Casi célebre antes de llegar a París,
debido a su colaboración en “Simplicissimus” —donde se consagra como uno de los
mejores dibujantes de la época— Pascin vive un destino tan dramático como el de
Utrillo o el de Modigliani.
Convencido de poder alcanzar lo que se le
antoje, cuando el hastío no le aconseja renunciar a lo que se ha propuesto,
derrocha su talento en todos los cafés de Montparnasse, con un desprecio
absoluto por las alcancías y por el calendario. Los ditirambos de la crítica,
los contratos más ventajosos de los “marchands”, le harán encogerse de hombros.
Con la desolación profunda de ser siempre el que da, acepta todas las
circunstancias que le impidan encontrarse consigo mismo, y si durante un
momento parecería que el vicio lo distrae, al apartarlo de lo trillado, muy
pronto su escepticismo lo persuade de que la muerte es la única aventura digna
de ser vivida.
En cierta ocasión —para referirnos a una de tantas— se encierra con su
mujer y abre la llave del gas, después de convencerla de que es necesario
eliminarse. Cuando comienzan a sentirse intoxicados, oyen los maullidos de su
gato. Pascin se precipita a abrir las ventanas, y feliz, por haberlo salvado,
descorcha una botella. Pocos meses después circula por todos los cafés de
Montparnasse el rumor de que Pascin acaba de suicidarse. La noticia provoca tal
consternación que hasta los más adictos al whisky logran seguir el derrotero
que los conduce a su puerta. En el quinto piso, yace Pascin, en medio de un
charco de sangre. Después de abrirse las venas, como la muerte demorara se ha
colgado con su corbata de un picaporte, no sin antes haber escrito, en la
pared, y con su propia sangre, la célebre exclamación cambroniana.
Aunque nada exprese mejor que este encarnizamiento, el hartazgo que le
procuran los dones con que la vida se propuso agobiarlo, no ha de creerse que
su temperamento, ni su arte, se impregnen de una violencia desesperada.
Demasiado fino y descreído para calarse unas gafas de moralista, si señala el
ridículo, no será con la intención de censurarlo, sino para alimentar su
sonrisa y entretener su desamparo. Pese a ciertos puntos de contacto, esta
actitud no sólo adquiere, así, un significado muy distinto a la de Grosz
—eternamente imbuido de la importancia de su rol de censor—, sino que le
permite complacerse en los desfallecimientos de su propia sensualidad y acallar
algunos instantes su desdén, para deleitarse en las carnes nacaradas de un
desnudo (“Joven recostada”, núm. 25), en los blancos equívocos y en los
violetas enfermizos de “La niña del moño rojo” (núm. 26).
Más dibujante que colorista, su trazo nervioso
y espiritual no consiente que el color llegue a suplantarlo, ni siquiera en las
ocasiones en que se vale de él para acentuar un volumen o envolver sus modelos
en una atmósfera ambigua e irizada. Aunque a través de un empaste que se diluye
en pinceladas vaporosas y en tonalidades marchitas, la sugestión de la línea
conserve su eficacia, rara vez alcanza la libertad que asume en sus dibujos,
los que, sin duda alguna, constituyen la parte más significativa de su obra.
Sin otros alardes técnicos que el empleo constante de las coloraciones
desleídas y el aprovechamiento del escorzo, con el que satisface su necesidad
de imprevisto al ofrecernos las perspectivas menos accesibles, sus óleos dejan
traslucir, sin embargo, una sensibilidad tan exquisita, que no se requiere
recordar sus grandes dibujos coloreados para persuadirse de que Pascin es uno
de los artistas más finos y penetrantes de nuestra época.
“Pintura
moderna” (fragmento), Obra Completa, ed. crítica Raúl Antelo, ALLCA XX,
1999, pp. 296-97.
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