viernes, 13 de abril de 2012

Puenting



                                                   
  
   Dolores Labarcena

 

La curiosidad es un bicho. Pienso en Sander, el fotógrafo alemán, rascándose continuamente la picada. ¿No han visto el Partenón o el Coliseo de Roma? Destartalo puro. Sin embargo, justo en ello radica la belleza: en lo estoico de unos ripios, en la elegancia del eczema.

Hijo de un carpintero de minas, su primer trabajo individual, después de que como ayudante de fotógrafo pedalease por Alemania y Austria, fue de carácter casi geodésico. Un estudio del lugar, una cartografía de la infancia, en Westerwald. Y qué no habrá visto entre esos campesinos sino un carnaval de calamidades. Pues además de captar la afasia, el emparentamiento de esos rostros poco expresivos con lo grotesco de una circunstancia que prácticamente los saca del paisaje, Sander va trazando el mapa más osado de Europa: el de la sobrevivencia y el desacomodo.

Pero ¿qué es la fotografía? Un evento que implosiona el discurso, lo encoge. Recibes lo que ves. Lo más parecido a practicar puenting: existe en el salto la posibilidad de enredarnos con la cuerda y se acabó.

Su obsesión por la figura, la traza, como lo demuestra la serie Hombres del siglo XX, donde aparecen cocineros, mujeres, campesinos con trajes de domingo, curas, mequetrefes, veteranos de guerra, hace que su fotografía sea un archivo para la memoria.

Si August Sander hubiese nacido en esta época, donde la historia ha sido retocada para disimular el horror, quedaría estupefacto. Donde se amontonaban cadáveres se alza un monumento escrupulosamente concebido y circundado de arbustos con alguna que otra placa. Y los niños, esos rapaces cuyo juego consistía en subsistir, fueron cambiados por otros, casi autistas, más o menos jubilosos, con sonrisas a lo Vital Dent. Con esos mimbres, y sin pensárselo dos veces hubiera hecho las maletas y rumbo a Suramérica. O iría más lejos, ahora que no hay fronteras (para algunos), a fotografiar indocumentados para dejar constancia. Quizás a Alaska, por la picada de ese bicho, a ver esquimales en sus iglús: esas casuchas entre hielo y tundra.

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