miércoles, 19 de noviembre de 2025

Artaud, Zambrano, Lezama

 

  Pedro Marqués de Armas

 

 Mientras Artaud deambulaba por la ciudad y se perdía por el muelle de Caballería, Lezama preparaba “Doxa y Poesía”, conferencia que impartirá el 15 de marzo y donde habla ya de la “absorción ritual de una lengua primigenia”. En tanto Artaud descendía de la “alta meseta” y se disponía a escribir, poco antes de reembarcar hacia Europa, “La Montagne des signes”, exactamente entonces, en otra escala habanera, se conocen por casualidad la filósofa española y el poeta habanero.

 Vínculo a la sombra o ciertamente secreto, termina por fructificar. A partir de aquel encuentro en La Bodeguita del Medio se inicia una amistad "sin principio ni fin” entre quienes a la postre escribirán –desde el ámbito hispano y en Cuba– los ensayos más singulares –los más tempranos, además– para comprender la poesía y el sacrificio de Antonin Artaud. 

 No una comprensión inmediata, ni mucho menos cabal… Pero si ese encuentro se hubiera dado en 1936 –si se hubiera dado, quiero decir, carnalmente–, habría sin dudas incidido como catalizador de la “razón poética” y el “razonamiento reminiscente” que se gestaba ya en aquellas cabezas.

 Curiosamente, aunque por vías diferentes, ni Lezama ni Zambrano apartan a Artaud de la razón; a la vez que entienden su sacrificio desde la perspectiva de un conocimiento último o primigenio de la realidad, es decir, gnóstico. 

 En “La muerte de un poeta” (Crónica, 3 de marzo de 1949), Zambrano habla del “hambre de comprensión amorosa” que siempre padeció. Lo compara a un torero cordobés que sabe que, “por modesta que sea la plaza, por grande la ignorancia del público”, tiene que ejecutar su faena en todo su riesgo, con el extremo rigor que decretan, para quien se juega la vida, tanto la poesía como la divinidad.

 Se trata de un acto poético en consonancia –y en resonancia– con los dioses. Un soliloquio entre el tú y el yo y “el alma insondable”. 

 Al quedarse solo, al no transar con el giro de los surrealistas hacia la política y la banalidad, a Artaud le toca vivir, según Zambrano, “su calvario y el camino hacia sí mismo”. Y únicamente lo hubiera salvado de la locura la suerte “de un Federico García Lorca”, es decir, una muerte temprana. Se pregunta entonces por su testimonio, igualando su palabra a la sangre y su cuerpo a la obra, e indagando –antes que otros– por el destino de los textos que dejó a su paso por México, abandonados a la incuria de los periódicos.

 Por su parte, Lezama, en un acercamiento que Perlongher no dudó en calificar de deleuziano, por su no conformidad con el sentido ni el reposo, por su intención de fustigar a ras del delirio, escribió en “Artaud y el peyotl” (1949):

La magia del peyotl terminaba, en su tolerable continuidad silenciosa para los misteriosos tarahumaras, por hacer táctiles y acostumbrados los palacios inexistentes, creando culturas que no se apoyaban, humos congelados que seguían desconocidas leyes de cristalización, relámpagos que prolongaban sus coloreadas pausas, como si se hubiesen trocado en metales. En esas culturas el hombre habitaba realidades que se fragmentaban…

 Si Zambrano, en visión más próxima a Vitier, lo emparenta a Cristo, Lezama, que sabe del retorno de lo crístico como doble y que al final lo acoge a una suerte de estado originario, lo hará circular antes (“al borde mismo de lo real”) por los inframundos de la venganza satánica, con sus pliegues coruscantes y sus equívocas señales:

Impulsado por el peyotl, el hombre creaba culturas meramente mentales, sin comprobación hipostasiada, fortalezas misteriosas, templos prodigiosos donde la fe se convertía en sustancia, la sustancia se convertía en hipogrifos, en gorgonas musicales, que no adquirían su realidad en el mundo exterior. El hombre, nutrido por el peyotl satánico, no se volcaba sobre la naturaleza, no tejía con la tierra y el aire sus resistencias de orgullo.

  Si actuaba, dice, desaparecía, “como el rocío de una lenta ceniza”.

  El Artaud que Lezama descifra tiene que realizar un viaje más largo.

  Se trata, sin embargo, como supo ver André Breton, y como el propio Lezama vio, de una locura penetrada de lucidez, de una destilación (mallarmeana, barroca) que no afecta al conocer sino a la conciencia:

Habitaba un reino paralelo y sombrío, la lucidez analítica en la penetración de su locura. Su afán de concreción, que lograba en las evaporaciones de la cactácea penetrar como respiración, estaba también en los dones de análisis para penetrar con la razón irritada en un mundo aporético, no por procedimientos dialécticos, sino por una realización inefable, que conservaba vestigios de una razón...

 Zambrano, en cambio, ve en su locura una retirada voluntaria, el último refugio del poeta ante la sociedad burguesa.

 Una entrega total a su verdad.

 Esa verdad (o si se prefiere, esa bendita locura) se sella en La Habana en 1936 como un entrecruzamiento de sombras. Al margen de todo coloquio. Al paso, se diría.

 

 Sin fecha de caducidad, Potemkin ediciones, 2025. Texto inédito. Imagen: Incluido en Sin fecha de caducidad, Potemkin ediciones, 2025. Imagen: Artaud en la redacción de la revista Carteles junto a los escritores Antonio Sánchez de Bustamante y Montoro y Luis Gómez-Wangüemert.©


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