Todavía
no ha salido la Habana del estado de estupor doloroso en que la sumergiera la
muerte súbita de uno de sus mejores hijos: todavía hay quien duda y espera,
porque la esperanza, como ha dicho Chateaubriand, acompaña al hombre hasta el
sepulcro y se sienta después sobre su losa. Nosotros, fieles cronistas, vamos a
disipar esa ilusión, trazando con el corazón desgarrado y las lágrimas en los
ojos, el cuadro solemne e imponente de los últimos honores tributados al bueno
entre los buenos, a uno de los seres más nobles y puros que ha producido la
naturaleza.
La espaciosa casa mortuoria no podía contener
desde las cuatro de la tarde la concurrencia, entre la que brillaba casi todo
lo más granado de la población, y todos al entrar se dirigían ansiosos a la
sala a contemplar por última vez con amargura, el cuerpo exánime del inolvidable
amigo, colocado en el suelo, dentro de
un humilde ataúd.
Sí, en el suelo: la pompa vana e impropia con
que se rodea generalmente a los cadáveres entre nosotros, no podía convenir al
que fue ejemplo constante de modestia y sencillez, al que repróchala siempre
los gastos inútiles, holocausto del orgullo, considerándolos como un hurto a
los necesitados. Su desolada familia lo comprendió así, e intérprete inspirada
del alma que reposa ya en la mansión de
los justos, suprimió el fausto, colocó sobre la tierra el despojo que a la
tierra volvía, y mandó calcular lo que costaría el más espléndido catafalco,
para distribuir su importe entre las pobres.
A
las cinco y cuarto salió el cadáver, que llevaban en hombros el Doctor Don
Domingo fiuiral, los Licenciados Don Fernando Rodríguez Parra, Don Manuel Gástales,
Don Pedro José Morillas, Don Joaquín de Zayas y Don Francisco Piñeyro, y el
inmenso acompañamiento, se descubrió con
religioso respeto, y emprendió recogido y en silencio su marcha hacia el
Cementerio general.
Los carruajes fueron inútiles para la ida,
pues por primera vez se ha visto en la Habana acompañar a pie un cadáver hasta
la última y lejana morada: ni un solo rezagado notamos, porque todos los
concurrentes rivalizaban por tomar parte en esa última demostración, a pesar de
que casi en totalidad vestían riguroso luto, y que lo insalubre de la estación hace
temible cualquier exceso.
La juventud se disputa el honor de conducir en
hombros los restos venerados, mudándose por consiguiente, cada dos o tres
cuadras los cargadores. Las borlas las llevaron en todo el discurso de la
carrera los Señores Don Antonio Zambrana, Don José de Cintra, Don José Ricardo
0‘Farrill, Don Francisco Valdés Machado, Don Manuel de Armas, Don Gonzalo
Jorrín, Don José de la Luz Hernández, Don Nicolás Gutiérrez, Don José Valdés
Fauli, Don Francisco Calderón y Kessel, Don Antonio Martínez de Valdivieso, Don
Femando Peralta, Don José Morales Lemus, Don Porfirio Valiente, Don Manuel de
la Torre Machado, Don Ramón Pintó, Don Isidro Carbonell y otras personas
distinguidas, cuyos nombres no recordamos.
El gentío se aglomera en todas las bocacalles
del tránsito, y especialmente a la salida de la puerta de la Punta y en los
alrededores de la Casa de Beneficencia, donde no sólo había centenares de
personas del pueblo, sino muchos carruajes llenos de herniosas damas que llevaban
a los ojos sus pañuelos al pasar el féretro.
El aspecto que presentaba el Cortejo fúnebre
en la calzada de San Lázaro, que fue donde pudo desplegarse, era grandioso:
setecientos caballeros, representando todas las profesiones honrosas de la
sociedad y severamente vestidos, se extendían en líneas compactas aunque
irregulares, en un espacio de tres cuadras, y vistos en lontananza, semejaban
los sombreros negros, un mar revuelto y obscuro que movía gravemente sus olas.
