corresponsal del Heraldo de Cuba, evocará de inmediato ese “mundo tan interesante, como tibio rincón” de las familias que le acogieran. No solo evoca a los hombres –al culto Luis A. Baralt, a punto de partir a Harvard, al delicado Brull, que seguirá la ruta neoyorkina encontrándose con Salomón de la Selva, y a Castellanos, que nunca saldrá de la isla; sino también a las mujeres del clan. Desfilan así las hermanas Iglesia, recordadas por su carácter abierto y sus lecturas en inglés (una de las cuales, Amalia, casará con el ensayista), y las Baralt, Blanca y Adela, la segunda futura esposa de Brull. Y aunque no la menciona, flota en el aire la madre de éstas, la escritora franco-cubana-norteamericana Blanche Zacharie, amiga de Martí en Nueva York.

 Un pequeño grupo, sí, pero también un ambiente. Y no cualquiera. Pudo contarle Blanche al joven crítico cualquiera de sus episodios martianos. Quizá el de las profusas charlas sobre Whitman calzándolo con aquel ejemplar de Leaves of Grass todo él anotado y glosado por Martí, y que ella conservara por largos años. O por qué no -y perdónese la digresión-, el del abrigo olvidado en su casa de Nueva York aquella mañana de enero en que el poeta salió disparado hacia las calles, porque tenía ese mismo día que partir a Santo Domingo para enrolarse en su guerra. ¿Lo conservaría aún, el abrigo? Ese abrigo que pasa, según la leyenda, de cuerpo en cuerpo, comenzando por el del propio Pedro, que a su vez lo dejará olvidado en casa de Alfonso Reyes, que se lo prestará a Artemio del Valle Arizpe cuando lo visite en Madrid, y al que unos perros callejeros desgarran en el cuerpo de éste, en un puente toledano, para desaparecer en manos de una supuesta costurera.

 Quizá, efectivamente, abrigó ese abrigo en aquel invierno al crítico dominicano. Tal es su nostalgia y tales son sus afanes que al llegar a Washington –y claro, antes de escribir la carta de marras– lo primero que hace es comprar un lote de libros para los amigos cubanos: “Les envío, comprando aquí, todo mi repertorio: Stevenson, Shaw, Edith Wharton, et sic.” Aunque incompleta, la lista incluye a dos de los autores que Castellanos traducirá: Stevenson y Wharton, aunque no necesariamente por esa vía. Lo más importante: que incluyera también el teatro de Dunsany. Antes o después, es nuestro tema.

 

 Fragmento inicial del prólogo a El maleficio de oro y otras piezas-fantasticas, Potemkin ediciones, 2025.


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