lunes, 6 de junio de 2016

Olvidados de la República: Armando Leyva





 Antón Arrufat

 (…) Pasado casi medio siglo entré en la Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística con una libreta y un lápiz, galvanizado por esta pasión del rencuentro, impulsado por el recuerdo de una antigua lectura que había reaparecido para mi asombro, y anulando en parte “el quietismo bibliográfico”, llené las boletas y pedí los libros de Armando Leyva.
 Ocupé una de las mesas de lectura y, mientras esperaba que llegaran los títulos que había pedido, todos los que bajo su nombre aparecían en el catálogo, comencé a escribir en mi libreta una nueva lista, pero esta vez sobre las causas del olvido de un autor literario. Aunque la sociología de la literatura y yo nunca mantuvimos estrechas ni cordiales relaciones, resultaba inevitable pensar en dichas causas. Empezaban a acumularse en mi mente y la mano, a medida que me asaltaban, hacía que el lápiz las trazara en la página. Escribí esas causas posibles con sencillez, con expresión sociológica rudimentaria. No pude evitar darles un título: “Quince razones para ser olvidado”. Más o menos fueron estas:
 Cuando se produce un cambio ideológico o una revolución en los grupos de poder.
 Cuando su estilo o su poética han envejecido sin remedio.
 Cuando ningún crítico influyente se ocupa de su obra.
 Cuando la institución literaria le retira su protección.
 Cuando se queda en silencio y deja de producir
 Cuando su influencia declina en los jóvenes.
 Cuando su obra carece de valor trascendente.
 Cuando se produce un cambio de sensibilidad, surge un movimiento o escuela que le son adversos.
 Cuando muere prematuramente.
 Cuando carece de un mito personal que determine la atracción social futura.
 Cuando carece de promoción editorial.
 Cuando no sabe promoverse.
 Cuando recibe en vida demasiados reconocimientos y premios.
 Cuando habla para pocos y no alcanza a expresar un ambiente.
 Cuando teme ser imprudente, acepta las prohibiciones y rehúye el escándalo.
 Al terminar las quince razones ya estaban los libros sobre la mesa. Los tuve al fin bajo mi vista y entre mis manos. Di comienzo a una modesta y melancólica arqueología del saber. En verdad me parecieron pequeños juguetes. Tomitos en octavo, de menos de cien páginas, papel brillante, cromado, resistente, festones en cada página y deliciosas viñetas cerrando cada crónica, cada cuento. Increíble que en imprentas pueblerinas se hicieran estos pequeños juguetes que tanto tiempo habían durado. Creí al verlos de pronto que estaban originalmente encuadernados. Aunque todavía intacta, la encuadernación era antigua.
 En realidad las ediciones originales se hicieron en rústica, con frágiles portadas. Habían sido mandadas a encuadernar posteriormente, luego de muchos años, tal vez por el propio Leyva, cuando residía ya en La Habana. Tenían un sello triangular de la casa Belmonte, que se hallaba en la calle Monte y Zulueta. Me conmovió pensar que el propio autor había mandado a encuadernar los únicos ejemplares de los pocos libros que había escrito, publicaciones provincianas, tiradas cortas, que él pagaba y vendía en su casa, con el fin de preservarlos, a la espera de que alguien, algún curioso lector, pasado el tiempo, pudiera encontrarlos después de su muerte. Su viuda los entregó a la Biblioteca del Instituto.
 Solo uno, La provincia, las aldeas, era de formato un tanto mayor y tenía en verdad más de cien páginas, impreso en Santiago de Cuba, en 1922, y poseía un significado especial: fue el último libro que Armando Leyva publicó.
 En el prólogo, por Eduardo Abril Amores, encontré una noticia que paso a glosarles. Quizá, en vez de una noticia se trate de una imagen, un retrato personal de Leyva trazado por este amigo suyo, en un minuto decisivo, el de escribir.
 Estos dos hombres trabajaban como periodistas profesionales en Diario de Cuba. Leyva había abandonado su aldea, “la blanca Gibara”, para establecerse en Santiago. La noche que decidió escribir el libro, se hallaban en el Hotel Antilla, de paso para Baracoa, en viaje de trabajo. Calor, humo, pitazos de locomotoras, un enjambre de mosquitos llegaban a la habitación. Impaciente y nervioso, Leyva se acuclilló en la cama como un fakir indiferente, y se pasó la noche llenando cuartillas, fumando y escupiendo. A esta imagen, tan gráfica, falta un toque de época, el ambiente oriental de moda, muy del gusto de Leyva. Abril Amores no lo olvida: los cigarros que fumaba eran “cigarrillos egipcios”.  
 Textos y fotos revelan interés por los ambientes orientales, ignoro si profundo o ligero contagio de la moda. Otro de sus contemporáneos, José de la Luz León, provinciano igual que él, nacido en Baracoa -integrante de la nómina actual de olvidados-, publicó en la revista Carteles, enero 1960, un conmovido testimonio de su amistad con Armando Leyva, ilustrado con una fotografía de archivo. En ella se halla sentado en una cama tendida con una manta de ornamentos hindúes, la espalda reclinada en la pared que cubre un tapiz, igualmente hindú. Sobre una mesita labrada, una estatua de Buda, pebetero y palillos de incienso. A este testimonio de época cabría agregar que la única pieza de teatro que compuso, un corto monólogo sentimental y de dudoso valor, lleva el título, “También el Budha suspiró de amor”.
 (…) El pintor académico Esteban Valderrama, matancero y contemporáneo de Leyva, le hizo un retrato al creyón, que el retratado, al parecer, juzgaba complacido: lo reprodujo en cada uno de sus libros desde 1915. Firmado, carece de fecha. En él, Leyva parece un hombre de más edad que el joven autor de cuentos y crónicas, redactados entre los 27 y los treinta y dos. Creo que el retrato de un autor anula parte de la distancia existente entre el lector y el autor de la obra leída. Calma en algo su curiosidad No haré una descripción del hombre del retrato. Sería tan sólo un conjunto de palabras. Me gustaría, en cambio, ofrecerles una especie de retrato en movimiento, basado en la impresión real de un testigo. Para ello, acudo de nuevo a José de la Luz León y al artículo que mencioné.
 Cosa rara: una polémica acercó a estos hombres. Ninguno de los dos se habían visto nunca. Desde sus respectivos periódicos, uno en Baracoa, otro en Gibara, polemizaron sobre Emilio Bobadilla, como dos buenos provincianos, con violencia creciente. Llegó al punto en que se retaron a duelo. De la Luz León fue hasta Gibara en busca de su contrincante. Entró en el Unión Club, donde se reunían notables y ociosos, viejo caserón de la época colonial, frente al parque, mesas de billar y balances de rejilla en los que se sentaban a “chacharear” – el término coloquial es de la Luz León. Vio allí a un tipo joven, de melena hirsuta, gafas con cinta negra, chaleco entallado a cuadros, debajo de una levita o de un paletó, apoyado sobre un bastón de carey, los dedos plagados de sortijas. Lo sorprendió ese empaque demodé, imprevisto en una ―aldea, pero que le resultaba original y curioso, y lo escogió para preguntarle por Armando Leyva. Oyó una respuesta inesperada: “Yo soy”. 