Todos los templos por cuyos alrededores pasó
el acompañamiento doblaron a muerto. La primera parada se hizo en la capilla de
la Beneficencia, donde las voces argentinas de las huérfanas desvalidas
elevaron preces al cielo, por el alma del que fue padre de los huérfanos y de
los desgraciados. La segunda en la del Cementerio, que estaba brillantemente
alumbrada: allí se cantó un solemne responso, y después se trasladó el féretro a
un punto inmediato y despejado y el concurso se agolpó alrededor. Entonces se
adelantó el Doctor Don Ramón Zambrana, quien aunque lleno de emoción dijo con
voz enérgica:
«Callar, señores, en esta hora solemne,
enmudecer ante el espectáculo tristísimo que se ofrece a nuestros ojos,
reconcentrar en lo más profundo del corazón las emociones supremas del dolor
que nos abruma, sería natural y concebible si estos restos preciosos
perteneciesen sólo a un buen hijo, a un buen hermano; si el vínculo afectuoso
de la familia nos uniese solamente al que nos deja de un modo tan súbito e
imponente; pero este es el cadáver de Don Anacleto Bermúdez, estos son los restos
de un hombre ilustre que consagró su existencia entera al bien de sus
semejantes, al engrandecimiento de su profesión distinguida, a la gloría
literaria de su país, de un hombre con quien nos unen los vínculos sagrados de
la admiración, del respeto, del cariño; y al borde de su tumba debe elevarse
nuestra voz trémula pero verídica, conmovida pero enérgica, para proclamar sus
eminentes virtudes, para presentarlas al mundo por modelo, para bendecirlas.
Letrados de la Habana, protectores de la
inocencia, intérpretes de la ley, depositarios de la justicia, venid a la tumba
de Bermúdez y veréis aún en su frente lívida estampado el sello de su inteligencia
privilegiada, de su saber profundísimo, de su integridad incorruptible, de su entusiasmo
puro, santo, inagotable; venid y veréis a la población entera tributándole en
homenaje fúnebre, las lágrimas más ardientes, el dolor más acerbo; venid y
recordad un instante la manera decorosa, noble, dignísima con que llenó, hasta
exhalar el último aliento, la misión bellísima que el cielo le señalara, y
venid a llorar y a bendecir al que tanto os honró llamándose vuestro compañero,
al que tanto realce y estima y enaltecimiento diera al respetable, al ilustre
foro de la Habana.
Juventud
estudiosa, tú que tan generosos esfuerzos sabes hacer por distinguirte cuando
diriges tus pasos por la senda de la virtud y de la ciencia, ven a la tumba del
gran Bermúdez, ven a regarla con las flores de tu sentimiento, que debe ser
íntimo y eterno como la memoria del tesoro que perdemos. Imítale como hombre
público y privado, ten siempre en tu recuerdo sus virtudes preclaras, procura en
fin, reparar su perdida; á ti sólo te corresponde, juventud generosa.
Señores, el grande, el eminente Bermúdez, el
mejor hijo, el mejor esposo, el mejor hermano, el ángel de la benevolencia, el
genio de la mansedumbre, desaparece de entre nosotros; pero un monumento de
dolor amargo le erige la desolación en el hogar de su amantísima familia, y
otro de gloria inmarcesible levanta Cuba a su nombre: que el árbol de la resignación
cubra pronto con sus consoladoras ramas el primero; mientras nosotros al pie
del segundo vertemos todo el llanto de nuestro corazón; damos a nuestro amigo
el adiós sentidísimo de los buenos, y elevamos a Dios para que le acoja en su
seno, un voto unánime, ardoroso, cordialísimo, que sea la expresión de todos nuestros
afectos, que sea el eco de esa voz que solo oímos, lamentando tanta pérdida, en
lo más profundo de nuestras almas.»
Durante la escena anterior, llantos corrían
por todas las mejillas y muchos senos exhalaban sollozos comprimidos: cuatro
caballeros sostenían levantada la parte superior del féretro, como muestra de
benevolencia hacia los que tanto lo honraban.
A
las siete y media salió del cementerio la concurrencia, dejando depositado el
cadáver en la capilla, donde lo velaron durante la noche las personas más
allegadas.
Hoy por la mañana se le ha encerrado en un
sarcófago de metal, colocándolo después en el nicho donde debe repasar para
siempre, mientras que en la mayor parte de los templos se celebraba el Santo
Sacrificio de la Misa por el alma que lo animaba.
Mucho tiempo pasará antes de que nos
acostumbremos a contemplar sin dolor profundo la pérdida de Bermúdez; pero su
recuerdo gratísimo se conservará vivo y ardiente en las generaciones presentes
y en las venideras. Los hombres como Don Anacleto Bermúdez no se olvidan.
[Honores fúnebres que se tributaron a su
memoria], Diario de la Habana, 3 de Septiembre de 1852. Tomado de Iniciadores y primeros mártires de la
Revolución Cubana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario