domingo, 5 de junio de 2016

Un suicidio





  Armando Leyva

 Estaba en la terraza de Casa Grande esperando a un amigo. Y como ocurre generalmente en la vida, quien llegó no fue la persona esperada sino un desconocido. Se acercó lentamente, sombrero en mano, con una sonrisa cortés y acaso un poco triste bajo los bigotes lacios. Vestía con cierto descuido y sobre la pechera de la camisa aleteaba lánguidamente la vieja chalina de la bohemia.

 -Señor -me dijo-, es usted el autor de una crónica publicada hace algunas semanas en Diario de Cuba titulada "Un flirt extraño"…?

  -Sí, señor. ¿Y usted?

  -¿Yo?… ¡Soy un hombre!

 -Bien. Por mi parte yo, además de ser el autor de esa crónica, soy… otro hombre. ¿Y… qué se le ofrece?

 -Pues yo tengo una historia, una triste historia que parece una barbaridad y no es más que una desventura, y he pensado contársela a usted para que la publique. Es algo extraordinario, desconcertante, fantástico y, sin embargo, muy humano y muy doloroso. ¡Publíquela usted, señor, publíquela y me dará una alegría, un consuelo tan grande!

 -Pero dígame usted de qué se trata.

 -Enseguida. Mas no aquí. ¿Quiere usted que pasemos al bar? Yo le suplico que me acepte una copa; yo tomaré otra; así me será más fácil porque, la verdad, me da un poco de pena revelar mi secreto, el gran secreto de mi vida.

 -Si usted no quiere…

 -Oh, sí. Lo necesito. Lo suplico.

 Atravesamos el pasillo, nos miramos de cerca en las aguas dormidas de una chiquilla de ojos lagunares que leía un magazine y finalmente nos hundimos en el bar como dos confabulados de una secreta asociación. Pedimos dos cocktails, mas como a mi hombre no se le quitaba la vergüenza, pedimos dos más y así sucesivamente hasta un número impublicable.

 -Pues bien. Yo me enamoré de una mujer que hacía gala de desdeñarme. Si por acaso nos cruzábamos en la vía pública quitaba sus ojos de mí como de un condenado. Aquello no era la estudiada comedia de siempre cuando se quiere interesar más a un hombre: era clara y perfecta antipatía; desdén espontáneo; odio naciente. Yo, lo mismo que el suicida mexicano, comprendía que no había de mirarme nunca en sus ojos y que jamás serían míos sus labios; pero a pesar de eso estaba loco, resuelto, definitivamente enamorado de mi dama esquiva. ¿Ha visto usted, señor, qué imbéciles nos ponemos los hombres cuando llegamos a cierto punto de apasionamiento?

 -Sí, señor, lo primero que perdemos es la vergüenza; después el apetito.

 Yo creo que perdí las dos cosas al mismo tiempo y además el sueño; me dediqué resueltamente a seguirla, a espiarla, y de tal manera que me compenetré de lo que pudiéramos llamar su “aura” que antes de acercarse la presentía; su perfume predilecto me llegaba desde una larga distancia; el ruido leve de sus faldas de rasos y de seda me ponían alerta… Llegué a tener en el olfato y en el oído la sutileza de un mastín viejo. En fin, mi dedicación fue tan absoluta que la dama de mis sueños indignada acaso por aquella extraña actitud de un hombre que desconocía y que le era odioso, desapareció sin que nunca más la volviera a ver. Pero yo no pude olvidarla. Y entonces la busqué a través de todos los paraísos artificiales que me sugirieron Monsieur de Phocas y sus congéneres, hasta una tarde, hasta una gloriosa tarde -¿cómo podré olvidar aquel encuentro fortuito y piadoso?- en que vagando por la calle del comercio la vi, la vi estupendamente ataviada como era uso en ella; la vi, pero usted se va a reír…

 -Le juro que no. ¡Si todo eso es muy vulgar y pasa cada día en las cinco partes del mundo!

 -No lo crea usted. La vi en la vidriera de una casa de modas. Sí, era un maniquí; pero se parecía tan extraordinariamente a ella, de tal modo eran iguales sus siluetas, sus caras, sus sonrisas desdeñosas y sus ojos extáticos que me sentí feliz y en plena posesión de la amadísima. Ya no podría huirme, ya serían inútiles las encrucijadas de las calles por donde desaparecía raudo su 40 h.p. Estaba allí, estaría allí expuesta a la voracidad de mis miradas, muy cerca de mis ojos y lo bastante lejos de mis manos para que la ilusión perdurara… Entonces empezó… Pero tome usted otro cocktail…

  Y tomamos hasta llenar la mesa de cristales como el instrumento de un raro copólogo.