 Ahí terminaron, naturalmente, polémica y deseos de batirse. Se estrecharon las manos y se abrazaron. A continuación cito textualmente: “Armando Leyva era distante sin quererlo. La madurez lo hizo más suave y tolerante. Me pareció desencantado. Su conversación era un puro deleite. Sabía escuchar, sin perder el aire de ensimismamiento y ausencia de su juventud”. Luego volveré sobre estas observaciones sutiles.
 Como tantos de nuestros artistas, Armando Leyva era un provinciano, pero un provinciano asumido. Sentía por su aldea, Gibara, donde nació en 1888, el año en que Rubén Darío publicó Azul, y hubiera podido decir como alguien dijera, “el modernismo y yo nacimos juntos”, sentía una rara devoción, mezclada de molestias y aversiones, sentimientos complejos que manifestó en diversos cuentos y crónicas. Estudió las primeras letras en su pueblo natal. Era hijo y sobrino de ingenieros, su padre y su tío fueron diseñadores y constructores de centrales azucareros.
 La primera vez que abandonó su aldea, marchó a estudiar bachillerato en las Escuelas Pías de Guanabacoa, como interno. En unas fingidas memorias, atribuidas a un personaje imaginario, que no llegó a publicar completas, narró oblicuamente el tiempo transcurrido tras los muros del colegio escolapio, “los cinco años más áridos de su existencia”. Como si continuara viviendo en la aldea, poco participó del ambiente capitalino, y concluidos sus estudios regresó de inmediato a Gibara.
 Pero su padre y su tío tenían la ilusión de que él continuara la tradición familiar, y lo matricularon por correo en un Collage de Estados Unidos para que estudiara ingeniería.
 Armando Leyva partió “con poco entusiasmo, algunos presentimientos de no sé qué trascendental transformación en mi vida y muchos versos sinceros y mal escritos”. El Collage estaba en Maryland, una pequeña ciudad. Hasta donde han llegado mis pesquisas, no frecuentó las grandes urbes del Norte, New York, Chicago.
 Varios de sus cuentos, de los acertados que realizó, nos hablan de Maryland, del Collage. Entre sus personajes hay estudiantes latinoamericanos, mexicanos y colombianos que, es lícito suponer, también sus familias enviaron a estudiar ingeniería. Si alguno regresó con su título bajo el brazo, Armando Leyva volvió a Gibara sin terminar la carrera. Cuanto temió como presentimiento, se le hizo real: su vida sufrió la transformación oscuramente anunciada. Si desde adolescente había escrito, a menudo como un juego, a partir de ese momento se le volvió grave, con la gravedad de un destino. Nada personal había para él en aquel Collage, en aquellos estudios… Durante esos meses en que la transformación se abría paso en él, tiempo semejante a un interregno, perfeccionó lo que sabía de inglés, leyó, no los libros de clase, sino los de literatura que le prestaban las bibliotecas públicas. En el curso de estas lecturas conoció los relatos de Edgar Allan Poe. Los leyó en inglés. Quedó seducido por su obra macabra y su vida desdichada. Fue uno de sus iconos perdurables. Cuando la transformación, “palingenesia llamó André Gide a tales estados”, se le tornó evidente, tomó una decisión imprescindible para su existencia futura: envió una carta a su padre pidiéndole regresar a la aldea sin concluir los estudios. Desde ese momento se convirtió en un escritor. No quiso otro destino que el destino que él mismo había elegido. Pese a las advertencias y amenazas de un padre desilusionado con su hijo, Armando Leyva volvió a Gibara. A los dos años publicó su primer libro.
 Del ensueño y de la vida, como dije hace un rato, se imprimió en 1910, imprenta El Cucalambé, Victoria de Las Tunas. Este tomito de sesenta páginas era obra de un escritor de 22 años. (Varias de estas composiciones se publicaron antes en periódicos de Gibara.)
 Ahora diré que se halla dividido, indica el título, en dos secciones, la primera para el ensueño, la segunda para la vida. Actualmente la primera carece de valor, y sin embargo, dada su atracción por las virtudes del ensueño, debió interesarle a Leyva más que la segunda, el ensueño más que la vida, sin duda. Compuesta de doce escritos, tan solo conserva todavía cierto interés, “El primer desengaño”, en el que inesperadamente la vida tropieza con el ensueño, y parece ganarle la partida. La anulación del ensueño implica una experiencia, y la experiencia es el primer desengaño. ¿Es el ensueño  entonces un simulacro de felicidad? Quizá sea el conflicto de esta crónica, y de cuanto Amando Leyva escribió durante esta etapa de su creación. Como los buenos sonetos, concluye con una sorpresa de fino humor, un tanto galante, humor frecuente en la escritura de Armando Leyva, cuando la amada ideal del protagonista, muchacho de quince años, lo convence, en un diálogo de deliciosa ironía, de que el amor entre ellos, semejante a cualquiera amor, debe cesar voluntariamente antes de que termine como proceso natural. Tras esta decisión, les quedará un hermoso recuerdo. El muchacho finalmente le pide besarla en alguna parte del cuerpo donde nadie nunca la hubiera besado: ella le ofrece los guantes que cubren sus manitas y él se los besa como despedida. 


