domingo, 15 de abril de 2012

Arístides Fernández: El retrato


 
                     
                         
                            I

 Mi amigo detúvose poniéndome una mano en el hombro, y con voz apagada, vacilante, emocionada, me dijo:
 —Quisiera caminar hasta el final de esta calle; más de diez años ha que no piso el polvo de estos alrededores. ¡Diez años de olvido, diez años que han hecho dormir en el fondo de mi alma tantas cosas dulces y tristes, ya pasadas!
 Seguimos andando en silencio. Era tarde, de madrugada. Por casualidad nos encontramos aquella noche, y fuimos a terminarla cenando alegremente en el «Gato Blanco», cabaret de moda, situado en un extremo de la ciudad. Y como nos pesaba la cabeza, cardada por los vinos, y la incipiente borrachera alegraba nuestros pies, vagamos por los repartos gozando de la clara noche y de los perfumes de los jardines, cargados de flores en aquel mes de abril.
 A mí, particularmente, siempre me ha gustado caminar de noche, vagabundear por las calles silenciosas y mal alumbradas; ver la figura flaca de algún hambriento gato o la humanidad aburrida de tal cual sereno. Nada más encantador que esos paseos silenciosos, turbados de vez en cuando por la voz del borracho que se retira tarde en busca del hogar. Detesto la ciudad bulliciosa y llena de sol, desde que he gozado el encanto tan grande que existe en las cosas que duermen. Cada casa, cada esquina, cada pedazo de viejo muro alumbrado débilmente por un mal farol de gas, hablan a mi espíritu dulcemente de cosas pasadas.
 Lo que más tarde sucedió culpa fue del vino, pues creo que mi amigo en estado normal no me hubiese hecho la confesión que voy a relatar.
 Nuestras pisadas sobre el cemento de las aceras rompían el silencio de la noche; la cara era azotada por la brisa suave, débilmente perfumada por los jardines vecinos. Las flores brillaban delicadas en el ambiente azul.
 Mi amigo dejó de andar, quedóse inmóvil como una estaca plantada en el suelo; y cogiéndome por el brazo con nerviosa mano, murmuró bajo, muy bajo:
 —Mira, ¿ves ese palacete? Fíjate bien...
 Miré con más atención a mi amigo que a la casa, que era devorada por los ojos de él; emoción grande, profunda, lo embargaba. Comprendí que cualquier pregunta sería indiscreta... y me puse a contemplar detenidamente la casa.
 Se adivinaba, de primera intención, que hacía años que estaba deshabitada, abandonada. Sin embargo, era nueva relativamente; por su estilo le calculé no más de quince años de fabricada. El jardín, pequeño en su frente, tapaba casi al soportal; las flores y la yerba crecían descuidadas, entrelazadas. Enorme enredadera de picuala se desbordaba sobre el techo, y la hiedra extendíase como serpiente verde por las columnas, hasta besar los dóciles capiteles. La fachada desteñida por las lluvias, tenía la pátina de las cosas viejas y mal cuidadas; la verja, toda oxidada, parecía que nunca se había abierto. El ambiente era huraño, sombrío como cosa encerrada en sí mismo. Una enorme araña caminaba por el enlosado del jardín.
 Mi amigo, embargado por la emoción, devoraba la casa; yo, ora miraba la casa, ora lo miraba a él. Así estuvimos largo rato. Suavemente, pero con firmeza, tomándolo por el brazo, lo obligué a seguir nuestro camino; silenciosamente abandonamos el lugar La tensión nerviosa acentuaba los rasgos de su rostro. La vaguedad de la mirada me hizo comprender que soñaba.
 En mi garganta se agolpaba la curiosidad en mudas preguntas; pero por delicadeza me abstuve de hacer comentarios sobre lo pasado, en la seguridad de que no pasarían muchos minutos sin que sus propias palabras me aclararían aquel misterio.
