sábado, 11 de junio de 2016

La buena fe




  Pedro Henríquez Ureña

 Los ferrocarriles de Cuba no son tan malos como yo esperaba: me resultó cómodo el tren, aunque marcha muy despacio, por lo general a menos de un kilómetro por minuto. Los campos son muy llanos y muy verdes, pero la vegetación no es muy alta. La palmera se repite hasta el infinito. La vegetación se hace más espesa mientras más se avanza hacia Oriente; hay veces en que la manigua se ve prodigiosamente tupida.
 Otra característica del campo cubano es la quemazón continua, para perfeccionar las siembras (destruir maleza, sustituir pastos viejos con nuevos, y por el estilo); en la noche se ven a un mismo tiempo ocho o diez campos encendidos a la vez. Otro efecto curioso que vi fue el de un carro cargado de café y brillante por la multitud de cocuyos que allí se albergaban. Los ingenios de azúcar, sin embargo, no están, sino por excepción, cerca del ferrocarril: ni lo necesitan, pues cada ingenio tiene su ferrocarril propio que se comunica con el Central.
 En Santiago de Cuba no me esperaba nadie en la estación, porque el telegrama de aviso llegó junto conmigo, no sé si por descuido de Fran o por retardo de la oficina telegráfica. Encontré a papi en cama con fiebre, por lo cual no ha podido salir a ocupar su puesto de Ministro de Santo Domingo en Haití, donde va a arreglar la cuestión de límites; se levantó, sin embargo, dos días después, y volvió a trabajar. Las mujeres –Tivisita y Amalia- las encontré bien, aunque la primera está enferma, afectada de los riñones y el corazón, y necesita de inyecciones fortalecedoras todos los días. Tiene cuatro niños: los tres mayores, varones, acostumbrados al campo, viven en una agitación constante y metiendo un ruido atroz. Camila, casi de mi estatura y delgada relativamente. Con la familia vive -¿cuándo no?- un atlátere: mi primo Arístides Sócrates Nolasco, Arístides en la familia, Sócrates Nolasco por firma literaria. Se ha hecho literato en Santiago de Cuba; el resultado es que su talento natural –que tiende a la observación humorística- se ha desviado hacia la tontería romántica de la literatura provinciana. Tiene allí un círculo de jóvenes literatos, tan desorientados como él; sólo conocí a uno, que hace versos encrespados, de romanticismo tétrico y misantrópico, aunque en la vida privada es un joven sencillo y parlanchín: Fernando Torralva.
 Entre gentes de más edad hay hombres de más cultura literaria, como Ducazcal (Joaquín Navarro Riera) y Alberto Duboy, el que estuvo en Santo Domingo. Los visité en las redacciones de sus respectivos periódicos, El Cubano Libre y La Independencia, este último copropiedad de Duboy y de los Ravelo, dominicanos.   
  También vi a Alejandro Woz y Gil, el ex presidente de Santo Domingo, “causeur” original. Yo no sé si lo ha leído todo o lo ha pensado todo; pero ello es que no hay cuestión que escape a su charla. Es un poco descosido; nunca cita sus “autoridades”, así es que todo lo dice como suyo; y con su defecto de no completar muchos párrafos, hay veces en que se hace difícil seguirle. Conversé con él tres veces; dos de ellas en el Club San Carlos, el centro “aristocrático” de Santiago de Cuba. Allí se reúne especialmente con jóvenes, de quienes dice que aprende más que de los viejos, aunque no sé a punto fijo qué cosa pueda aprender de los jóvenes con quienes me presentó: gente que ha leído cosas malas, que no ha entendido lo bueno, y cuya única cualidad es la buena fe.
 La ciudad de Santiago de Cuba tiene tan escaso interés, en punto de estilo arquitectónico, como la Habana; pero es igualmente pintoresca; llena de colores, más curiosa, porque es toda cuestas. En ella subsiste, mejor que en la capital, la “casa cubana”, con sus antiguas condiciones de amplitud, ventilación y luz. La casa de mi padre corresponde a ese tipo: es de un piso por el frente, pero en el patio tiene un piso más, al cual se sube por una escalera de madera, techada de zinc, situada en el medio del jardín; en éste hay árboles, enredaderas y jaulas con pájaros. Todos los departamentos de la casa son amplios y altos; no hay zaguán, así es que todo pasa por la sala (el coche no se tiene allí, naturalmente, sino en la cochera aparte); tampoco hay comedor: se come en la galería del patio.



 “Notas de viaje a Cuba” (fragmento), Revista Iberoamericana. No. 130-131, enero-junio de 1985.Imagen: Pedro Henríquez Ureña. 

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