viernes, 13 de diciembre de 2013

Huracán Nowack





 Pedro Marqués de Armas

 En ninguna parte como en esa “estación experimental del fin del mundo” que fue el Imperio Austrohúngaro, la locura tuvo tanto pedigrí. La frase de Karl Kraus no solo retrata un crepúsculo, sino también ese abismo al que supieron mirar Freud, Wagner, Schiele y tantos otros. Pero mientras el diseño terapéutico, mental o arquitectónico, progresaba por insospechadas galerías poniendo en entredicho a la razón, también la razón se petrificaba en desatinadas evidencias. Parte de esa insania –segmentos duros, diría Deleuze– fueron los "científicos locos" que proliferaron en todas las ramas del saber como expresión de ese “manicomio perfectamente equipado” en que el Imperio se convirtió antes de hundirse definitivamente.

 Las páginas que dejamos atrás constituyen un breve dossier sobre Joseph Frederick Nowack, el sabio que más catástrofes naturales vaticinó en aquel cambio de siglo y el que mejor condensa esos terribles -y acaso certeros- pronósticos que tendrían a Viena como estación extraordinaria.

 Eco tardío de un colonialismo ilustrado, la expedición de Nowack en busca de su “planta de tiempo” sigue un trayecto que desquicia incluso al de Colón. Tras rastrear en India y Ceilán durante años a esa especie del Abrus precatorius nobilis, se dirigirá finalmente a Cuba en busca de ella; tentadora antípoda donde colisiona con una realidad cómica y aterrada, un mundo en pequeño formato sobre el que pasa como un ciclón –el huracán Nowack– tan (i)real como el desastre que pronostica.

  Nowack procedía de una familia noble que se arruinó a consecuencias de sus investigaciones. Y aunque su prestigio ya se había ido a pique y muchos lo veían como un farsante, retenía aún gran parte de legitimidad; prueba de ello eran los dos Institutos a su nombre, uno en Austria y otro en Londres, sus numerosos adeptos y sufragistas y, desde el luego, el trato oficial que le dispensaban los cónsules de su país.

 Verdad que a su arribo a La Habana a comienzos de febrero de 1906 (a donde inicialmente se dirigía no a pronosticar ninguna catástrofe, aunque fuera previsible, sino a coleccionar 2000 ejemplares del Abrus precatorius, la peonía) no le acompañaban más que su fiel hermano Hermenegildo y un criado, en versión bernhardiana del Loro de Kant, moviéndose sin moverse hacia los trópicos; pero aun así su misión era de un empaque difícil de resistir para quienes se aprestaban a recibirlo y para los propios académicos… No hubo, por supuesto, ni gota de burla en las primeras reseñas de prensa una vez en la capital cubana.  

 En definitiva, y aunque esto lo ignoraban casi todos en la isla, el profesor venía anunciando desgracias desde hacía unos veinte años, la mayor parte de las veces con éxito, según aseguraba la prensa extrajera, al predecir catástrofes como las ocurridas en Martinica (la erupción del Mont Pelée), San Francisco, Jamaica, Teherán y Constantinopla.

 Ya en la Exposición Internacional de Viena, celebrada en 1888, su novedosa “planta del tiempo” había asombrado a un notable número de científicos, comerciantes y hombres de Estado, como el príncipe de Gales, el sultán de Turquía y la Lloyd Company. Tales agentes le invitaron a sus respectivos dominios, aceptando Nowack únicamente viajar a Inglaterra, donde logró establecer (pues se trataba de la seguridad personal del Rey Eduardo), una de sus ansiadas “estaciones experimentales”.  

 En una época irrevocablemente técnica como la que antecede a la Primera Guerra Mundial, donde el vértigo y la velocidad se erigen –tal como señala Philipp Blom– en sustrato primordial de las relaciones humanas, algo tan "predictivo" como una simple pero misteriosa planta tropical en modo alguno podía quedar fuera. 
 
 Si los espías internacionales convocan médiums y se suceden los dossiers derivados de la telepatía y la comunicación con los astros casi con el mismo impacto que los avances de la aeronáutica, un descubrimiento como el propuesto por Nowack tenía que rozar planes estratégicos globales. A fin de cuentas, nadie sabía por dónde iba a estallar el globo; y sólo el sabio vienés había llegado a establecer la serie de catástrofes que tendrían lugar en todo el orbe hasta 1918, apuntándolas con lujo de detalles en su misterioso Prospectum


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