 Adiviné que mi silencio lo abrumaba, tendría que hablar, que hacer cómplice de su secreto a alguien, que no podía aguantar callado tantas penas negras. Pacientemente, sin chistar, seguí a su lado en la espera del momento psicológico. Y así fue como de madrugada, caminando por extrañas calles, supe de la aventura más rara y sencilla de mi amigo.
 A ratos pienso en ella, y considero que la vida tiene cosas absurdas y encantadoras. Su historia es eso: un absurdo encantador.
 Hela aquí, tal como me la contó.

                                                 
                        II



 Hace diez años yo era un joven de veintiséis. Mi existencia se desarrollaba tranquila, apacible; dado a mi alegre carácter amaba intensamente la vida. Aburrido de la ciudad, de sus calles estrechas, de sus edificios feos y aplastantes, me mudé para una linda casa en este barrio encantador. Adornábala un jardincillo tan grande como un pañuelo, que cultivaba por entretenerme, sembrando claveles rojos y crisantemos.
 Todas las tardes después del baño, sentía gran placer en caminar, en estirar las piernas. Desde entonces nace mi amor por las caminatas a la caída de la tarde, por aceras bordeadas de jardines y álamos. Me encantaba la vida, y con espíritu alegre y pie ligero vagaba por calles dulcísimas, donde las tardes eran rosadas y acariciadoras. Siempre paseaba por los mismos lugares; a mis ojos les atan familiares las casas, siempre los mismos jardines floridos, los mismos vagos perfumes, tan conocidos como las imágenes.
 Una tarde, en una de aquellas viviendas tan conocidas para mí, sentíme cautivado por una imagen nueva y encantadora. En más de un año, en mi cotidiano paseo, nunca mis ojos vieron alma viviente en su portal; y puertas y ventanas siempre estaban cerradas. En el portal, reclinada en silla de extensión, descansaba una mujer joven; manta ligera cubría sus pies. Asombrado levanté la cabeza, en mi corto pasar la visión fue rápida, fugaz; cuando quise reaccionar la joven había quedado a mis espaldas. Soy un hombre muy curioso en cuestiones de mujeres; me encanta ver un pie breve, piernas bien modeladas y aprisionadas entre fina seda,  y, sobre todo, los ojos, los ojos claros u oscuros, expresivos, acariciadores..., pero aquella tarde al entrar en mi casa pensaba que no sabía de qué color era su mirada; lo único que recordaba fue la ligera turbación que sentí. Dejé de pensar en todo aquello; pero hice el firme propósito de mirar bien en mi próximo paseo; por lo menos saber de qué color eran sus ojos.
 Durante la semana siguiente pasé repetidas veces, a la misma hora, por el lugar. Ella descansaba siempre en la silla, siempre en actitud de cansancio y aburrimiento. Timidez creciente hacíame desviar la vista, no quería llamarle la atención y, a la vez, mis más ardientes deseos eran contemplarla detenidamente, mirar sus ojos, ver sus gestos..., oír su voz.
 Venciendo mi cortedad, haciendo un esfuerzo, la miré largamente, a mi sabor, a mi gusto. Llevaba un traje verde claro, y pañuelo del mismo color cubría sus hombros delicados; sostenida por almohadón negro bordado en oro descansaba su cabeza, de cabellos castaños, oscuros, que se desbordaban descuidadamente sobre el cojín; en las faldas brillaba la pasta gris de un libro que no leía, y con el cual jugaba una de sus manos, mano fina, de líneas puras y delicadas, blanca y azulada suavemente, de dedos redondos y afilados; la otra recogíase sobre el pecho, aprisionando entre los dedos un pañuelito. La boca, pintada ligeramente de rojo, era de líneas firmes y de una gracia adorable; la barba firme, de elegante dibujo; la frente redonda, algo abombada y pálida... Pero lo esencial de su belleza estaba en los ojos, verdes, de un verde suave como puntitos de oro, metálico, de mirada limpia y acariciadora. Se comprendía que en determinado momento aquella mirada adquiría el azul oscuro de los mares profundos o el verde claro de las mañanas risueñas; ojos que tenían el poder de cambiar de matiz con los estados de ánimo. Flores blancas morían prisioneras en su cintura.
 Nuestras miradas se encontraron, y las suyas me hicieron comprender que mi curiosidad no le era desagradable, que mi figura le era familiar y... hasta simpática ¿por qué no? En el fondo de sus ojos había un poco de ironía y un algo de tristeza.
 Por la noche, en la soledad de mi habitación, medité muchas cosas, y por primera vez me di a pensar en que aquella mujer estaba enferma o convalecía de algún largo o penoso mal, claros indicios eran su delgadez frágil y encantadora, su actitud siempre recogida, la silla de extensión.
 Otro día volví a pasar, y al otro, y todos los demás días. Al cabo de varias semanas nos entendíamos perfectamente. Aprendí rápidamente en su clara mirada. Mis progresos en aquel arte mudo tan lleno de cosas sutiles, fue notable. Su peinado más primoroso, su actitud estudiada y coqueta, me decían que tantos cuidados eran por mí. Y en sus faldas siempre, siempre había un libro que no leía.
 Sentíme enamorado, mi alma se llenó de amor por aquella mujer desconocida. Viví encantado y triste, la tristeza no me abandonaba. Deseos de soledad me impulsaron a huir de mis amigos, di todo roce con la gente, dejé de frecuentar mis lugares favoritos, y solamente deseaba la llegada de aquel minuto de dicha diaria, lodos mis pensamientos fueron para ella; y los días me parecían enormemente largos en espera de la tarde. Me volví astrónomo, miraba siempre el cielo consultándolas nubes, estudiando los vientos, y adquirí la manía de preguntar a todas horas y a todo el mundo: «¿cree usted que llueva esta tarde?» Y si por casualidad pateaba de rabia al ver fallidos mis paseos.
 Una vez, por imperiosa necesidad, tuve que ausentarme de la ciudad por varios días; al regreso corrí ansioso a verla ¡sus ojos me interrogaron tiernamente y algo enojados por mi ausencia!
 ¡Dios sabe cuántas cosas le contesté! ¡Ah, aquellos meses fueron los más felices de mi vida! 



 Una tarde fui sorprendido de manera desagradable. Ella no estaba sola; un hombre de mediana edad, alto y delgado, cubría los pies con una manta en el momento en que yo pasaba, sus gestos caían delicados, cariñosos, se comprendía que él la amaba tiernamente.  En su cabeza brillaban canas, la fisonomía, agradable.
 Nunca más la volví a ver sola, siempre era acompañada por el hombre. Las miradas de éste, cuando se posaban en la joven, eran tristes y dulces, de un cariño tan grande que me ponían frenético. Tenía cuidados maternales y mimos exquisitos para con aquel ser bello y delicado que por días desmejoraba.
 Él adivinó pronto los sentimientos que embargaban mi alma, y seguramente le fui antipático, tanto como él a mí. Pasadas algunas tardes nuestras miradas se cruzaron, y sus ojos adquirieron tal frialdad que nunca lo pude imaginar, la dura y cortante mirada me hizo comprender la realidad, la dura realidad; la barrera imposible que se levantaba entre ella y yo.
 Quedé corrido y los segundos que tardé en alejarme me parecieron siglos; en la boca de mi amada jugaba una sonrisa compasiva, sus ojos me acariciaban más que nunca.
