domingo, 28 de diciembre de 2025

Pascin por Girondo


  Oliverio Girondo 


 Casi célebre antes de llegar a París, debido a su colaboración en “Simplicissimus” —donde se consagra como uno de los mejores dibujantes de la época— Pascin vive un destino tan dramático como el de Utrillo o el de Modigliani.

 Convencido de poder alcanzar lo que se le antoje, cuando el hastío no le aconseja renunciar a lo que se ha propuesto, derrocha su talento en todos los cafés de Montparnasse, con un desprecio absoluto por las alcancías y por el calendario. Los ditirambos de la crítica, los contratos más ventajosos de los “marchands”, le harán encogerse de hombros. Con la desolación profunda de ser siempre el que da, acepta todas las circunstancias que le impidan encontrarse consigo mismo, y si durante un momento parecería que el vicio lo distrae, al apartarlo de lo trillado, muy pronto su escepticismo lo persuade de que la muerte es la única aventura digna de ser vivida.

  En cierta ocasión —para referirnos a una de tantas— se encierra con su mujer y abre la llave del gas, después de convencerla de que es necesario eliminarse. Cuando comienzan a sentirse intoxicados, oyen los maullidos de su gato. Pascin se precipita a abrir las ventanas, y feliz, por haberlo salvado, descorcha una botella. Pocos meses después circula por todos los cafés de Montparnasse el rumor de que Pascin acaba de suicidarse. La noticia provoca tal consternación que hasta los más adictos al whisky logran seguir el derrotero que los conduce a su puerta. En el quinto piso, yace Pascin, en medio de un charco de sangre. Después de abrirse las venas, como la muerte demorara se ha colgado con su corbata de un picaporte, no sin antes haber escrito, en la pared, y con su propia sangre, la célebre exclamación cambroniana.

  Aunque nada exprese mejor que este encarnizamiento, el hartazgo que le procuran los dones con que la vida se propuso agobiarlo, no ha de creerse que su temperamento, ni su arte, se impregnen de una violencia desesperada. Demasiado fino y descreído para calarse unas gafas de moralista, si señala el ridículo, no será con la intención de censurarlo, sino para alimentar su sonrisa y entretener su desamparo. Pese a ciertos puntos de contacto, esta actitud no sólo adquiere, así, un significado muy distinto a la de Grosz —eternamente imbuido de la importancia de su rol de censor—, sino que le permite complacerse en los desfallecimientos de su propia sensualidad y acallar algunos instantes su desdén, para deleitarse en las carnes nacaradas de un desnudo (“Joven recostada”, núm. 25), en los blancos equívocos y en los violetas enfermizos de “La niña del moño rojo” (núm. 26).

   Más dibujante que colorista, su trazo nervioso y espiritual no consiente que el color llegue a suplantarlo, ni siquiera en las ocasiones en que se vale de él para acentuar un volumen o envolver sus modelos en una atmósfera ambigua e irizada. Aunque a través de un empaste que se diluye en pinceladas vaporosas y en tonalidades marchitas, la sugestión de la línea conserve su eficacia, rara vez alcanza la libertad que asume en sus dibujos, los que, sin duda alguna, constituyen la parte más significativa de su obra.

  Sin otros alardes técnicos que el empleo constante de las coloraciones desleídas y el aprovechamiento del escorzo, con el que satisface su necesidad de imprevisto al ofrecernos las perspectivas menos accesibles, sus óleos dejan traslucir, sin embargo, una sensibilidad tan exquisita, que no se requiere recordar sus grandes dibujos coloreados para persuadirse de que Pascin es uno de los artistas más finos y penetrantes de nuestra época.


 “Pintura moderna” (fragmento), Obra Completa, ed. crítica Raúl Antelo, ALLCA XX, 1999, pp. 296-97.


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