Umberto Saba
Mirlo
¿Existía aquel mundo al que regreso
en sueños, que en sueños aún me sacude?
Ciertamente existía. Eran parte de él
mi madre y un mirlo.
Apenas si los veo. Pero resalta el negro
y el amarillo de quien contento me saludaba
con su canto (tal era mi pensamiento)
que yo oía desde la calle. Mi madre
sentada, cansada, en la cocina. Cortaba
para él solo (tal era su pensamiento)
la carne de mi cena. Ninguna
visión o rumor lo excitaba tanto.
Entre un muchacho enjaulado y un insectívoro,
que robaba los gusanos de su mano,
en aquella casa, en aquel mundo lejano,
había un amor. Como también un equívoco.
Trieste
Atravesé toda la ciudad.
Subí después la cuesta,
al principio poblada, luego solitaria,
rodeada por un muro bajo:
un rincón donde me siento
a solas; y donde parece acabar
también la ciudad.
Trieste tiene una gracia
hosca. Si gusta
es como un chiquillo áspero y voraz,
de ojos azules y manos demasiado grandes
para regalar una flor,
como un amor
receloso.
Desde la cuesta descubro cada iglesia,
cada calle, si lleva a la playa, ardua,
o a la colina en donde, en la punta,
pedregosa, una casa, la última,
se aferra.
En torno
circula en cada cosa
un aire extraño,
un aire tormentoso,
el aire nativo.
Mi ciudad, tan viva en todas partes,
tiene ese rincón para mí, para mi vida
absorta y esquiva.
Desde la ladera
Desde la ladera solitaria que se precipita
en el mar -que hoy, verde y espumoso,
golpea oblicuo la ciudad- puede verse
el blanco panorama de Trieste.
Tú ya conocías -dices- estas calles,
donde uno encuentra, como mucho, una mujer
que la larga cuesta encorva, un muchacho
que, si el Bóreas enviste, a todo da alas
y corre hacia ti. Para volver a sí mismo
luego, y seguir de largo altivo.
Todo un mundo que amaba, al que me había
entregado, que solo por ti hoy revive.
La cabra
Le hablé a una cabra.
Estaba sola en el campo, atada.
Repleta de hierba, empapada
por la lluvia, balaba.
Semejante balido era fraterno
a mi dolor. Le respondí, primero
en broma, luego, porque el dolor es eterno,
tiene una voz y no cambia.
Esa voz sentí gemir
en una cabra solitaria.
En una cabra de cara semita
sentí querellarse todos los males,
de todas las vidas.
Ulises
Navegué en mi juventud a lo largo
de las costas dálmatas. A flor de ola
emergían islotes donde rara vez
se posaba un pájaro tras su presa;
cubiertos de algas, resbalosos al sol,
bellos como esmeraldas. Cuando
la alta marea y la noche los abolían,
velas a sotavento se desbandaban
huyendo mar adentro de la asechanza.
Hoy mi reino es esa tierra de nadie.
El puerto enciende para otros sus luces,
pero a mí me empuja mar adentro
un espíritu no domado aún
y de la vida el doloroso amor.
Madrigal para un general inglés
Vi en Florencia, en los
primeros días de la ocupación aliada, a un general inglés. Se sostenía –caso
raro- en pie y borracho. Era maravilloso. Alto, flaco, reseco, casi
excesivamente pura cepa, caminaba apoyando su inestable persona en un
bastoncito de empuñadura, por lo que me pareció, preciosa. Cada transeúnte
podía convertirse para él, sin quererlo, en un enemigo; hacerle –cosa
grave para cualquiera; para un inglés, y un inglés de su rango, mortal- perder
el equilibrio. Pero, incluso en aquellas condiciones, ¡qué garbo, qué
estilo! Se aguantaba apenas, como el Imperio inglés. Pero se aguantaba.
Nietzsche
Alrededor de una grandeza solitaria
los pájaros no vuelan, ni indecisos
hacen nido junto a ella. Sólo se oye
el silencio, no se ve más que el aire.
Momento
Los pájaros en la ventana, las persianas
entreabiertas: un aire de infancia y de verano
que consuela. ¿Tengo de verdad los años
que creo tener? ¿O sólo diez? ¿Para qué
me ha servido la experiencia? Para vivir
feliz con las pequeñas cosas
que un tiempo me inquietaran.
Florencia
Para abrazar al poeta Montale
─generosa es su tristeza─ estoy
en la ciudad que tanto quise. Es como
si cada piedra que el pie pisa fuese
mi corazón, mi mal
de un tiempo. Pero no lo lamento. Nace
-otra constelación- una edad nueva.
Fedra
Sopla una bora asesina. Mañana
caerá la nieve, blanqueando los caminos
que ascendían amigables a tu casa,
lejana, en la cresta de la colina. Entre los verdes
pinos, el inmenso valle repite
en incontables hojas el color
que gustabas siempre en tu cabello.
Fedra
eras; aún eres.
Más preciosa ahora
que se enciende el primer fuego en la estufa
en casas raras; la estación es un poco
nuestra, el paisaje nuestro; el pensamiento
irradia una última verdad; se engaña a sí mismo
de que lo peor -tal vez- ya pasó.
Despedida
Lo saben, amigos, y yo lo sé.
También los versos se asemejan a las pompas
de jabón; una sube y otra no.