 Al día siguiente tuve miedo de encontrarme con la mirada de acero helado, dispuesto a todo volví a cruzar por el lugar —no era cosa fácil hacerme desistir de mis paseos—, esperaba algo desagradable; pero, por suerte, no fue así, el hombre estaba sentado de espalda a la calle, ignorante de mi presencia, la confianza volvió a renacer en mi pecho. Después, siempre, él daba las espaldas a la calle. Nunca más volví a verle la cara. Y seguros, ella y yo, cambiando nuestro mudo lenguaje. Sin duda que la joven había conseguido de él aquella postura para que mi paso no fuese embarazoso, debía ejercer ella mucha influencia sobre aquel hombre, domándolo como un chiquillo.
 Poco a poco fue entrando el invierno. El verde radiante de los árboles se iba matizando suavemente en rojos terrosos, en grises rojizos y anaranjados; cada día las ramas se aclaraban más y más, las secas hojas revoloteaban por los suelos.
 El aire seco y frío avivaba mi sangre; aquellas tardes tenían encantos indescriptibles. Complacíame en sentir mis duras pisadas por las aceras bordeadas de jardines y casas solitarias; era feliz, muy feliz.
 El mal que padecía mi amada era implacable, por días acortaba su vida. La palidez de azucena de sus manos, sus facciones afiladas, el cerco violado de los ojos... Todo, todo me hacía ver aterrado la enfermedad que la devoraba.
 Ya sus labios, pintados de rojo, no sonreían, ni sus manos  jugueteaban sobre la falda. Sus ojos estaban más grandes y tristes que nunca, como queriendo beber todas las cosas que dejarían de brillar pronto para ella. Todo su ser respiraba serenidad: tenía la tranquilidad de lo inevitable.
 Hubiera dado cualquier cosa por acercarme a ella, por oír su voz, por decirle que la amaba, por besarle las manos... mas nunca quite averiguar, indagar de ella nada. Por pudor ¡qué sé yo! Por qué, siempre guardé dentro de mí, celosamente, aquel amor. Seguro estoy de que ella no hubiese querido que me acercara, de que rompiera el encanto, pues se encontraba más cerca de Dios que de los hombres.
 A principios de diciembre, una tarde fría, de cielo despejado, el portal estaba vacío, las puertas cerradas: nunca más la he vuelto a ver. Día tras día, semana tras semana, seguí pasando por frente a aquella casa, y siempre la misma soledad; el jardín estaba triste y abandonado. Me volví huraño y pasaba las horas encerrado en mi habitación sin hablar, meditando. Y todas las tardes rondaba la casa que tanto me hacía sufrir.
 Por espacio de una semana estuve acechando la vivienda, apostada desde la mañana hasta altas horas de la noche. La casa aparecía abandonada, nadie entraba ni salía, y todo era silencio; llegué a la conclusión de que estaba deshabitada.
 Pero impelido por fuerza irresistible seguí pasando por delante de aquel portal vacío y mudo, que tantas emociones despertaba en mi pecho.
 Una idea se fue apoderando de mi mente, obsesionándome: la de penetrar en la casa, por cualquier medio posible. Fui torturado por el pensamiento de averiguar, de darle un fin a todo aquello. Las horas las pasaba formando planes. ¡Oh, si no hubiese ejecutado mis proyectos hubiesen mis días terminado en un manicomio! ¡Fue una pesadilla, un barrenillo que por meses tuve en el cerebro! ¡Mi cabeza iba a estallar como un cohete!
 ¡Quería saber de ella, saber cómo se llamaba, dónde estaba!
 Y una noche, decidido, armado de linterna y herramientas para forzar las puertas, furtivamente, como un ladrón al filo de la medianoche, me escurrí hasta el lugar de mis pesares. Escalé la verja del jardín, abandonado donde la yerba mala crecía a su antojo, entrelazándose con los rosales; las espesas enredaderas extendíanse por el frente de la casa; el perfume penetrante del jazmín acariciaba mi rostro, y las rosas rojas brillaban como sangre en la oscuridad. La  noche era propicia, fría y oscura, las calles cercanas estaban solitarias, y a lo lejos brillaban los focos eléctricos, cenicientos, opacos como escupitazo prendido en el firmamento.