  En el resto de la sección del ensueño, pese a que la escritura es la de un esteticista moderado, Leyva es más un neorromántico que un modernista. Su prosa, efectiva y cuidada, es solemnemente cursi. Los rasgos de humor que, a la manera de “El primer desengaño”, podrían salvar el texto dándole al lector la posibilidad de otra lectura, al poner en entredicho la abundante cursilería y el sentimentalismo de las historias, no aparecen en el resto del ensueño.
 En la sección segunda, con la que cierra el tomito, el futuro editor de las obras de Armando Leyva deberá tomar en cuenta, de los nueve textos breves que la integran, al menos tres. Pocos en verdad. No obstante, “Mis gafas”, “Un gato” y “Poe”, podrían calificarse de páginas excelentes. Sarcásticas, escritas desde sí mismo, aparentes ejemplos de confesión personal, enumeraciones dispuestas como arias de bravura (“Son algo integrante de mi yo –dice en “Mis gafas”— Como mis tristezas. Como mis odios. Como mi filosofía. Como mi hígado. Las amo como Voltaire amó el café. Como Teresa de Jesús amó la muerte. Como De Quincey amó el opio. Y me han sido más útil que la religión, que los relojes y que los amigos”). El gato, animal del universo de Poe, y de Baudelaire, otra de sus admiraciones, aparece con frecuencia en sus escritos, como el caballo y los perros, transformados en animales extraños, perdida su relación cotidiana con el hombre. 
 Sin duda, Leyva carecía del don de titular. Desde el inicio de su carrera como escritor, la falta de este don es manifiesta. Del ensueño y de la vida no es buen título. No se le daban siquiera sugerentes o llamativos. Alma perdida, su segundo libro, es perfecto para un melodrama radial. Otros lindan con lo excesivamente cursi, con el folletín, con un modernismo trasnochado, y pueden desanimar a lectores y a críticos del conocimiento de sus mejores cuentos, “Gritos en el monte”, “Un suicidio”, “Un Muerto”. Títulos desafortunados, quizá obra de la dejadez o la indiferencia periodística, sorprendentes en un autor que ejercía sobre el resto de su prosa un cuidado extremo.
 Vuelvo a Del ensueño y de la vida. Pese a cuanto he señalado, este pequeño libro revela desde su título, la división en dos partes y el uso de la crónica y del cuento, como géneros separados incluso en la organización tipográfica, las antinomias decisivas en la poética de Armando Leyva. Creo que tan sólo falta la del horizonte geográfico: el enfrentamiento entre el mar y la montaña, la aldea y la ciudad. Estos son los agentes del conflicto, el dualismo acentuado y en contradicción, cuyo eje central y giratorio lo forman el ensueño de un lado, del opuesto, la vida. Pareja contradictoria que hace su aparición en múltiples páginas de Armando Leyva, constantemente, de un modo casi obsesivo, incluso hasta el punto de desgaste.
 Tal vez no se trate con exactitud de contradicción, sino de un agudo conflicto en la experiencia humana, y principalmente en poetas y escritores del modernismo latinoamericano. Leyva es consciente de este conflicto. El ensueño es más fuerte que la vida, nos dice en uno de sus cuentos o de sus crónicas. Lector de Nerval, a quien menciona en diversas ocasiones en las que sus escasos críticos no han reparado, sabía que el sueño es una segunda vida. Sus personajes femeninos, en algo semejantes a los de Nerval, empiezan siendo reales para convertirse, por exceso del deseo frustrado, en apariencias del sueño, y en su escritura, en apariencias del ensueño. El sueño nervaliano es sustituido por el ensueño. Se sueña en Aurelia con los ojos cerrados. En los mejores cuentos de Armando Leyva el ensueño no es una segunda vida, es una especie singular de superposición sobre la vida, diré real. Es mediante el ensueño que el hombre alcanza, por un instante, aquello de lo que carece. Por el contrario del sueño, no es la representación fantástica del durmiente, es la representación fantástica del ser humano en vigilia, decisivamente despierto.
 La enemiga del ensueño, esa cosa llamada vida, ¿qué era?
 Una frase de Poveda, que Armando Leyva suscribiría de inmediato, podría responder esta pregunta: “La vida tiene el deplorable efecto de ser perfectamente anodina”. Terminado el ensueño, descubierta su raíz ilusoria, lo que queda es aburrido y mediocre, es decir, lo que queda es la vida. Leyva disiente tanto de la vida sentimental como de la social y política. Entrar en las regiones del ensueño es, al menos por unas horas, liberación, positiva conquista. “Amaba la torre de marfil, pero le atraía la multitud”, escribió Regino Boti de José Manuel Poveda. Podría decirse por igual tanto de Armando Leyva como del propio Regino Boti. Esto aumentaba sus dualismos, sus antinomias. A sus obsesiones esteticistas, se unían preocupaciones sociales y patrióticas, que en él fueron agudas y constantes. Como este aspecto es poco conocido, diré que Armando Leyva, y enumero simplemente, fue antimachadista, enemigo acérrimo de la prórroga de poderes, adversario de la discriminación y partidario del voto femenino, contrario a las componendas políticas y la democracia pervertida, opuesto a la influencia, ya en su juventud muy manifiesta, de la sociedad norteamericana en la naciente vida de la nación cubana. Para él Estados Unidos era yanquilania. Decenas de crónicas dan testimonio de sus antinómicas preocupaciones por la vida. 



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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buenas crónicas sobre este escritor olvidado.
Se agradece tu labor de desenterrar archivos. Encantador blog de antiguedades cubanas. Unico en su tipo.
Gracias.


América inmortal.

D.L. dijo...

Gracias América, muy estimulantes los comentarios. Seguiremos sacando textos oscuros.

Anónimo dijo...


Pués ándele mijo!
Este es su blog y su creación.

Yo escojo.
Saludos.

América Inmortal.