 -Entonces empezó una época de verdadera felicidad para mí. Le paseaba la calle por las tardes y como siempre sonreía igual, dulcemente, yo viví semanas adormecido por la ilusión de que era a mí, sólo a mí, a quien ella sonreía. Algunas tardes, cuando el gentío no era excesivo en la lujosa calle, me estacionaba frente a la vidriera aquella y sostenía con mi novia un monólogo fantástico, lleno de apasionamiento y esperanzas… Aquello acabó como tenía que acabar, como acaban frecuentemente estos amores en la soledad con una dama a quien gusta el lujo. De novia imposible llegó a ser mi amante; no fue cosa muy dura el lograrlo: un poco más de esfuerzo de imaginación, una dosis doble de todas las drogas y… a la próxima semana ya logré hacerme la ilusión de que todos aquellos trajes y aquellos sobreros inverosímiles con que se adornaba eran comprados por mí, regalados por mí. Una tarde, al llegar a su vidriera, que para mí no era otra cosa que su ventana, la vi envuelta en un amplio mantón de Manila valorado en $500,00. ¡Si supiera usted mi gozo, mi enorme gozo viendo aquel dispendio que mi amor había tenido principesca, regiamente! Esa tarde, estuve junto a ella hasta que los dependientes de aquel comercio -los lacayos de su lujosa casa-, corrieron la puerta de hierro que guardaba a mi reina y señora. Otra vez apareció vestida de Hermana de la Caridad y yo bordé toda una deliciosa fábula alrededor de aquel traje: me supuse herido en un campo de batalla y a mi adorada tocándose con las blancas tocas de la orden piadosa… ¡Todo un idilio épico! Otra vez… ¡Pero son tantos los detalles de este cuadro de amor! Otra vez -me parece que fue en ocasión de una fiesta caritativa en que se exhibía una canastilla para un niño pobre- me encontré a mi adorada vistiendo un blanco ropón de enfermera junto a la cunita donde dormía un baby de poco mayor tamaño que un kewpie. La alcoba estaba atestada de ropa blanca bordada por manos delicadas: camisas, gorros, capas, y sobre una mesita de mimbre un estuche de fina perfumería para el bebé. ¡Supóngase usted las figuraciones de aquel día!

 -La supongo. Se sintió usted padre.

 -Completamente. Y créame usted, ningún padre legítimo, ninguno que realmente lo sea, podrá enseñarme a mí lo que se quiere a un hijo aunque el mío era de… celuloide. Pues mire usted lo que son las cosas de esta perra vida: en aquella ocasión en que mi amor se serenaba llegando a las más altas cimas del reposo familiar ocurrió la catástrofe.

  -¿Y fue?

  -Fue… Esto es absurdo, pero al mismo tiempo trágico. Fue que… pero ¿podrá usted creerlo? fue que aquella casa de comercio tuvo que efectuar un balance y se removió toda la mercancía, toda, hasta la de la vidriera de encantamiento. Aquella mañana, al “pasarle la calle” encontré que los bárbaros horteras habían desnudado totalmente a mi maniquí. ¡Si usted lo hubiera visto! La ficción tuvo que romperse necesariamente: sus piernas eran de alambres, no tenían rodillas; estaba hueca, rasa, impasible, sin vida. ¡No era ya más que lo que había sido siempre un maniquí, una mujer de pastas y cartones! ¿Es horrible o no lo que me pasa?

 Los cocktails tenían una maldita alma filosófica y emprendí una larga peroración sofística, pero a poco noté que el simpático demente había desaparecido. Pagué y suspiré como es de rigor en estos casos y salí del bar.

 Ayer se suicidó dejándose pasar un carro Trocha-Cementerio por encima de su cuerpo. El cubano libre, La Independencia y hasta nuestra propia publicación, dio la noticia, en un breve parte policíaco, afirmando que se trataba de un beodo.

 A mí se me ocurre dedicarle esta crónica. En realidad fue un suicidio. Todo esto parece estúpido, pero no lo es.

 Un maniquí o una mujer, mirados a través de ciertos sorprendentes estados de ánimo, son lo mismo: pasta, cartón, alambre… Y el que no ha aprendido a reírse de estas cosas, hace muy bien con dejarse pasar un carro por encima…



 Las horas silenciosas, Santiago de Cuba, 1920, pp. 179-86. 

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