 Entre la casa y el garaje, abríase un pasillo que me condujo a enorme patio sembrado de grandes árboles, que con sus hojas besaban el cielo negro. Aquella casa abandonada, aquel cielo que se extendía como mancha de tinta, y aquel sombrío patio, hubiesen impuesto a otro que no estuviera devorado por la fiebre, por el deseo que me consumía. Sin vacilar violenté una puertecilla de maciza caoba; a punto estuvo de fracasar mi improvisado oficio de malhechor, pues la puerta opuso ruda resistencia a mis inhábiles ataques; mas, la fuerza unida a la perseverancia, hiciéronme triunfar de mis obstáculos. Di en un estrecho corredor, que tanteé con los brazos extendidos antes de decidirme a recorrerlo. Cerrando la forzada puerta alumbré con mi linterna el camino, y eché a andar con paso furtivo, al final del pasadizo estaba la cocina, que atravesé sin detenerme; me encontré en el corredor, más ancho que el primero y más ricamente trabajado, a pocos pasos de la cocina, terminaba el comedor. Ésta era una pieza cuadrada, espaciosa, lujosamente adornada. Las paredes encubríanlas viejos tableros del siglo XVI, primorosamente labrados, la vejez habíalos petrificado, dándoles el brillo del azabache, recubiertos por los años, traídos sabe Dios de qué lugar y cómo. El techo de caoba policromado, en tonos suaves y débiles, era de un gusto sencillo y refinado. Sobre el piso de fino mármol lucían pesados muebles del más puro estilo Renacimiento francés. Llamó mi atención un aparador de la época de Enrique II, tallado sobriamente y con el gusto exquisito de aquel siglo; taburetes de elegantes patas torneadas; auxiliares que se fundían en la penumbra.
 Y en el centro, mesa cubierta con fino mantel primorosamente bordado. Polvo imperceptible lo cubría todo, el plumero hacía meses que estaba arrinconado.
 Dos cubiertos esperaban a los comensales. Platos de leve porcelana, cristales sonoros, tenedores de plata cincelada, todo preparado como si esperaran de un momento a otro, a alguien. La campana de una copa magnífica, tallada en ónix, brilló con luz negra al reflejo de mi linterna, los bordes eran de oro viejo gastado por los siglos, el pie formando cuatro entrelazadas serpientes de plata que por cabeza tenían cuatro esmeraldas, un pie largo con ancha base; sus líneas eran suaves y bellas, gastadas por el tiempo, por las manos y por los labios..., los labios que bebieron en ella. Labios de mujer del siglo de Leonardo, labios de algún fiero condottiere o los labios de alguna mujer escapada del Decamerón... y quizás, los labios de ella. En un testero, en sencillos marcos, vivían dos naturalezas muertas de Cézanne.
 Por un momento quedé meditabundo... Así es que aquí habitaban seres de refinado gusto. Poseían Cézannes y copas talladas allá en Florencia.
 Dejé todo aquello y seguí errando por la casa. Una puerta pintada de azul claro detuvo mis pasos: mi corazón latía aceleradamente; tuve la certeza de que estaba en los umbrales de su habitación. Con temblorosa mano empujé la ligera hoja que no opuso resistencia bajo mis dedos febriles.
 Y mis ojos de enamorado contemplaron un departamento tapizado de seda azul desvanecido, adornado por muebles ligeros y frágiles; habitación de mujer soltera, llena de coquetería y sencillez. Sobre un secreter extendían sus brazos dos candelabros de bronce repujado, de líneas modernas.
 Tuve un deseo. Con manos calientes por la fiebre que comenzaba a invadirme, encendí todas las velas de cera verde perfumada.  Doce bujías ardieron, iluminando la estancia.