Merlo
Esisteva quel mondo al quale in sogno
ritorno ancora; che in sogno mi scuote?
certo
esisteva. En’erano parte
mia madre e un
merlo.
Li vedo
appena. Piú risalta il nero
e il giallo di
chi lieto salutava
col suo canto
(era questo il mio pensiero)
me, che
l’udivo dalla via. Mia madre
sedeva, stanca,
in cucina. Tritava
a lui solo
(era questo il suo pensiero)
e alla mia cena la carne. Nessuna
vista o rumore
cosí lo eccitava.
Tra un fanciullo ingabbiato e un insettivoro,
che i vermetti carpiva alla sua mano,
in quella casa, in quel mondo lantano,
c’era un amore. C’era anche un equivoco.
Trieste
Ho attraversato tutta la città.
Poi ho salita un'erta,
popolosa in principio, in là deserta,
chiusa da un muricciolo:
un cantuccio in cui solo
siedo; e mi pare che dove esso termina
termini la città.
Trieste ha una scontrosa
grazia. Se piace,
è come un ragazzaccio aspro e vorace,
con gli occhi azzurri e mani troppo grandi
per regalare un fiore;
come un amore
con gelosia.
Da quest'erta
ogni chiesa, ogni sua via
scopro, se
mena all'ingombrata spiaggia,
o alla collina
cui, sulla sassosa
cima, una
casa, l'ultima, s'aggrappa.
Intorno
circola ad
ogni cosa
un'aria strana, un'aria tormentosa,
l'aria natia.
La mia città che in ogni parte è viva,
ha il cantuccio a me fatto, alla mia vita
pensosa e schiva.
Dall’erta
Dall’erta
solitaria che nel mare
precipita -
che verde oggi e spumoso
percuote obliquo la città - si vede
il bianco panorama di Trieste.
Tu già le conoscevi –dici- queste
mie strade, ove s’incontra, al più, una donna,
che la lunga salita ansa, un fanciullo
che se Bòrea
t’investe, mette l’ali
a ogni cosa,
per te corre. Poi torna
a se stesso,
ti passa accanto altero.
Tutto un mondo che amavo, al quale m’ero
dato, che per te solo oggi rivive.
La capra
Ho parlato a una capra.
Era sola sul
prato, era legata.
Sazia d’erba,
bagnata
dalla pioggia,
belava.
Quell’uguale
belato era fraterno
al mio dolore.
Ed io risposi, prima
per celia, poi
perché il dolore è eterno.
ha una voce e
non varia.
Questa voce sentiva
gemere in una capra solitaria.
In una capra dal viso semita
sentiva
querelarsi ogni altro male,
ogni altra vita.
Ulisse
Nella mia giovanezza ho navigato
lungo le coste dalmate. Isolotti
a fior d’onda
emergevano, ove raro
un Uccello sostava intento a prede.
Coperti d’alghe, scivolosi al sole
belli come smeraldi. Quando l’alta
marea e la notte li annullava, vele
sottovento sbandavano più al largo,
per fuggirne l’insidia. Oggi il mio regno
è quella terra
di nessuno. Il porto
accende ad
altri i suoi lumi, me al largo
sospigne
ancora il non domato spirito,
e della vita
il doloroso amore.
Madrigale per un generale
inglese
Ho visto a Firenze, nei primi
giorni dell' occupazione alleata, un generale inglese. Era -caso raro- a piedi
e ubriaco. Era meraviglioso. Alto, magro, asciutto, quasi eccessivamente
razziato, camminava appoggiando la malferma persona a un bastoncino dall'
impugnatura, a quanto mi parve, preziosa. Ogni passante poteva diventare per
lui, senza volerlo, un nemico; fargli -cosa grave per
chiunque; per un inglese, e un inglese del suo rango, mortale- perdere
l' equilibrio. Ma, pure in quelle condizioni, che contegno, che stile!
Reggeva appena, come l' Impero inglese. Ma reggeva.
Nietzsche
Intorno a una grandezza solitaria
non volano gli uccelli, né quei vaghi
gli fanno, accanto, il nido. Altro non odi
che il silenzio, non vedi altro che l’aria.
Momento
Gli uccelli alla finestra, le persiane
socchiuse: un’aria d’infanzia e d’estate
che mi consola. Veramente ho gli anni
che so di avere? O solo dieci? A cosa
mai mi ha servito l’esperienza? A vivere
pago a piccole
cose onde vivevo
inquieto un tempo.
Firenze
Per
abbracciare il poeta Montale
─generosa é la
sua tristezza─ sono
nella cittá che mi fu cara. E’come
se ogni pietra
che il piede batte fosse
il mio cuore,
il mio male
di un tempo. Ma non ho rimpianti. Nasce
─altra
costellazione─ un’altra etá.
Fedra
Soffia una bora omicida. Domani
cadrà la neve, imbiancherà le strade
che salivano amiche alla tua casa
in cima al colle, lontana. Tra i verdi
pini l’immensa vallata ripete
in foglie innumerevoli il colore
che amavi sempre ai tuoi capelli.
Fedra
eri; ancor sei.
Più preziosa adesso
che si accende alla stufa il primo fuoco
in rare case; la stagione è un poco
nostra, nostro il paesaggio; il pensiero
irraggia un ultimo vero; s’illude
che il peggio – forse – è passato.
Commiato
Voi lo sapete, amici, ed io lo so.
Anche i versi somigliano alle bolle
di sapone; una sale e un’altra no.
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