Pedro Marqués de Armas
Mientras
Artaud deambulaba por la ciudad y se perdía por el muelle de Caballería, Lezama
preparaba “Doxa y Poesía”, conferencia que impartirá el 15 de marzo y donde
habla ya de la “absorción ritual de una lengua primigenia”. En tanto Artaud
descendía de la “alta meseta” y se disponía a escribir, poco antes de
reembarcar hacia Europa, “La Montagne des signes”, exactamente entonces, en
otra escala habanera, se conocen por casualidad la filósofa española y el poeta
habanero.
Vínculo
a la sombra o ciertamente secreto, termina por fructificar. A partir de aquel
encuentro en La Bodeguita del Medio se inicia una amistad "sin principio
ni fin” entre quienes a la postre escribirán –desde el ámbito hispano y en
Cuba– los ensayos más singulares –los más tempranos, además– para comprender la
poesía y el sacrificio de Antonin Artaud.
No una
comprensión inmediata, ni mucho menos cabal… Pero si ese encuentro se hubiera
dado en 1936 –si se hubiera dado, quiero decir, carnalmente–, habría sin dudas
incidido como catalizador de la “razón poética” y el “razonamiento
reminiscente” que se gestaba ya en aquellas cabezas.
Curiosamente,
aunque por vías diferentes, ni Lezama ni Zambrano apartan a Artaud de la razón;
a la vez que entienden su sacrificio desde la perspectiva de un conocimiento
último o primigenio de la realidad, es decir, gnóstico.
En “La
muerte de un poeta” (Crónica, 3 de
marzo de 1949), Zambrano habla del “hambre de comprensión amorosa” que siempre
padeció. Lo compara a un torero cordobés que sabe que, “por modesta que sea la
plaza, por grande la ignorancia del público”, tiene que ejecutar su faena en
todo su riesgo, con el extremo rigor que decretan, para quien se juega la vida,
tanto la poesía como la divinidad.
Se
trata de un acto poético en consonancia –y en resonancia– con los dioses. Un
soliloquio entre el tú y el yo y “el alma insondable”.
Al
quedarse solo, al no transar con el giro de los surrealistas hacia la política
y la banalidad, a Artaud le toca vivir, según Zambrano, “su calvario y el
camino hacia sí mismo”. Y únicamente lo hubiera salvado de la locura la suerte
“de un Federico García Lorca”, es decir, una muerte temprana. Se pregunta
entonces por su testimonio, igualando su palabra a la sangre y su cuerpo a la
obra, e indagando –antes que otros– por el destino de los textos que dejó a su
paso por México, abandonados a la incuria de los periódicos.
Por su
parte, Lezama, en un acercamiento que Perlongher no dudó en calificar de
deleuziano, por su no conformidad con el sentido ni el reposo, por su intención
de fustigar a ras del delirio, escribió en “Artaud y el peyotl” (1949):
La
magia del peyotl terminaba, en su tolerable continuidad silenciosa para
los misteriosos tarahumaras, por hacer táctiles y acostumbrados los palacios
inexistentes, creando culturas que no se apoyaban, humos congelados que seguían
desconocidas leyes de cristalización, relámpagos que prolongaban sus coloreadas
pausas, como si se hubiesen trocado en metales. En esas culturas el hombre
habitaba realidades que se fragmentaban…
Si
Zambrano, en visión más próxima a Vitier, lo emparenta a Cristo, Lezama, que
sabe del retorno de lo crístico como doble y que al final lo acoge a una suerte
de estado originario, lo hará circular antes (“al borde mismo de lo real”) por
los inframundos de la venganza satánica, con sus pliegues coruscantes y sus
equívocas señales:
Impulsado
por el peyotl, el hombre creaba culturas meramente mentales, sin
comprobación hipostasiada, fortalezas misteriosas, templos prodigiosos donde la
fe se convertía en sustancia, la sustancia se convertía en hipogrifos, en
gorgonas musicales, que no adquirían su realidad en el mundo exterior. El
hombre, nutrido por el peyotl satánico, no se volcaba sobre la
naturaleza, no tejía con la tierra y el aire sus resistencias de orgullo.
Si
actuaba, dice, desaparecía, “como el rocío de una lenta ceniza”.
El
Artaud que Lezama descifra tiene que realizar un viaje más largo.
Se
trata, sin embargo, como supo ver André Breton, y como el propio Lezama vio, de
una locura penetrada de lucidez, de una destilación (mallarmeana, barroca) que
no afecta al conocer sino a la conciencia:
Habitaba
un reino paralelo y sombrío, la lucidez analítica en la penetración de su
locura. Su afán de concreción, que lograba en las evaporaciones de la cactácea
penetrar como respiración, estaba también en los dones de análisis para
penetrar con la razón irritada en un mundo aporético, no por procedimientos
dialécticos, sino por una realización inefable, que conservaba vestigios de una
razón...
Zambrano,
en cambio, ve en su locura una retirada voluntaria, el último refugio del poeta
ante la sociedad burguesa.
Una
entrega total a su verdad.
Esa
verdad (o si se prefiere, esa bendita locura) se sella en La Habana en 1936
como un entrecruzamiento de sombras. Al margen de todo coloquio. Al paso, se
diría.
Sin fecha de caducidad, Potemkin ediciones, 2025. Texto inédito. Imagen: Incluido en Sin fecha de caducidad, Potemkin ediciones, 2025. Imagen: Artaud en la redacción de la revista Carteles junto a los escritores Antonio Sánchez de Bustamante y Montoro y Luis Gómez-Wangüemert.©
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