 Tirados en la cama de laca azul, azul ligero de mañana, descuidadamente abandonados, se veían varios vestidos. Todos los conocí, y cada uno habló a mi alma de cosas pasadas, cada uno traía a mi calenturienta imaginación nubes de recuerdos. Uno por uno los llevé a mis labios, y por primera vez aspiré el perfume de ella, ligero y vago como de otros tiempos. Estrujé las sedas entre mis manos, sobre mi cara, contra mis labios; embriaguez dolorosa me martirizó el recuerdo de tantas cosas dulces y ya idas para siempre. Sobre la cama, sobre los vestidos lloré mi dolor. Cerré los ojos y por mucho tiempo estuve recogido en lo más profundo de mi ser. ¿Cuánto tiempo estuve así? ¡No lo sé! Un siglo... Un día... un minuto... ¡No lo sé!
 Al levantar la cabeza, un grito de alegría, de espanto, de esperanza, escapóse de mi garganta. ¡Ella! ¡Ella! ¡Ella! La mujer querida, ella envuelta en tules y encuadrada en un marco de plata. Tuve que acercarme para cerciorarme de que era un retrato, un retrato maravilloso.
 Y en aquella habitación suavemente iluminada por doce bujías la pintura adquirió vida, y mi fiebre creció. Por un momento creí que iba a saltar del marco y venir a mi encuentro. Un galgo ruso estaba echado a sus pies, blanco como el algodón, como el traje que ella llevaba puesto, vestido de baile, vaporoso como neblina. Los zapatos, bajo la falda, eran blancos, bordados con hilos de plata, y el cabello recogido, aprisionado por sartas de perlas. Todo el cuadro era claridad, y los matices más delicados que da el blanco estaban prendidos en aquel lienzo. Sus hombros y brazos desnudos se destacan radiantes de tono, jugosos y aterciopelados, y en las manos no brillaban joyas que deformaran las líneas perfectas de los dedos. Los labios, entreabiertos y rojos como una flor, dejaban entrever el nácar de los dientes. Todo era una sinfonía en blanco, donde se destacaban, únicamente, profundos y acariciadores los ojos claros de puras aguas.
 Fue una pesadilla: ¡Qué es lo que veo, Dios mío!... creo que los ojos se mueven... que los labios sonríen... Mi cabeza quiere romperse, mis sienes laten con fuerza, siento la sangre correr como río de fuego... Vacilante caigo sobre unos almohadones y llevo mis temblorosas manos a la cara, con los dedos tapo los ojos. Y así pasan las horas.
 Cuando me desperté las bujías casi se habían consumido, pienso en la mañana que se acerca, y haciendo un esfuerzo voy a separarme, abandonar todo aquello.
 Por última vez quiero ver... Sordo grito se escapa de mis labios.
 ¿Qué me pasa, estoy delirando? Pero... no, no... me restriego los ojos, me acerco y comprendo.
 Aquel traje, aquel vestido de tules, no es de esta época, no; lino de una moda de a mediados del pasado siglo.
 Veo claro, el cuadro es viejo, su tinte amarillento, imperceptible me revela que fue pintado hace años.
 De un salto me acerco y con mi linterna busco una firma... una lecha.
 Al fin... en una esquina borrosa por los años, leo: Whistler, 1892...
 ¡Treinta y un años de pasado!
 Como un ladrón, como había entrado, huí de aquella casa.
 Cuando llegué a mi cuarto las tintas rosadas de la mañana se posaban en los techos.
 Por más de dos semanas, la fiebre devoró mi cuerpo. Restablecido abandoné el barrio y fui lejos, muy lejos de esta ciudad y de este país.
 Y, hoy, que creía cerrada mi herida, que han pasado diez años, he vuelto a ver, he vuelto a sentir delante de esa casa, más triste y abandonada que nunca... Juraría que nadie ha vuelto a entrar en ella desde la noche aquella... El alba apuntaba cuando llegó mi amigo Cilio, y silenciosamente seguimos el camino de la ciudad.



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